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Categoría: Bioética

Derechos del enfermo terminal
Derechos del enfermo terminal

La ley puede otorgar ciertos derechos. Pero hay derechos que existen por encima de la ley.

El derecho a ser curado, a ser atendido como enfermo, es anterior a cualquier ley. Como también es derecho del enfermo el decidir si seguir o no seguir un tratamiento concreto si tiene motivos válidos para pedir una cosa u otra.

Por eso, una ley sobre la suspensión de tratamientos debería limitarse a garantizar el derecho del enfermo a dar su “sí” o su “no” a ciertas intervenciones médicas que, a juicio del enfermo, puedan ser vistas como muy dolorosas o excesivamente pesadas para su situación concreta.

En cambio, una ley sobre un tema tan delicado no debería convertirse en un método sutil para introducir dos delitos: la eutanasia y la asistencia al suicidio.

La eutanasia es siempre un homicidio, porque consiste en producir la muerte de un enfermo. Ningún estado debe permitir que una persona tenga permiso para eliminar a otro, aunque sea un “enfermo terminal”.

Igualmente, el suicidio asistido es también un delito, incluso en algunos casos un homicidio. Será un delito grave, colaboración en un suicidio, si el que “asiste” se limita a dar medicinas u otras ayudas para que el suicida pueda realizar su deseo. Será homicidio si el que “asiste” acaba con la vida de quien desea suicidarse.

El que una persona, sana o enferma, pida a otro que termine con su vida, no otorga ninguna excepción a la regla universal: nadie tiene derecho a eliminar la vida de otro ser humano.

Hemos de garantizar al máximo todos los derechos de cualquier persona que sufra una enfermedad, especialmente si se trata de una enfermedad terminal. Tal persona merece ser atendida en su dolor, merece recibir aquellos tratamientos que ella considere adecuados. Tiene, además, el derecho a decir “no” a una acción médica que sea vista como sumamente dolorosa y que ofrezca muy pocas esperanzas de mejorías.

El enfermo, por lo tanto, tiene derecho a renunciar a aquellos tratamientos que ya no le devolverán la salud y que le resulten sumamente pesados. En ese caso, deberá recibir las atenciones mínimas que merece como ser humano: tratamiento del dolor, alimentación, hidratación. Deberá recibir, sobre todo, cariño y acompañamiento humano, que son las necesidades más profundas que experimenta como persona y como enfermo que camina, lentamente, hacia el final de su existencia terrena.

Fuente: Fernando Pascual

Investigación científica y ética
Investigación científica y ética

Noticias recientes sobre engaños y actuaciones incorrectas de algunos científicos nos permiten lanzar la pregunta: ¿existen límites éticos que el científico no puede traspasar?

Hay quienes piensan que hablar de “límites éticos” de la ciencia es algo así como caer en formas de censura que no permitan al científico desarrollar todas sus intuiciones. Pero si la ciencia es una actividad humana, que toca a los demás, que beneficia (o perjudica) a otros, que conlleva grandes cantidades de dinero y que puede servir para detener enfermedades o para provocarlas, está claro que debemos poner muros firmes y seguros para que no se dañen a seres inocentes o “culpables” (no nos parece justo que se realicen experimentos sobre criminales o prisioneros, cosa que por desgracia se ha hecho en algunos momentos de la historia).

¿Cuáles son los límites mínimos que podemos pedir al científico en su trabajo de investigación? Podemos aplicar un esquema sencillo: límites en los fines u objetivos, en los medios, en los resultados y en los costos económicos y sociales.

Límites en los fines: está claro que una investigación que tenga como objetivo destruir vidas humanas debe quedar totalmente fuera de nuestro horizonte. Por desgracia es algo que se hizo en la Alemania nazi, donde se veían qué gases y qué métodos eran más adecuados para los asesinatos de masa. Y es algo que se sigue realizando cuando se buscan maneras más o menos refinadas para el aborto, el infanticidio, la eliminación de ancianos o de personas enfermas, la construcción de “eficaces” armas de exterminio, etc.

Límites en los medios: una vieja sentencia ética afirma que un fin bueno no puede justificar un medio malo. Curar a una persona que tiene graves problemas de riñones no puede permitir el que se elimine a un enfermo más o menos grave que puede convertirse, así, en donante anónimo de un riñón que hará feliz a otro… Descubrir una vacuna contra el SIDA a costa de recurrir a voluntarios “forzados” que se verán seguramente contagiados por el terrible virus no puede ser lícito, aunque se pueda curar, luego, a miles de enfermos necesitados. Nunca la muerte de un inocente quedará justificada con el posible beneficio de otras personas (aunque sean miles o millones los beneficiados).

Límites en los resultados y en los costos económicos y sociales: cada acto que realizamos implica un pequeño cambio en el planeta. Si existe un riesgo alto por difundir en la especie humana un virus peligroso, el científico sabe que no puede poner en marcha procesos experimentales que podrían escapársele de las manos. Si la búsqueda de una nueva vacuna para pocos implica gastos enormes del presupuesto de un estado que no ha garantizado todavía el acceso al agua potable de miles o millones de sus ciudadanos, es obvio que tal investigación quedará aplazada hasta que se cubran antes necesidades más urgentes. Esto no significa, desde luego, que haya que cerrar los grifos de la financiación a los científicos y dejarles sin ayuda. Lo que sí está claro es que antes que mejorar las técnicas de cirugía estética habría que seguir invirtiendo más y más fondos en la eliminación del cáncer o en asegurar a las mujeres un embarazo sin peligros para la salud del niño y de la madre.

Pero todos estos límites no deben quitar nunca al científico su libertad más profunda: la del buscador de la verdad y del bien. Todo científico tiene, por esencia, vocación a abrir nuevas fronteras para el bien de la humanidad. A pesar de las críticas que todavía se alzan en muchas partes, hay que reconocer que gracias a importantes mejoras en la producción agrícola hoy comen millones de personas que, quizás, se encontrarían sumergidas en el hambre o la desesperación. Y esas mejoras las lograron científicos que, con responsabilidad y con amor, supieron dedicar sus vidas y su mente a descubrimientos que hoy son patrimonio de la humanidad.

A la ciencia hay que darle su lugar, sin que se vea pisoteada por políticos que sólo quieren el aplauso inmediato ni por ideólogos que tal vez se asustan ante la posibilidad de que alguien ayude al trigo a dar más granos con menos desgaste de la tierra. Pero esto no significa permitirle al científico que se considere a sí mismo como si fuese una especie de divinidad que dicte lo que sea bueno y lo que sea malo, que decida quién debe vivir y quién debe morir… En esto, como en todo, hay que seguir dando a la ciencia lo que es de la ciencia, y a la sociedad y a cada conciencia ética lo que les pertenece, especialmente a la hora de juzgar lo que es el bien y lo que es el mal en el mundo de los laboratorios.

Fuente: Fernando Pascual

El placer y la ética
El placer y la ética

Según grandes pensadores del mundo antiguo y del mundo moderno, el placer sería el fin de la vida ética. Es decir, vivir bien consistiría en disfrutar lo más posible, en evitar dolores inútiles, en sacarle a la existencia todo su jugo de gustos y de satisfacciones, de éxitos y de alegrías.

La doctrina filosófica que defiende estas tesis recibe el nombre de hedonismo. Ya en el mundo griego hubo hedonistas famosos. Entre ellos destaca Epicuro (siglos IV-III a.C.). Para Epicuro, la filosofía tiene que ayudarnos a ser felices, es decir, a disfrutar al máximo y con una buena dosis de buen gusto.

Es interesante notar que para Epicuro y su escuela no todo placer es “bueno”, pues hay placeres que nos producen grandes dolores. Pensemos, por ejemplo, en un festín que nos ha costado mucho dinero y que luego nos causa dolores de estómago y discusiones en la familia. Por eso Epicuro decía que lo mejor sería buscar placeres “tranquilos” y “naturales”, que no causen problemas ni provoquen enfermedades. Es mejor un placer sencillo y asequible, como un vaso de agua fría en una tarde de verano, que no una botella de tequila costosa y no siempre saludable.

Pero la teoría de Epicuro se ha encontrado siempre con un gran problema: ¿qué hacer cuando el deseo nos pide placeres intensos y peligrosos? Epicuro diría que hay que aguantarse para orientar nuestro deseo hacia placeres futuros y más sencillos. Pero si uno no sabe si vivirá mañana… Por eso el epicureísmo fue muy criticado, especialmente porque el dinamismo del placer lleva consigo el ir más allá del orden, incluso más allá del respeto a los demás y a uno mismo.

Platón (siglos V-IV a.C.) ya se había dado cuenta de este problema antes de Epicuro, e hizo un análisis muy interesante del dinamismo del placer. En uno de sus diálogos, el Gorgias, Platón explicaba cómo hay quienes buscan el placer como si fuesen toneles agujereados. Quien vive de este modo piensa que la felicidad consiste en llenar y satisfacer continuamente su deseo, y si el deseo es insaciable porque el alma o el “tonel” se vacía, habría que buscar nuevas experiencias, gustos y caprichos de modo indefinido. ¿Puede ser feliz alguien así, se preguntaba Platón? ¿Y qué pasa cuando se acaba el dinero o llega una enfermedad?

El hedonismo antiguo tuvo un cierto éxito, pero sufrió un duro golpe con las ideas de Platón y de Aristóteles. En el mundo moderno, sin embargo, el hedonismo ha resurgido con fuerza. En especial a partir del siglo XVII y del movimiento de los libertinos en Europa.

Uno de los filósofos que más ha promovido el hedonismo fue el inglés Jeremy Bentham (1748-1832). Para Bentham, el hombre está determinado por el principio de utilidad, que nos dice que todo lo que hacemos es para conseguir un placer o para evitar un dolor. Esta teoría ha recibido el nombre de utilitarismo, y fue defendida por John Stuart Mill (1806-1873) y, en la actualidad, por el filósofo australiano Peter Singer (nacido en 1946).

Algunas teorías del siglo XX han llevado a la difusión del hedonismo. Por un lado, la propuesta psicológica de Sigmund Freud (1856-1939) dio una enorme importancia al instinto sexual o libido como fuente de las principales actividades del hombre, en una búsqueda continua por satisfacerse al máximo. Por otra, una serie de intelectuales promovieron la “revolución sexual”, es decir, una cultura en la que el placer sexual fuese visto como un fin en sí mismo, sin tener que depender de la familia o de la procreación. Entre los principales promotores ideológicos de la revolución sexual podemos mencionar a Wilhelm Reich (1897-1957) y a Herbert Marcuse (1898-1979).

Al mismo tiempo, durante la segunda mitad del siglo XX se alcanzó un alto nivel de bienestar en los países más desarrollados. Esto ha facilitado un estilo de vida más lleno de objetos, de facilidades, incluso de caprichos. La difusión de las técnicas anticonceptivas permitieron que el sexo fuese cada vez menos “peligroso”, es decir, más liberado de las responsabilidades ante la concepción de futuros hijos. El aborto, por su parte, se difundió como solución a embarazos no deseados y como medio para que ningún hijo “estropease” los deseos y proyectos de los adultos.

El resultado de estos fenómenos son manifiestos: millones de adolescentes, jóvenes y adultos orientan todas sus opciones a la búsqueda de lo placentero y de lo fácil. Rehúyen, además, de aquellos compromisos o modos de vivir que impliquen sacrificios o renuncia. Muchos de ellos viven de un modo egocéntrico, con un deseo desenfrenado de satisfacer los propios caprichos. El uso de la sexualidad como fuente de placeres sin responsabilidades, de la droga, del alcohol, de los instrumentos y juegos tecnológicos, son sólo expresión de una cultura hedonista.

A pesar de que parece que el hedonismo sea una mentalidad en auge, hay algo en el interior de cada ser humano que nos deja inquietos y nos invita a otros horizontes. Si millones de personas viven obsesionadas por la conquista de sus gustos, otros millones de personas trabajan y luchan cada día para cuidar a sus hijos o a sus padres, para promover la justicia social y el respeto de los más débiles, para ayudar a las mujeres a no abortar, para sostener a las familias pobres en su esfuerzo por salir de la miseria y conquistar condiciones de vida más dignas.

Entonces, ¿cómo superar la mentalidad hedonista? ¿Qué hacer para no llegar a ser prisioneros del placer? El hedonismo pierde toda su fuerza cuando dejamos al amor triunfar dentro de nosotros mismos. Si el hedonismo nos hace egocéntricos y nos esclaviza a lo inmediato, el amor nos lleva a poner, como fulcro de nuestra atención, al otro, al bien de aquellos seres a los que queremos sinceramente, a los que deseamos una realización plena.

Sólo entonces nos daremos cuenta de que el no hedonista es realmente feliz. O, en otras palabras, que el renunciar a la búsqueda de placeres egoístas nos abre las puertas a dimensiones superiores y más profundas, que llegan a producir una felicidad que no dependen del simple juego de satisfacción/insatisfacción que es propio de una vida de sentidos Nos lleva a vivir según nuestra espiritualidad, que es lo más propio del hombre y, por lo mismo, lo que produce una felicidad más rica, más estable, más profunda, más plena. Cada “no” al placer inmediato será “satisfactorio” si está acompañado de un “sí” a valores altruistas.

Vivir según el hedonismo es avanzar hacia lo más fácil y lo más bajo que existe en el ser humano. Tenemos, sin embargo, un corazón y una razón que nos piden otro estilo de vida. Más generoso y menos egoísta, más solidario y menos injusto, más fiel y menos caprichoso. Un estilo de vida que, en el fondo, ha sido capaz de promover el mucho bien que nos rodea y que quisiéramos fuese asequible a todos. Un estilo de vida que exige sacrificios para conquistar metas nobles y buenas, y que produce una satisfacción mucho más honda de la que nos pueda dar el vivir sólo según el capricho del momento…

Fuente: Fernando Pascual

Aborto y pobreza
Aborto y pobreza

Algunos piensan que el fenómeno del aborto está relacionado con la pobreza en la que viven tantísimos seres humanos. Nos dicen, mirando especialmente a América Latina, que millones de familias sufren por culpa de crisis económicas y desequilibrios sociales, marginadas por un sistema que genera injusticias y mantiene en la indigencia a pueblos enteros.

En esas condiciones socioeconómicas, miles de mujeres abortan a sus hijos. Muchísimas veces, nos repiten, en casas o centros carentes de higiene, sin ninguna “seguridad”, con grave peligro para la vida de esas madres.

Por lo mismo, no faltan quienes proponen que se pueda garantizar, al menos por ahora, una asistencia sanitaria adecuada para que estas mujeres puedan tener “abortos seguros”. Más aún, algunos ejercen una fuerte presión para que se despenalice o legalice el aborto en aquellos países latinoamericanos que todavía consideran el aborto como un delito.

Hay que decir, sin embargo, que estos análisis están llenos de errores, y que la “solución” que proponen es completamente injusta y engañosa.

En primer lugar, porque es falsa la ecuación “pobreza = aborto”. Basta con mirar las tristes estadísticas de aborto en el mundo para reconocer que millones de mujeres de los países más desarrollados eliminan a sus hijos antes de nacer. El aborto, por lo tanto, toca a todos: ricos y pobres, personas instruidas y personas sin titulación escolar, adolescentes, jóvenes y mujeres ya adultas, casadas y solteras.

En segundo lugar, porque la verdadera causa del aborto no es la situación económica en la que uno viva, sino la carencia de amor y de principios éticos. Millones de mujeres pobres de todo el mundo que inician el embarazo tienen una gran capacidad de amar y una clara rectitud moral. Gracias a sus principios hacen todo lo posible para proteger y cuidar al hijo antes de nacer, y para darle todo lo que esté a su alcance (a veces muy poco, por culpa de la indiferencia de los más ricos y potentes del planeta) para alimentarlo y cuidarlo una vez nacido.

A la vez, por desgracia, millones de mujeres con un alto nivel de instrucción, incluso con títulos universitarios, con facilidad de acceso a una excelente atención médica, con dinero suficiente para mirar con seguridad hacia el futuro, abortan. Lo hacen porque el amor está herido, porque la esperanza flaquea, porque la vida del hijo es vista no como un don, sino como un obstáculo a otros proyectos o intereses. Como si la vida de un ser humano estuviese sometida a los deseos de otros, como si el hecho de que el hijo aún no haya nacido fuese una especie de licencia para asesinarlo en el seno de su misma madre.

En tercer lugar, es absurdo considerar envidiables a las mujeres de algunos países por tener acceso a un “aborto seguro”, y ver el aborto clandestino o “inseguro” como una injusticia que padecerían las mujeres pobres. Un delito no deja de ser delito si el delincuente lo comete en condiciones de mayor seguridad para su vida física. Terminar con la vida de un hijo es siempre un delito, aunque algunas leyes lo presenten como un “derecho”, aunque se haga en hospitales con excelente instrumental médico y con un alto nivel de higiene. Terminar con la vida de un hijo, en una barraca o en una clínica situada en un barrio de ricos, será siempre una de las mayores desgracias que pueda ocurrir en la vida de una madre.

Frente al fenómeno del aborto no cabe más que una actitud firme y clara a favor de las madres y de sus hijos. La mejor ayuda que podemos ofrecer a las mujeres pobres no es permitirles, mediante leyes o mediante “ayudas” internacionales, un “aborto seguro”, sino un embarazo seguro. No hay verdadero progreso ni verdadera justicia allí donde a las mujeres pueda resultarles más fácil abortar que tener y cuidar dignamente a sus hijos.

Igualmente, hay que promover aquellos principios y valores que tanto sirven para el verdadero crecimiento ético de los pueblos. Donde haya familias sanas y estables, donde haya padres y madres abiertos a la vida, donde haya una actitud profunda de amor y de esperanza ante la llegada del nuevo hijo, no podrá existir el aborto. Esto vale para todos: para los ricos y para los pobres.

En justicia hemos de reconocer, a pesar de la ceguera y de la manipulación de algunos, que millones de mujeres pobres son mucho más “desarrolladas” y humanamente dignas que millones de mujeres de los países ricos que viven un auténtico “subdesarrollo” ético. Porque las primeras saben que lo más hermoso y grande que pueden hacer es amar a sus hijos, aunque no puedan darles todo lo que desearían. Porque las segundas, pudiendo hacer tanto por sus hijos, a veces prefieren los propios proyectos personales que ese mínimo gesto de amor y justicia con el que están llamadas a acoger a cada uno de sus hijos.

El aborto no es un problema ligado a la pobreza, sino al nivel ético de los pueblos. En la medida en que un pueblo sea promotor del amor, de la justicia y de la vida, el número de abortos disminuirá drásticamente. Porque habrá en el mundo muchas más mujeres con ese rostro infinitamente bello que tienen las madres cuando abrazan con cariño a cada uno de sus hijos más pequeños.

Fuente: Fernando Pascual

En defensa del más débil
En defensa del más débil

Una señal de progreso de un pueblo es el esfuerzo por superar las discriminaciones, las violencias y las injusticias hacia los miembros más débiles de la sociedad.

La historia nos muestra que tal progreso no ha sido nunca fácil, que se han dado avances y retrocesos. Millones de seres humanos han sido perseguidos o maltratados de mil maneras, simplemente por ser diferentes, pero, sobre todo, por tener una capacidad reducida de defensa, por ser débiles.

La lista del recuerdo podría ser inmensa. Pensemos en los vencidos después de una batalla: muchas veces quedaban expuestos a todo tipo de violencia por parte de los vencedores. O pensemos en las mujeres en tantos pueblos y culturas, tratadas como ciudadanos de segunda clase, sometidas a infinidad de ultrajes, excluidas de las grandes decisiones de los pueblos, tratadas a veces como esclavas. O en muchos niños, golpeados, mutilados, esclavizados, explotados. O en los esclavos o las personas de una raza o religión diversa, menos “fuerte” que la raza o religión dominante.

No son cosas que pertenecen al pasado. También hoy se producen casos de masacres de prisioneros o enemigos. También hoy algunos hombres golpean y maltratan a las mujeres. También hoy millones de niños se ven reducidos a condiciones de esclavitud en lugares donde se fabrican, a muy bajo precio, juguetes, aparatos electrónicos o tapices. También hoy los miembros de algunas religiones sufren persecución en diversos países del mundo.

Frente a tanta prepotencia, el esfuerzo por defender a los débiles tiene que mantenerse siempre alerta. Ha habido conquistas importantes. Se han reconocido en muchos estados del mundo los derechos de la mujer. Se han establecido normas para evitar el abuso de los niños y su explotación en las fábricas o en el campo. Existen convenciones internacionales para defender a los prisioneros de guerra y condenar el uso de aquellas armas que pongan en grave peligro la vida de los civiles. El racismo es atacado por grupos que buscan un mundo en el que nadie sea excluido por el color de su piel, y lo mismo ocurre respecto de la intolerancia hacia los miembros de algunas religiones.

El esfuerzo por defender a los débiles debe también encontrar maneras para superar nuevas injusticias del mundo moderno. Pensemos, por ejemplo, en el aborto. Cada ser humano hemos vivido una etapa de nuestra existencia como embriones y como fetos. Era un momento de máxima debilidad, de total abandono en el cariño y en el cuerpo acogedor de nuestras madres.

Sin embargo, en muchos países del mundo se ha desarrollado una nueva cultura de la prepotencia en la que se permite la eliminación de esos individuos no nacidos, incluso como si se tratase de un “derecho” de la mujer.

No existe ningún “derecho a la prepotencia”. Si en la antigüedad un general vencedor se atribuía el “derecho” de violar o no a las mujeres del pueblo derrotado, hoy sabemos que ninguna situación de “poder” avala la existencia de “derechos” que no son sino injusticias revestidas de apariencias de legalidad.

Lo mismo vale para el aborto: el hecho de que existan médicos e instrumentos muy perfeccionados en el arte de destruir vidas humanas no nacidas, no permite considerar el aborto como algo aceptable, ni siquiera cuando lo pide una mujer o cuando (cosa que ocurre no pocas veces) cuando otros “fuertes” presionan a la mujer para que se libre cuanto antes de un niño que podría exigir la responsabilidad de un padre muy poco responsable, muy cobarde y, la mayoría de las veces, demasiado prepotente.

En este campo, como en tantos otros, podemos romper la mentalidad abortista desde la perspectiva de la justicia y del progreso. Pensemos, por ejemplo, en las protestas recientes ante los abortos que buscan eliminar a los fetos femeninos. ¿No es una injusticia contra las mujeres el eliminar, a veces casi de modo sistemático, al no nacido si se trata de una mujer?

Pero resulta igualmente extraño empezar a defender a los embriones y fetos femeninos, y no proteger a los masculinos. Hacer lo primero sin hacer lo segundo sería como considerar privilegiados a unos fetos (los femeninos), y despreciables o menos importantes a otros (los masculinos). Es decir, sería como dar mayor fuerza al derecho a la vida según una discriminación sexual que ningún pueblo auténticamente justo debería tolerar.

Algunos, sin embargo, dicen que está mal el aborto en función del sexo del hijo, pero no lo estaría si simplemente se quiere eliminar al feto sin más (independientemente de si es de un sexo o de otro). Esto, sin embargo, va también contra el principio de defensa de los débiles. ¿Es que vale menos una vida humana cuando no tiene ninguna adjetivación, cuando no sabemos si es sana o enferma, si es chico o chica, y vale más cuando ya conocemos su sexo u otras características que pueden interesar a sus padres o a la sociedad?

Esto podemos aplicarlo a las numerosas enfermedades que se descubren en los embriones y fetos antes de nacer, gracias al diagnóstico prenatal. ¿Por qué sólo se ofrece la oportunidad de nacer a los sanos, y se elimina, en un clima de indiferencia bastante generalizado, a los enfermos? ¿Será que aceptamos el criterio de que el más fuerte y mejor dotado, el sano, vale más, merece vivir, y el enfermo vale menos y puede ser destruido, incluso con el apoyo de “leyes” establecidas por un parlamento?

Nos horrorizamos cuando se aplican tales discriminaciones para con los adultos. Pero, ¿es que valen menos los fetos que los adultos? ¿No se trata siempre de “vidas humanas”? El esfuerzo de miles de voluntarios que trabajan cada día con los enfermos y los minusválidos nos dice que también el ser humano que sufre merece nuestro amor y puede darnos mucho más de lo que imaginamos.

La defensa de los más débiles es una tarea inacabada e inacabable. Cada generación debe confrontarse con los valores y antivalores de las generaciones precedentes para encontrar caminos en los que podamos avanzar hacia la defensa de los derechos de todos, también de los más débiles. También de quien vive en el seno de su madre o se encuentra indefenso en un laboratorio de fecundación artificial.

Defender esas vidas débiles, necesitadas de protección, será lo mínimo que podamos hacer para que el mundo siga adelante en la conquista de los derechos de todos, sin discriminaciones ni arbitrariedades promovidas por quienes tienen ahora poder, técnica y dinero. Su prepotencia no es algo eterno: también los poderosos algún día dependerán completamente de la ayuda de otros. Conviene recordarlo para que algún día no se conviertan en víctimas de leyes injustas promovidas por ellos mismos precisamente cuando sentían estar en el ápice de sus energías… Leyes injustas que, esperamos, encontrarán la heroica oposición de quienes creen en el amor y la justicia por encima de lo que digan algunas leyes que nunca deberían haber existido. Leyes que podemos cambiar ahora, con el uso de aquellos instrumentos de participación desde los que podemos construir un mundo capaz de acoger a todos, también a los más débiles.

Fuente: Fernando Pascual

A propósito del aborto
A propósito del aborto

Sobre el aborto provocado a veces se toman posiciones tan radicales que, al final, algunos prefieren dejar el tema de lado. Conviene, sin embargo, buscar caminos para una discusión serena sobre este problema, porque en cada aborto muere un poco una madre y deja de nacer un hijo, y la cosa tiene su importancia…

No todos defienden el aborto de la misma manera. Unos querrían permitirlo sólo en algunos casos especiales (violación, peligro de la vida de la madre). Otros (seguramente pocos) defienden el aborto totalmente libre y gratuito para cualquier mujer y en cualquier momento, sin que ningún hombre (esposo, amante, familiar) pueda oponerse al derecho absoluto de la mujer sobre su cuerpo y sobre lo que pueda originarse dentro de ella. Hay que reconocer que algunos de los defensores del aborto del primer grupo se autodeclaran antiabortistas, en el sentido de que no quieren un aborto tan libre como el que defienden los del segundo grupo. De todos modos, el hecho de que admitan el aborto en algunos casos los sitúa en el grupo de los que defienden el aborto, si bien de modo restringido.

En el grupo de los que van contra todo tipo de aborto provocado hay una gran unidad en el rechazo del aborto, pero no la hay a la hora de ofrecer los motivos de su postura. Unos dicen que van contra el aborto porque la vida es sagrada desde su concepción. Otros afirman que no sabemos si la vida es o no sagrada, pero en cuanto vida humana merece el respeto y la protección que podamos ofrecer todos, tanto la familia como la sociedad. Otros simplemente respetan cualquier vida biológica (desde las plantas hasta los animales) y creen que la vida del embrión humano, por más pequeña que sea, también es digna de respeto.

Aunque las posiciones sean muy distintas entre unos y otros, podemos encontrar un punto que une normalmente a los dos bandos (abortistas y no abortistas). Todos están convencidos de que nadie tiene el derecho a eliminar ninguna vida humana inocente. En las discusiones sobre el aborto tendríamos que reconocer este aspecto que nos une para evitar dar vueltas sobre el aire. Casi ningún abortista admitiría que al pedir la legalización del aborto pide una excepción a esta regla universal.

Entonces, ¿dónde radica la diferencia de los dos grupos? En que algunos piensan que abortar no significa matar a ningún ser humano inocente, mientras que otros sí creen que en cada aborto se comete un homicidio. Para resolver este problema, deberíamos escuchar lo que nos dice la biología. ¿Cuándo un ser humano empieza a vivir como ser humano?

Los datos son claros: en las especies que recurren a la reproducción sexual, la vida de un nuevo individuo comienza en el momento de la fecundación. Antes de la misma tenemos ante nosotros dos células especializadas, una masculina y otra femenina. Son células que existen preparadas para la unión con la célula opuesta. Cuando se junta una célula reproductiva masculina con su compañera femenina (en el caso del hombre, un óvulo con un espermatozoide), se produce una mezcla de información genética que da lugar a un nuevo individuo. Inicia una nueva vida.

Hay que reconocer también, como nos dice la biología, que en los primeros momentos de existencia una vida humana puede provocar el inicio de otro (y entonces se producen gemelos o trillizos). Esto, sin embargo, no elimina el dato inicial: empezamos a ser hombres con la fecundación. Todo lo que ocurre después sigue un desarrollo que estaba en parte “fijado” (sobre todo gracias al ADN) en el momento inicial, y en parte depende de la cantidad de aventuras y de encuentros que ocurren al ponernos en contacto con todo lo que nos rodea (desde la concepción hasta el momento en el que nos despedimos de la vida terrena).

Este sencillo razonamiento de la biología debería ser lo suficientemente claro para llevarnos a reconocer que en cada aborto es eliminado un ser humano. Es decir, se comete un homicidio. Muchos abortistas, sin embargo, no aceptan esta conclusión, pues suponen que existen seres humanos “menos humanos” que los demás. Por ejemplo, el embrión hasta el día 14, o hasta el primer mes, o hasta las primeras 12 semanas, no sería plenamente hombre. Si hay algunos que son “menos hombres”, otros serían “más hombres” (porque han crecido más, porque empiezan a tener cerebrito, porque son “viables”, o porque ya les late el corazón). De este modo, se establecen discriminaciones según las cuales unos (los que cumplen ciertas características) pueden ser protegidos, mientras que otros no.

Hay otros defensores del aborto que reconocen que el embrión y el feto son seres humanos. Pero añaden enseguida que estos individuos se encuentran en desarrollo hasta antes de nacer, y así serían menos importantes que un ser humano ya nacido. Para completar este “pero”, deberíamos recordar que estamos en estado de desarrollo hasta los 17-20 años, y entonces ese “pero” puede ser peligroso para los que no han llegado a la edad (no muy precisa) de la plena madurez humana. Además, después de llegar a la plenitud, empezamos todos un proceso de degeneración o decadencia que llevaría a admitir nuevos “peros” sobre las personas que ya están más allá de la frontera de los “perfectos”…

Admitamos la hipótesis según la cual todo ser humano, desde su concepción hasta su muerte, goza de igual dignidad y merece ser respetado. Incluso en este presupuesto, algunos abortistas podrán decir que existen casos en los que el embrión o feto atenta contra los derechos, la libertad o la salud de la madre. En esos casos, nos dicen, debería ser lícito el aborto como medio para solucionar un “conflicto de intereses” o de derechos. También este argumento parece débil. Es propio de una sociedad progresista y civilizada el resolver los conflictos en el máximo respeto de cada uno de los “contrincantes”. Si un hijo es visto como un problema, si no es amado, es cierto que nadie puede obligar a amar a unos padres, a una madre. Pero lo mínimo que se exige a cualquier persona es que intente proteger el bien de quien pide sólo un poco de paciencia y un mucho de ayuda para poder continuar una vida que ya existe y que no podemos eliminar sin cometer una grave injusticia.

El debate sobre el aborto no debe dejar de lado verdades que nos ofrece el mundo de la ciencia y del derecho. Pero debe integrar, y quizá esto sea lo más importante, esos sentimientos que nacen en casi todas las mujeres que perciben cómo algo nuevo inicia en su seno. Aunque sea adolescente, aunque no esté casada, el instinto materno sabe que lo que “allí” se mueve no es un objeto, sino un hijo. No podemos olvidar esta verdad sin cometer una grave injusticia hacia tantas mujeres que lloran porque se les hizo fácil un aborto que, en el fondo de su corazón, no querían.

Tal vez desde esa experiencia de quien abortó y gime por haber perdido a ese hijo que empezaba a vivir podamos construir un debate sobre el aborto que nos lleve, con serenidad y con justicia, a promover una cultura del amor, de la acogida y del respeto. Una cultura que defienda el lugar de todos, aunque algunos ocupen solamente un poco de espacio en el útero de una mujer necesitada de apoyo y de esperanza.

Fuente: Fernando Pascual

Ante el enfermo terminal
Ante el enfermo terminal

Los progresos en medicina han cambiado la vida de muchas personas. Son notables los avances técnicos de los últimos 100 años. Gracias a descubrimientos y a aparatos altamente sofisticados, muchas enfermedades antes incurables pueden ser vencidas o, al menos, pueden evitarse muertes prematuras.

Junto al desarrollo técnico, la ética ha tenido que ofrecer sus reflexiones sobre los valores y los principios que deben acompañar el ejercicio de la medicina.

Existen, sin embargo, situaciones en las que no resulta claro hasta dónde debería llegar la intervención médica, o cuál debería ser la mejor manera de tratar a un enfermo. De manera especial, cuando el equipo médico no puede curar a una persona, cuando constata cómo la enfermedad avanza inexorablemente, surgen no pocas veces dudas sobre hasta dónde es lícito actuar, y cuándo habría que suspender terapias ineficaces, costosas o dañinas para el mismo enfermo al que se pretende ayudar.

No es fácil ofrecer criterios generales para las distintas situaciones por las que atraviesan los enfermos terminales. Vamos a limitarnos a recorrer algunos principios que son en parte el resultado de la reflexión ética elaborada recientemente.

El primer criterio nos dice: cada enfermo conserva siempre su dignidad, y goza de una vida que le permite seguir entre nosotros. Por lo mismo, merece el máximo respeto y las mejores atenciones médicas, psicológicas, afectivas.

Imaginemos un enfermo que sufre mucho, que depende de complicados aparatos, que necesita la ayuda de calmantes que lo privan de la plena conciencia, que debe recibir frecuentes transfusiones de sangre. Este enfermo no puede ser visto simplemente como “una cama ocupada” o como un “gasto excesivo” para el hospital. Debemos recordar siempre que estamos ante un ser humano, un ser humano que merece el mismo respeto y amor de todos. Considerar que su vida vale menos porque no es productiva, o porque no puede realizar muchas actividades humanas, o porque depende de la ayuda de la ciencia médica y de tecnologías más o menos costosas, es caer en una mentalidad discriminatoria que ha provocado injusticias sumamente graves a lo largo de la historia humana.

El segundo criterio depende en parte del anterior: el enfermo ha de ser informado de su estado de salud y de las alternativas que la moderna medicina ofrece para atender la última etapa de su vida. Esta información debería incluir aquellas terapias experimentales que tal vez serían capaces de lograr un importante beneficio terapéutico. A partir de la información recibida, el enfermo debe ser escuchado y comprendido en sus deseos y aspiraciones, incluso cuando rechaza algún tratamiento que puede ser visto como excesivamente doloroso. Sin embargo, cuando el enfermo pide al equipo médico que realice algún acto que vaya contra la moral médica (como, por ejemplo, un suicidio asistido o un acto de eutanasia), tal petición no debe ser atendida, en cuanto contraria a la deontología médica y al respeto debido al mismo enfermo (necesitado, en esas ocasiones, de una especial ayuda espiritual y psicológica).

Son muchos los casos, especialmente cuando se pierde completamente la conciencia, en los que el enfermo no podrá manifestar su parecer. En tales casos, toca a los familiares el determinar con los médicos el mejor tratamiento a ofrecer, siempre en vistas a lograr buenos resultados según el estado general del enfermo y los progresos actuales de la medicina.

El tercer criterio nos recuerda la obligación moral de omitir aquellos actos técnicos que llevan a prolongar la agonía innecesariamente o a aumentar los dolores del enfermo sin ningún beneficio para su salud. Es decir, hay que evitar cualquier tipo de “ensañamiento terapéutico”.

¿Cómo saber si este acto médico es excesivo, es ensañamiento? A través de la constatación de dos aspectos: primeramente, por su ineficacia (no produce la curación o no conduce a una mejora sustancial); en segundo lugar, por producir graves dolores para el paciente.

El cuarto criterio nos dice que deben ser aplicados en favor del enfermo todos aquellos tratamientos que puedan aliviar su dolor y hacer más llevadero el decurso de su enfermedad en la etapa final. Tales tratamientos necesitan ser valorados atentamente en función de los beneficios concretos que se espera produzcan en el enfermo terminal. En concreto, respecto a cualquier posible tratamiento, habría que considerar:

-De qué tipo de acto terapéutico se trata: uso de un calmante, de una operación quirúrgica…

-El grado de dificultad y riesgos que conlleva.

-Los gastos que supone (para el enfermo, para la familia, para la sociedad).

-Las posibilidades de su aplicación en esta situación concreta.

-El resultado esperado según las condiciones del enfermo, su estado de ánimo, sus fuerzas físicas, etc.

Junto a los tratamientos orientados a la curación y a la paliación del dolor (a través del uso de analgésicos y calmantes), existen una serie de atenciones que deben ser ofrecidas siempre, como son la nutrición/hidratación, la atención del dolor y la higiene física. Omitir estos tratamientos implica abandonar al enfermo a su suerte y provocarle, por omisión, la muerte. Es decir: cometer un homicidio, hacer un acto de eutanasia.

Otra obligación del personal médico consiste en la prevención y tratamiento de eventuales llagas que pueden formarse si se está demasiado tiempo en la cama, etc.

En cambio, merece una valoración distinta, según cada caso, el uso de medios más complejos, como la diálisis, las transfusiones de sangre, la ventilación mecánica, el recurso a un pulmón artificial, etc.

Respecto al tratamiento del dolor, conviene recordar que el enfermo puede decidir, si es consciente, la renuncia en parte al mismo, sobre todo si quiere conservar la lucidez mental o si quiere dar algún sentido religioso o ético a su sufrimiento. Pero también puede pedir sin ningún remordimiento de conciencia una mayor atención a sus dolencias a través del uso de calmantes y analgésicos eficaces. Incluso los médicos pueden facilitar tales medicinas a pesar de que pueden reducir en parte la duración de la agonía. No pueden, sin embargo, dar una dosis excesiva de analgésicos o calmantes con la intención explícita de provocar la muerte del enfermo.

Es oportuno añadir, al concluir estas reflexiones, que la medicina puede ayudar mucho al enfermo en su etapa final. Pero a pesar de los progresos técnicos, el dolor y la muerte siguen siendo un misterio ante el cual todos sentimos una invitación especial a valorar aún más la belleza de la vida y a interrogarnos sobre su sentido y su significado más profundo. A la vez, no debería faltar nunca junto al enfermo el acompañamiento del afecto de los familiares y amigos, un acompañamiento que es capaz de producir un alivio mucho mayor que el que pueda ser resultado de un aumento de la dosis de calmantes.

Fuente: Fernando Pascual

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