“¿Le molesto si fumo?” Una pregunta cortés, educada, a la que normalmente, casi sin pensarlo mucho, solemos responder con un sencillo “no”…
Si nos diésemos cuenta de todo lo que implica el fumar, tanto para el fumador como para nosotros mismos, deberíamos tener valor para decir, con la misma educación con la que fuimos preguntados: “La verdad es que me haría un gran favor si no fumase. Incluso por lo mucho que le aprecio, le pediría el pequeño sacrificio de dejar el tabaco…”
¿De verdad es peligroso el tabaco? Desde que los españoles trajeron a Europa los productos del tabaco muchos han pensado, por años, que no encerraba ningún peligro. Sin embargo, a partir de mediados del siglo XX, miles de estudios han puesto en evidencia los peligros que encierra el simple gesto de coger un cigarrillo y disfrutar de unas bocanadas de humo.
¿Cuáles son los daños que puede producir el uso habitual y abundante del cigarro? El tabaco favorece la aparición de diversos tipos de cáncer (de los labios, de la cavidad bucal o de la faringe, del esófago, del páncreas, de los pulmones, etc). Aumenta el riesgo de enfermedades cardio-vasculares (hipertensión, diversas enfermedades cardíacas, etc.). Facilita las afecciones respiratorias (bronquitis, enfisema, neumonía, asma, tuberculosis). Si la mujer está embarazada o hay en casa algún niño pequeño, el uso del tabaco puede provocar diversas enfermedades en esa creatura que vive en un hogar de fumadores, o incluso llega a causar la muerte del hijo antes de nacer.
Conviene subrayar que no sólo sufre por culpa del tabaco el fumador empedernido. También es víctima quien se encuentra a su lado (en una fábrica, en una oficina, en un coche o en el mismo hogar). El “humo pasivo” encierra prácticamente los peligros que el “humo activo”.
La Organización Mundial de la Salud (OMS, en inglés WHO) habla de más de 4 millones de muertes al año por culpa del tabaco (datos del año 2000). Si la situación no mejora, este número podría elevarse hasta 10 millones de muertes al año a partir del año 2025. El tabaco, en los países así llamados “desarrollados”, llega a ser causa de un 25 % de las muertes de los varones entre 35 y 69 años.
A pesar de tantos estudios, a pesar de las campañas de sensibilización de la opinión pública (todos los años, el 31 de mayo, se celebra el “día mundial sin tabaco”), a pesar de que incluso en algunos grandes posters de publicidad de cigarrillos podemos leer “el tabaco mata”, “el tabaco produce cáncer” o frases parecidas, millones de fumadores cogen cada día sus cajetillas, su encendedor, y dedican unos momentos para su desahogo preferido.
Este comportamiento, simplemente, es gravemente inmoral. Es inmoral porque nadie puede poner en peligro la propia salud sólo por concederse un pequeño placer. Es inmoral por los daños que se producen en quienes se encuentran junto a los fumadores.
Aunque son muchos los que reconocen los peligros del fumar, hace falta un paso ulterior para que la voluntad diga un “no” firme y decidido al tabaco. Millones de personas han contraído, desde la adolescencia o la juventud, el hábito de fumar, y viven sometidos a la dependencia que provoca. Les cuesta mucho imaginar un día sin fumar 5, 10 ó 20 cigarrillos. En los momentos de preocupación o de espera, la mano palpa los bolsillos con ansiedad para tomar la cajetilla y empezar el “rito del tabaco”. Parece algo superior a sus fuerzas. Si, además, nos encontramos con médicos que nos mandan severamente dejar de fumar mientras delatan con el olor de su chaqueta que son fumadores empedernidos, su ejemplo contradice sus recomendaciones, y muchos terminan por pensar: si el mismo doctor fuma, no será tan grave…
Millones de vidas humanas pueden salvarse si se promueve, con palabras y con ejemplos, una campaña profunda contra el tabaquismo. No basta con informar: las campañas contra el tabaco o contra las drogas basadas sólo en “asustar” a los adolescentes sobre los peligros futuros dan resultados muy pobres. El adolescente necesita unir, a la información médica y científica, el apoyo y el ejemplo de quienes buscan, sinceramente, lo mejor para él y para quienes vivan a su lado.
Millones de vidas… y quizá mi propia vida, la vida de mis amigos, de mis familiares, de mi esposa o de mi esposo, de los hijos, pueden salvarse si cortamos las alas al vicio del cigarro. Un sacrificio no es difícil si se construye sobre el amor. Amarse a uno mismo implica evitar pequeños placeres innecesarios que, en el fondo, van contra mi salud, mi autonomía, mi integridad moral. Amar a los demás nos lleva a pensar en ellos y en lo mucho que nos quieren a la hora de renunciar, poco a poco o de una vez para siempre, a ese cigarrillo que me parecía imprescindible, y que ponía en peligro mi salud y la de quienes vivían a mi lado.
Si todavía tenemos una voluntad sana, podemos romper con el tabaco. Tal vez la costumbre nos ha encadenado al humo, por lo que a veces será necesario recurrir a algún tratamiento médico para desintoxicarnos y para romper con la dependencia. Costará, es cierto, pero todo lo que vale cuesta. Lo que consigamos, para nuestro bien y el de los que amamos de veras, compensará, con creces, todos los sacrificios realizados.
Fuente: Fernando Pascual
En Estados Unidos, 6 mujeres murieron tras haber usado la píldora abortiva RU-486 (conocida también como Mifeprex o Mifepristone). Una píldora cuyo fin es producir el “aborto químico” (o aborto farmacológico) de un embrión precoz. Una píldora pensada para evitar los “daños” y peligros del aborto quirúrgico, para disminuir traumas, para hacer más fácil y menos costoso el gesto de acabar con el propio hijo. (más…)
Necesitamos recordarlo una y otra vez. No existe ni puede existir ningún aborto inducido que sea legal.
Porque la ley, si es verdadera ley, no puede permitir un crimen. Porque la ley deja de ser ley cuando viola los derechos humanos fundamentales. Porque una injusticia nunca dejará de serlo por más que esté sostenida por normas, decretos, votaciones parlamentarias, plebiscitos populares.
El aborto provocado es siempre un crimen. Contra el más indefenso de los seres humanos, contra el hijo que vive en su primer hogar: el seno materno.
Hace falta tener valor para mirar al aborto de frente y declarar que un estado pisotea la justicia y los derechos humanos fundamentales cuando despenaliza o legaliza cualquier forma de aborto.
Por eso es injusto e incompleto arrestar y condenar sólo a los médicos o pseudomédicos que practican abortos contra los límites establecidos por la ley. Porque también los mal llamados «abortos legales» son siempre un grave delito contra el derecho básico que debe ser protegido en cualquier sociedad civilizada: el derecho a la vida.
En el pasado hubo hombres y mujeres valientes que supieron combatir y extirpar la enorme injusticia de la esclavitud. También hoy existen y trabajan hombres y mujeres dispuestos a que ninguna mujer sea obligada, presionada, engañada o abandonada en su maternidad, empujada a abortar, a terminar con la vida de su hijo.
El aborto existe allí donde las leyes o las costumbres permiten que los fuertes puedan eliminar a los más débiles. En cambio, el aborto disminuye drásticamente cuando nos comprometemos en la construcción de una sociedad en la que cualquier ser humano, sano o enfermo, microscópico o de más de 2 metros de altura, sea acogido, respetado, tutelado en sus derechos humanos fundamentales. Sobre todo (algo que va mucho más lejos que cualquier ley), cuando sea amado así, sencillamente, en su magnífica y misteriosa riqueza humana, por la que es tan digno y valioso como tú y como yo.
Fuente: Fernando Pascual
La laicidad de un estado es sana cuando son aceptados y promovidos valores básicos sin los cuales no hay auténtica convivencia social. La defensa de la vida, la justicia y la igualdad ante la ley, la protección de los débiles, el apoyo a la familia, la tutela del derecho al trabajo, son temas no negociables: ningún estado puede dejar de lado la defensa de los derechos humanos fundamentales.
Coloquemos en este marco la pregunta: ¿debería el estado prohibir el aborto, o el aborto quedaría dentro del espacio de libertades individuales que las autoridades públicas deberían respetar? La respuesta puede parecer difícil si se enseñan ideas falsas sobre el embarazo y sobre el inicio de la vida humana. Pero si entendemos bien lo que ocurre a partir de la fecundación, entonces legalizar el aborto es simplemente permitir un acto sumamente injusto que va contra el derecho a la vida, contra la sana laicidad del estado.
Cada ser humano empieza a existir desde el momento de la concepción. Porque con la concepción inicia el camino singular, único, que es propio de cada vida humana. Un camino que avanza continuamente hacia nuevas metas (la implantación en el útero, el desarrollo a través de distintas fases, el nacimiento…), hasta que un día, a veces muy temprano, a veces después de muchos años, llega la hora de la muerte.
Porque fuimos acogidos, respetados, y amados, llegó el momento magnífico del parto. Luego, el afecto, algo mucho más profundo y rico que el respeto, protegió nuestros primeros pasos fuera del útero materno, y nos permitió crecer y recibir esa educación básica que dan a los niños millones de hogares en todo el mundo.
Existe, en cambio, aborto allí donde algunos deciden suprimir una vida humana no acogida, no respetada, no amada. Para llegar a un acto tan injusto hace falta que los poderosos, los adultos, cierran los ojos a la dignidad y maravilla que se esconde en el ser más débil e indefenso: el embrión, el feto.
Nos hacemos, por lo tanto, ciegos cuando no vemos en el hijo antes de nacer lo que es: un ser humano que vive en el seno materno, “alguien” que crece, poco a poco, hacia la conquista de nuevas etapas… que no serán posibles si el aborto lo destruye miserablemente.
Permitir que un estado apruebe leyes contra la vida de los hijos en el seno materno es caer en una ceguera injustificable y en una actitud gravemente discriminatoria. Es, en el fondo, la negación del mismo derecho. Porque un estado verdaderamente laico no puede dejar de lado al más débil entre los seres humanos, no puede permitir que ninguna vida sea destruida en el seno materno.
Oponerse al aborto, por lo tanto, es un deber de todo auténtico ciudadano, sea creyente o no pertenezca a ninguna religión. Porque el deber de respetar la justicia no depende de opiniones personales, de grupos políticos o de ideas religiosas. Es, más bien, un valor indiscutible, sin el cual perdemos los fundamentos auténticos de la convivencia humana.
No nos dejemos engañar: ir contra el aborto no es querer imponer una idea religiosa católica o una opinión de un partido político en la vida pública. Ir contra el aborto es, simplemente, querer ser justos. Y la justicia no es un monopolio de ningún grupo, sino una vocación de todos los seres humanos que pretendan participar rectamente en la sociedad.
No podemos aceptar, por tanto, que algunos ideólogos repitan, una y otra vez, que el estado debería legalizar el aborto en vista del respeto del pluralismo y a la “laicidad”. Porque la laicidad no es un pasaporte para pisotear el respeto de uno de los derechos humanos básicos: el derecho a la vida.
Defendamos, pues, la auténtica laicidad del estado a través de la protección y defensa de la vida de todos. La vida de quienes empiezan a organizar sus cuerpecitos en el seno materno. La vida de las madres, que muchas veces sufren por no recibir ayudas sanitarias y sociales en los meses del embarazo. La vida de los niños que nacen en familias pobres, necesitados de medicinas, alimentos, apoyo. La vida de los adolescentes, de los adultos, de los ancianos.
Sólo desde el respeto a la vida avanzaremos hacia la justicia que todos deseamos para un mundo más solidario y más feliz. Gracias a ese respeto conquistaremos una sana laicidad que dice “no” al aborto y sí al respeto hacia los más débiles: los hijos mientras recorren esos meses maravillosos de aventura humana en el seno materno.
Fuente: Fernando Pascual
Es notable la insistencia de algunos por investigar con células madres embrionarias o células troncales embrionarias. Aunque la medicina no tiene excesivas esperanzas sobre los posibles usos curativos de tales células, un importante grupo de investigadores sí desean tener puertas abiertas y dinero fresco en orden a llegar a descubrimientos que consideran “vitales” para el futuro biomédico.
Pero queda en pie una pregunta de enorme relevancia bioética: ¿cómo conseguir este tipo de células? Existen varios caminos. Uno de ellos consiste en usar embriones congelados (los llaman “pre-embriones” para tranquilizar a la opinión pública) que no han cumplido 14 días de vida y que han quedado “abandonados” o han sido donados por sus padres. Es evidente que el uso de tales embriones supone su destrucción, lo cual resulta sumamente injusto.
Otro camino consiste en manipular óvulos denucleados e introducir en los mismos núcleos de células adultas. Algunos creen o, si no lo creen, al menos lo dicen, que el resultado de esta activación no sería un embrión humano. En tal caso, al destruir esta “entidad” para obtener células madres embrionarias no se destruiría ningún embrión: no habría entonces objeciones éticas ante una técnica tan prometedora.
En realidad, sabemos que la transferencia de núcleos celulares de adultos en óvulos denucleados ya ha producido el nacimiento de algunos mamíferos. La oveja Dolly ha sido sólo la primera de una serie de éxitos. Hay que señalar, ciertamente, que muchos embriones “fabricados” para producir a Dolly (y otros famosos mamíferos clonados) murieron en el intento. El hecho de que esos embriones no hayan nacido, sin embargo, no nos permite decir que nunca fueron embriones. Muchos de ellos eran defectuosos o enfermos, es verdad, pero ello no quita que fuesen embriones.
En el caso de los seres humanos, quizá alguno diga que no sea posible “clonar” ni producir embriones al hacer las transferencias nucleares. Pero llegar a esta conclusión sólo es posible según lo propio del método científico, es decir, a través de la realización de numerosos experimentos.
Creo, sin embargo, que la búsqueda de tal seguridad es doblemente inmoral. En primer lugar, porque esos experimentos requieren el uso de un alto número de óvulos. Tales óvulos serían tomados de mujeres, muchas de las cuales se someterían a tratamientos hormonales peligrosos. Además, se correría el riesgo de ver a la mujer como fuente de material biológico para la experimentación, con lo que esto implica de despersonalización y de instrumentalización de la mujer, a través del uso de algo tan íntimo y tan precioso como son sus óvulos.
En segundo lugar, tales técnicas son inmorales porque en estos experimentos existe una zona de incerteza que cualquier científico honesto debería reconocer.
Al realizar una transferencia nuclear sobre un óvulo denucleado es posible que se produzcan tres tipos de realidades:
-La primera, un embrión sano y apto para un desarrollo completo (como ocurrió en Dolly).
-La segunda, un embrión con serios daños (como ocurrió en muchos de los “hermanos” de Dolly). Hay que reconocer, con honestidad, que un embrión dañado o enfermo es siempre embrión, aunque el científico sepa con certeza que tal embrión no será capaz de desarrollarse por las lesiones que haya sufrido por culpa de la técnica o por otros motivos más o menos conocidos.
-La tercera, una entidad biológica que no sea embrión, aunque se le parezca.
A cualquiera llama la atención que no será nada fácil distinguir entre el segundo resultado (un embrión dañado) y el tercero (una entidad que no llegue a ser embrión). Pero además resulta manifiesto lo fácil que sería para algunos científicos el engañar a la opinión pública al decir que el primer resultado (embriones verdaderos y sanos) “no se ha producido”, y que estaríamos (según ellos) ante entidades biológicas que no son embriones. ¿Qué político es capaz de estar vigilando para que un laboratorio sea honesto y no ofrezca datos engañosos a la hora de presentar los experimentos realizados?
Una sociedad verdaderamente justa se construye sobre el respeto de todos y cada uno de los seres humanos que inician la aventura de la vida humana. Si un estado establece leyes que permiten destruir embriones ya existentes o crear embriones para ser destruidos a través de técnicas de clonación mal llamada “terapéutica”, habrá aceptado como principio regulador de la vida social el que algunos seres humanos valgan menos que otros, que la vida de algunos pueda ser sacrificada por el progreso de la ciencia y de la medicina y por el posible bien de otros seres humanos.
No creemos que así se construya un mundo más justo. Habrá justicia cuando cualquier embrión sea respetado y, sobre todo, amado. Porque es un hijo, porque interpela a sus padres y a la sociedad, porque merece respeto simplemente, sin condiciones. Desde esta justicia, la verdadera medicina será capaz de lograr progresos auténticos, precisamente porque asumirá como propios dos principios básicos del quehacer sanitario: no dañar a nadie, y promover la salud y el bien de todos.
Fuente: Fernando Pascual
Ha ocurrido y ocurre con cierta frecuencia. Una pareja, o una mujer sola, llega a la clínica. Pide un test para conocer el sexo del embrión. Si es niña, solicita inmediatamente el aborto.
El aborto selectivo de niñas suscita en muchos una reacción profunda de repulsa. Querer eliminar a los embriones o fetos simplemente porque son femeninos supone una mentalidad discriminatoria injusta, en la que el deseo de tener un hijo varón lleva a rechazar y abortar a las hijas no deseadas.
No faltarán voces (deberían ser todas) entre los grupos feministas contra este tipo de abortos discriminatorios, orientados precisamente contra la mujer.
Pero aquí surge una pregunta: ¿por qué suscita desdeño y condena el aborto cuando busca eliminar embriones femeninos, y son menos las voces que condenan el aborto “ordinario”, que busca “simplemente” eliminar un embrión sin conocer cuál sea su identidad?
En otras palabras, resultaría sumamente paradójico que el aborto orientado a eliminar a niñas fuese visto como un aborto “peor”, incluso un aborto que debería ser prohibido por la ley y no realizado en los hospitales, y que el aborto “ordinario” fuese visto como “mejor”, porque simplemente elimina al hijo sin saber qué características tenía.
La realidad es que cualquier aborto elimina una vida humana, destruye la existencia de un hijo. Poco importa si el eliminado era varón o mujer, sano o enfermo, blanco o negro, deseado por el padre y rechazado por la madre o al revés.
Las circunstancias en las que se produzca su muerte provocada, ciertamente, muestran hasta qué punto puede llegar la mentalidad de los adultos que deciden acabar con la vida de los más indefensos, los hijos antes de nacer. Pero un aborto no es “peor” si el cirujano introduce sus instrumentos de muerte para matar a alguien de quien sabe que era “femenino”, y empieza a ser “mejor” si no sabe cómo era la víctima de su gesto asesino.
Todo aborto es siempre una injusticia grave, un atentado contra la vida de un hijo inocente. Si queremos defender de verdad los derechos humanos y promover un mundo donde nadie sea marginado o destruido en la etapa más débil y más necesitada de ayuda de la existencia humana, tenemos que trabajar con mucha decisión para que termine el aborto en todas sus formas y variantes.
Lo cual es lo mismo que trabajar para que cualquier mujer sea ayudada y asistida con una medicina de altura y con sociedades solidarias durante los meses magníficos del embarazo y durante los primeros años de vida de cada uno de sus hijos.
Fuente: Fernando Pascual
Bentley Glass (1906-2005), un famoso genetista, escribió hace años que no debería nacer ningún hijo con defectos.
En un artículo publicado en una revista científica en 1971, decía literalmente: «En el futuro ningún padre de familia tendrá derecho de cargar a la sociedad con un hijo deforme o mentalmente incapaz». Apoyaba esta idea con la defensa del derecho a nacer con una sana constitución física y mental.
Han pasado más de 30 años de unas afirmaciones que eran, en su tiempo, una provocación, un reto, casi una amenaza. Hoy día, sin embargo, las palabras de Glass están convirtiéndose en una triste realidad: con o sin presiones, muchos padres deciden no acoger la vida del hijo que llega enfermo. Usan, para actuar así, la misma excusa propuesta por Glass: todo niño tendría derecho a nacer sano. Lo cual se ha convertido en negar el derecho a nacer para los hijos enfermos.
Muchas sociedades, hemos de reconocerlo en justicia, han hecho un trabajo enorme para permitir el acceso a los edificios y a la vida comunitaria de personas con lesiones o enfermedades de diverso tipo. Pero ese esfuerzo a favor de los minusválidos convive trágicamente con la eliminación de miles y miles de hijos antes de nacer, porque un test genético o una ecografía descubrió en ellos defectos de mayor o menor gravedad.
En un libro publicado el año 2002, Leon Kass, conocido experto de bioética en los Estados Unidos, exponía esta anécdota. Un médico, acompañado por sus alumnos, visitaba a los pacientes de un hospital anexo a un centro universitario. Se detuvo ante un niño de 10 años que estaba allí por haber nacido con espina bífida, pero que en lo demás era bastante normal. En voz alta, delante del niño, explicó a sus alumnos: “Si este niño hubiera sido concebido hoy día, habría sido abortado”.
Ver al hijo enfermo como una carga, pensar incluso que sería normal o que existiría una “obligación” de eliminarlo, debería provocar una sana reacción de alarma. No podemos permitir que se discrimine, que se margine, que se elimine, a un ser humano por el hecho de tener defectos. Necesitamos movilizarnos, a nivel personal, familiar, social, en el mundo de la cultura y de la medicina, para que nunca una enfermedad o un cromosoma se conviertan en un permiso, o peor aún, en un mandato, para eliminar al hijo.
Las afirmaciones de Bentley Glass viven hoy día entre quienes, a través de la fecundación artificial, buscan “producir” hijos sanos. No nos advierten de la doble injusticia que se esconde en esas “producciones”: por un lado, recurrir a la fecundación artificial, con todos sus peligros y con su tendencia a considerar al hijo como objeto; por otro, escoger, después de un análisis genético, sólo a los embriones (hijos) sanos, mientras los embriones enfermos son eliminados o congelados de modo indefinido.
El progreso de la medicina diagnóstica y de la genética debe ir acompañado por un progreso en la justicia y en el amor hacia todos y cada uno de los seres humanos. Conocer la situación sana o enferma de un hijo tiene sentido humanizante sólo si buscamos cómo curarlo y cómo atenderlo de la mejor manera posible.
Un test nunca debe convertirse en un permiso para matar. Más bien, el test tendrá que ser siempre un medio para ayudar y proteger la vida de cada ser humano. Lo cual será posible sólo si el test está acompañado por una conciencia recta y por un corazón bueno, capaz de reconocer que, siempre, sin condiciones, cada vida humana es algo maravilloso, merecedor de nuestro amor y de la mejor asistencia médica.
Fuente: Fernando Pascual
Miles, quizá millones de familias, sufren al ver cómo el alcohol entra y destruye la vida de los seres queridos: del padre o de la madre, del esposo o de la esposa, de un hijo o de un amigo.
El hecho de que las bebidas alcohólicas sean legales, incluso sean aceptadas desde el punto de vista social, agrava la situación. Nuestros adolescentes encuentran con facilidad la cerveza en cualquier bar, en cualquier casa, en cualquier fiesta. Se acostumbran a tomar, sienten la presión del ambiente para hacer lo que resulta plenamente normal entre los coetáneos.
Los consejos de sus padres y educadores no sirven casi para nada. Se “goza” tanto con un poco más de vino, se disfruta tanto con algo que, si es legal, no debería ser tan malo…
Miles de familias saben que las drogas son algo mucho más serio que el alcohol. Por eso sufren cuando ven que alguno de sus hijos comienza a fumar las mal llamadas “drogas ligeras”, o cuando corren veloces tras las primeras dosis de drogas más peligrosas, sea inyectables, sea a través de pastillas no siempre “garantizadas” en cuanto a la “calidad” de las mezclas preparadas por traficantes sin escrúpulos.
Ahora esas familias, y muchas otras que hasta ahora no habían tenido grandes miedos ante este peligro, ven con pena que pronto será más fácil encontrar la droga. Porque hay quienes piden que sea legalizado el uso y consumo de drogas, porque hay quienes dicen que tomarlas no es algo ni malo ni peligroso.
El esfuerzo de miles de padres para que sus hijos estuviesen lejos de las drogas contaba, hasta ahora, con el apoyo de las leyes. Si la droga estaba prohibida, si era perseguido el traficante o el portador de drogas, se hacía más difícil su consumo. Pero si la ley dice que no está mal tener droga “para uso personal”, ¿cómo decirle al hijo que algo está mal cuando incluso la misma ley permite tener droga para consumirla?
Sabemos que el número de muertos al año, por culpa del alcoholismo, es sumamente elevado. En algunos países se trata de miles de muertes al año. En realidad, son muchas las víctimas de “doña cerveza” que no entran en las estadísticas, porque no siempre consta como muerto por alcoholismo el que fallece a consecuencia de enfermedades contraídas por el uso excesivo de cerveza, vino y otras bebidas más peligrosas.
Hasta ahora el número de muertos al año por droga era normalmente bastante inferior a las víctimas del alcohol. En 1995, por ejemplo, se hablaba de unos 3500 muertos por consumo de drogas ilegales en los Estados Unidos, mientras que el número de muertos por culpas del alcohol se calculaba en 200.000. Pero si la droga se convierte en algo legal, el número de muertes por droga se disparará, quizá incluso hasta llegar a niveles superiores a las muertes producidas por el abuso de bebidas alcohólicas.
Cualquier sociedad auténticamente progresista tiene que reaccionar ante la situación que se crea allí donde llega a permitirse tener droga “para uso personal”. Porque los traficantes gozarán de más libertad (aunque nos digan lo contrario), porque aumentará la demanda de droga, porque los consumidores verán más fácil la compra de algo que ya dejó de estar prohibido. Sobre todo, porque muchos adolescentes, nacidos en un mundo hedonista que no les ha enseñado a renunciar al capricho, quedarán “enganchados” mucho más fácilmente por falsos amigos que les llevarán a iniciarse en el macabro mundo de la droga.
La reacción debe ser un mayor cuidado en las escuelas, para que nadie pueda dar dosis a los más pequeños o a los adolescentes. En las casas, para ver si realmente damos a los hijos una educación que les permita ser fuertes ante la nueva marejada de vicio que se acerca. En las parroquias, para que los sacerdotes y catequistas enseñen a los niños y adolescentes a cuidar su salud, a decir no a placeres fáciles que destruyen neuronas y que provocan estados sumamente peligrosos de euforia o de falta de conciencia, en los que puede ocurrir prácticamente todo (violaciones, orgías, crímenes, suicidios, accidentes de tráfico).
La droga legal, digámoslo con franqueza, es droga mortal. Quizá, incluso, es una señal de alarma de que algo en la sociedad está sumamente enfermo.
Los jóvenes merecen mucho más de la clase política y de los educadores. La lucha contra la droga nos afecta a todos. Porque la droga mata, también cuando deja en vida a cadáveres ambulantes carentes de voluntad e incapaces de un trato sano con sus familiares y amigos. Porque la droga legal va contra el drogadicto y su familia. Porque hay que volver a modelos educativos “fuertes” y definidos en los que sepamos descubrir virtudes como la templanza y el autocontrol, para frenar un hedonismo que vacía de principios rectos y esclaviza a placeres asesinos.
Frente a la droga legal podemos dar nuestro sí a la vida sana y llena de las virtudes más genuinas del ser humano: el trabajo, el estudio, la solidaridad, la justicia, el amor. Estamos a tiempo. Quizá incluso para cambiar leyes asesinas, para difundir valores de esperanza, para enseñar que la vida vale tanto que por ella podemos sacrificar cualquier placer efímero: porque así podremos invertirla en amores verdaderos que duran en el tiempo y en lo eterno.
Fuente: Fernando Pascual
El embarazo no deseado es, en la gran mayoría de los casos, la consecuencia de una relación sexual en la que faltaba una actitud de apertura hacia la posible llegada de un hijo.
Cuando la sexualidad se vive al margen de la fecundidad o en contra de la misma, como si ser fecundos fuese una “enfermedad”, la llegada de un embarazo es visto por muchos como un problema, un fracaso, incluso un drama.
La realidad, sin embargo, es mucho más fuerte que los miedos, las ideologías y los prejuicios. En cada embarazo no deseado estamos ante la llegada de una vida humana: un hijo ha empezado a existir, y merece respeto simplemente por existir en cuanto ser humano.
Es cierto que quizá sus dos padres no lo esperaban. O que ella, la madre, lo rechaza. O que es el padre quien no quiere hacerse responsable ni de la mujer ni del hijo (de él y de ella, no hay que olvidarlo), como ocurre en muchísimas ocasiones.
Es cierto también que ese hijo ha empezado a vivir en una situación difícil, porque no lo aman, o porque sus padres no están casados, o porque están casados pero no quieren un nuevo hijo en casa.
Es cierto que hay grupos que se autodeclaran feministas, humanistas o promotores de los derechos humanos que defienden el “aborto gratuito” (nunca es gratuito: o lo paga la mujer o lo paga la sociedad) como “solución” para estos casos.
Pero, ¿es que el crimen de un hijo indefenso puede ser una “solución”? ¿Es que respetamos los derechos humanos cuando pisoteamos el derecho fundamental a la vida? ¿Es que vale menos un hijo antes de nacer que un hijo después de nacer?
El aborto, hay que recordarlo siempre, nunca sirve para “prevenir” embarazos no deseados, pues el embarazo ya ocurrió… Sirve sólo para asesinar a un inocente en el seno de su madre.
El aborto, se llame como se llame (interrupción voluntaria del embarazo, interrupción libre del embarazo, o con otras fórmulas engañosas) nunca podrá ser visto como solución ante un embarazo no deseado. Porque las verdaderas soluciones empiezan cuando la sociedad apoya a las mujeres embarazadas, atiende a la alimentación de sus hijos, tutela el valor irrenunciable de la vida humana de todos, sin discriminaciones.
Un mundo es bueno y justo cuando defiende a los más débiles y necesitados. Cada uno de nosotros pasó cerca de 9 meses en el seno materno. Amados o sin amor, fuimos respetados y pudimos nacer.
Desearíamos para cada hijo todo el amor el mundo. Pero si no hay amor, lo mínimo que podemos ofrecer es un poco de respeto y de justicia hacia ese hijo que ya existe entre nosotros…
Fuente: Fernando Pascual
¿Qué es el embrión? Un jurista puede situarlo en dos categorías que se excluyen mutuamente: es una cosa (un objeto, un bien) o es una persona (un sujeto). Si es una cosa, su valor depende de parámetros establecidos por otros: el parlamento, el mercado, los padres, los científicos. Si es persona, tiene un valor intrínseco, sus derechos merecen ser respetados por encima de la prepotencia o de los abusos de cualquier otro sujeto.
Es cierto que tener derechos no garantiza su ejercicio. Muchos miles de seres humanos están privados del derecho a la salud, al trabajo, a la educación, a la casa. Pero el reconocer que cualquier ser humano tiene los mismos derechos que los demás seres humanos es el primer paso para el esfuerzo individual y colectivo en favor de la tutela y de la promoción de tales derechos.
Los embriones humanos, hoy por hoy, se encuentran sumamente desprotegidos, hasta el punto que en algunos lugares está penalizada la destrucción de huevos de ciertos animales mientras se puede practicar el aborto o destruir embriones sin incurrir en ningún delito.
¿Por qué ocurre esto? Porque algunos estados y modelos sociales han olvidado o negado el estatuto humano del embrión durante las primeras semanas (a veces durante los primeros meses) de su vida en el seno materno o en el laboratorio. Porque el embrión humano ha sido puesto en manos de científicos que pueden producirlos, seleccionarlos, congelarlos, transferirlos, usarlos o destruirlos según criterios que varían mucho entre estado y estado. Porque ha sido abandonado a su suerte en numerosas legislaciones que han legalizado o despenalizado el aborto provocado. Porque el embrión humano ha sido dejado de lado u olvidado en el horizonte de miles de hombres y mujeres de buena voluntad que luchan por los derechos civiles de otros seres humanos, pero que olvidan al más pequeño y más indefenso miembro de nuestra especie.
Frente a visiones insuficientes del derecho, frente a la ausencia de una sana antropología, hace falta una reflexión serena y seria sobre lo que inicia desde que se unen un óvulo y un espermatozoide. ¿Cuál es el resultado de este complejo y magnífico acontecimiento?: es una nueva realidad biológica, es un ser que se autoorganiza en vistas a seguir su desarrollo, es una vida que está en continuo diálogo con el ambiente que lo rodea, es un individuo que avanza poco a poco, si no hay enfermedades u obstáculos, hacia nuevas etapas. En cierto modo, y a su nivel, actúa como actuará apenas nazca, cuando cumpla 2 años, cuando vaya al kinder, cuando inicie las siguientes etapas: como alguien que modifica el ambiente y que es modificado por aquello que lo rodea.
El mundo jurídico necesita acoger los datos de la ciencia y la reflexión antropológica. Aunque es verdad que los datos científicos no pueden decir si algo/alguien sea “sujeto”, sea persona con derechos, también es verdad que la ciencia permite identificar cuándo inicia una nueva vida humana, cuáles son las condiciones para hablar de un ser que existe con una individualidad propia.
De este modo, el derecho podrá reconocer en cada embrión a un “alguien”, a un sujeto que merece ayuda en cuanto sujeto débil, en camino hacia nuevas etapas de desarrollo, con un proyecto orientado a la conquista de la plena realización.
En cierto modo, lo anterior vale para cualquier individuo humano, también para el adulto: tener 40 años no implica “detenerse”, dejar de buscar metas, interrumpir el camino de la vida. Resulta obvio que el modo de actuar de un adulto es distinto del de un embrión. El adulto (si no está afectado por ciertas enfermedades o por otras situaciones sumamente dramáticas) decide, desde el ejercicio de su inteligencia y su voluntad, qué hará para alcanzar su objetivos existenciales. El embrión, en cambio, no tiene la posibilidad actual de realizar actos libres ni de mostrar un pensamiento maduro. Pero ello no significa que su etapa de desarrollo pueda ser catalogada como menos digna de respeto.
Numerosos países del mundo han sabido erradicar, en los últimos dos siglos, la terrible injusticia de la esclavitud, en la que unos eran vistos como subhumanos o, en el mejor de los casos, como seres humanos subordinados y sometidos en casi todo a otros seres humanos, a los que se autodeclaraban “superiores”, “civilizados”, auténticamente hombres. Llega el momento de acometer una reflexión profunda sobre el embrión humano que permita reconocer que todo embrión humano, desde el momento de su concepción, es ya un sujeto tutelar de aquellos derechos básicos que corresponde a cualquier existencia humana, empezando por el derecho a la vida y a la integridad física.
Las Naciones Unidas, la Unión Europea, y cada uno de los estados, pueden dar un paso decisivo en este sentido. De este modo, el aborto, la producción de embriones en laboratorio, su destrucción en experimentos abusivos, serán vistas como tratamientos injustos y discriminatorios. Algo que será posible cuando no sólo se reconozca el estatuto de sujeto jurídico que merece el embrión humano sino, sobre todo, cuando toda la sociedad se comprometa a una acción positiva en favor de la tutela de su vida, de su salud, en el primer ambiente natural que le sabrá acoger de la mejor manera posible: el seno de la propia madre.
Fuente: Fernando Pascual