Imaginemos que un profesor ha puesto la siguiente pregunta en un examen: ¿creen ustedes que todos los seres humanos son personas? Entre las respuestas, quizá podríamos encontrar algunas como estas: “Sólo son personas los blancos”. “Sólo son personas los negros”. “También son personas los orangutanes”. “No son personas los fetos”. “Son personas sólo los que acaban de nacer”. “Dejan de ser personas los que no pueden entender ni razonar de un modo normal”. “No sé qué significa ser persona”. “Los varones no son personas”. “Los chicos no son personas”. Y las posibilidades se podrían alargar hasta el infinito.
Desde luego, si alguien nos dijese que ser persona es el resultado de creencias subjetivas, pues no todos pensamos lo mismo. Si además afirmase que hay algunos hombres que son personas y otros que no lo son, las consecuencias podrían ser trágicas. Seríamos capaces de repetir páginas de la historia tan tristes como el Holocausto de los judíos, el genocidio de los armenios, la esclavización de los negros, la opresión de la mujer, el sacrificio de los prisioneros de guerra a los dioses, el infanticidio como sistema para eliminar los defectos en los recién nacidos, y el uso del aborto como “método” para evitar que nazcan seres humanos no deseados.
Es cierto que algunos se dedican a discutir por discutir, y son capaces de afirmar que no es posible saber lo que significa la palabra “persona”. Pero no podemos quedarnos en la pura discusión, pues al político, al parlamentario, al médico y al ciudadano normal nos interesa establecer con la mayor precisión posible quiénes son personas y quiénes no lo son. Tal vez podríamos concordar en algunos parámetros objetivos para llegar a un acuerdo. Incluso, para empezar, podemos dejar de lado por un momento el uso de la palabra “persona” y fijarnos solamente en lo que significa el pertenecer a la especie humana.
El primer parámetro fundamenta todo lo demás: todo individuo de la especie humana debe ser respetado en sus derechos, por el simple hecho de que es individuo de la especie humana, sin mayores especificaciones. No podemos fijarnos en su tamaño (si mide un metro, dos metros o 3 centímetros), ni en su coeficiente intelectual, ni en su sexo, ni en la situación económica de su familia, ni en la claridad u oscuridad de su piel, ni si entra en una mezquita o en una iglesia o en una asociación de ateos. Basta con que sea hombre para que podamos defenderlo en su dignidad. Por desgracia, no todos llegan a esta convicción básica sobre la que puede construirse un derecho mínimamente justo, pues las discriminaciones y los juicios sumarios sobre grupos distintos del propio son algo tan viejo y tan actual como los moretones en las cabezas de los niños.
El segundo parámetro debería ser la consecuencia lógica del primero: si ser individuo de la especie humana es la fuente del respeto y del valor de cada uno, entonces cualquier discriminación que vaya contra ese respeto es una injusticia. Es claro, lo repetimos, que existen las diferencias. No habla igual un chileno que un japonés, ni tienen el mismo color de ojos un niño ruso y un niño africano. Son distintos los pasteles en Alaska y en Filipinas, y la camiseta que usa un futbolista no sirve para vestir a Susanita que acaba de cumplir tres años.
Soñar con que todos seamos iguales es algo absurdo, porque existen millones de diferencias entre unos y otros. Pero las diferencias que nos separan no quitan la unidad profunda: el embrión y el anciano, el canadiense y el sudanés, el rico y el pobre, un famoso actor de cine y el hombre que vive en cavernas del Suroeste de África, son igualmente dignos, igualmente valiosos, igualmente personas, y nadie puede cometer ninguna injusticia contra otro ser humano, aunque uno sea un rico encorsetado y el otro un pobre más lleno de parches que de bolsillos.
Por lo tanto, y ese es el tercer parámetro, una sociedad verdaderamente justa será aquella que sepa respetar a cada ser humano en sus derechos más elementales. El primero de esos derechos, el que permite defender los demás, es el derecho a la vida. Como toda vida empieza antes del nacimiento (porque sería un milagro que sólo empezase cuando vimos la luz al terminar el embarazo), el aborto es un acto injusto, es un crimen.
No todos acepten esta verdad evidente (también es evidente que los “indígenas” son seres humanos, y no han faltado “hombres de cultura” que han dudado de esta evidencia…), pero no por ello deja de ser válida. Dos más dos serán cuatro aunque alguno siga diciendo que son tres, sobre todo a la hora de presentar sus cuentas al estado.
Como toda vida necesita un poco de comida y de protección (casa, vestidos, cariño), es injusto cualquier sistema económico que impida a algunos lo necesario para vivir mientras otros dejan pudrirse toneladas de alimentos “sobrantes”. Como toda vida humana está llamada a crecer y a desarrollarse de modo racional y responsable, habrá que eliminar cualquier forma de imposición o de amenaza que impida el acceso a la educación y al uso correcto y ordenado de la libertad, en el respeto que siempre merecen los demás.
Podríamos seguir con toda una lista de derechos y de deberes que nacen del punto de partida: todos los hombres somos concebidos con una misma dignidad, y nadie, amparado en ninguna ideología o visión totalitaria o eugenismo discriminatorio, podrá eliminar esa dignidad, aunque lo pretenda de palabra o con comportamientos o leyes llenas de injusticia y de maldad.
A la pregunta inicial respondemos con seguridad: creemos que todos los seres humanos somos personas. Esperamos, además, que este milenio, que ha iniciado con la marca de injusticias y violencias (guerras, atentados terroristas, hospitales que practican el aborto, economías que privilegian sólo a los ricos, rencores hacia quienes son de otra raza o de otra cultura) pueda cambiar de ruta para empezar a vivir aquello que se firmó en las Naciones Unidas un 10 de diciembre de 1948: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…” (art.1).
Fuente: Fernando Pascual.
Al ser fundada en 1948, la Organización Mundial de la Salud (OMS) definió la salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social y no la simple ausencia de enfermedades o de malestar”. Desde luego, a la luz de esta definición, podríamos decir que muy pocos tienen “salud”, pues un completo bienestar en todas las dimensiones enumeradas (física, psíquica y social) resulta algo así como ganar la lotería todas las semanas… (más…)
Vivimos en un tiempo, en que el matrimonio es una institución francamente debilitada desde la forma en que se percibe, en algunas leyes y en la sociedad. (más…)
Quizá parezca un sueño, pero muchos luchan por conseguir una moratoria mundial de la pena de muerte. Grupos políticos, movimientos sociales, personas que pertenecen a distintas religiones, se unen para alcanzar esta meta. Parlamentos de algunos países apoyan el proyecto, y buscan que los organismos internacionales (Unión Europea, Naciones Unidas) asuman un proyecto tan ambicioso. (más…)
Crece continuamente el número de enfermos incurables y de ancianos que no pueden valerse por sí mismo. Aumentan los casos de niños, jóvenes o adultos que se encuentran en situaciones de invalidez irremediable. Todo ello suscita un sinfín de gestos de solidaridad, de apoyo, de altruismo. Pero no han faltado, en diversos lugares del mundo y con gran difusión de algunos medios de información, algunos casos en los que se ha pedido el recurso a la eutanasia. (más…)
Hay quienes piensan que la ilegalización del aborto va contra el respeto a las democracias, al ir contra lo aprobado por parlamentos que reflejan los deseos de los ciudadanos. Otros afirman que tal ilegalización sería un auténtico atentado a los “derechos humanos” de la mujer, que es la única persona que “decide” sobre lo que ocurre dentro de su cuerpo.
Decir lo anterior supone declarar que la defensa de la vida de los seres humanos no nacidos sería algo ilegal y, por lo tanto, injusto y equivocado. Porque, según algunos, algo se convierte automáticamente en “legal” y “justo” por el simple hecho de ser aprobado por mayorías parlamentarias, por gobiernos o por referéndum.
Sabemos, sin embargo, que ha habido, hay y habrá leyes injustas, leyes que visten de legalidad hechos y actuaciones que dañan o destruyen los bienes o la vida de seres humanos inocentes.
Necesitamos recordar que existe una ley superior, una justicia profunda, que está por encima de las leyes humanas, impuestas a fuerza de votaciones por grupos de poder que hoy, como en el pasado, buscan intereses particulares por encima del respeto de los verdaderos derechos de todos.
Por eso es urgente, hoy como ayer, reconocer que son y serán siempre injustas las leyes que permitan eliminar vidas humanas no nacidas.
Suprimir leyes que permiten el aborto será una señal de progreso cultural y ético, será un signo de coherencia y valor entre quienes combaten contra las discriminaciones basadas en la fuerza de algunos que desean asesinar a los más débiles e indefensos entre los seres humanos: los embriones y fetos.
Son justas sólo aquellas leyes que defienden a los hombres, no las que permiten eliminarlos. No hay legalidad, ni democracia verdadera, ni justicia, allí donde sea permitida cualquier forma de aborto.
Los derechos humanos se hacen realidad cuando el “no” al aborto se convierte en su “sí” decidido para ayudar a toda mujer que ha empezado a ser madre, de forma que pueda acoger y cuidar al hijo que lleva en el seno de sus entrañas. Sólo entonces las leyes cumplen su función de promover y proteger la justicia, para empezar a vivir en una sociedad más humana y más digna.
Fuente: Fernando Pascual
No cabe duda de que, si bien todo el cuerpo humano es maravilloso en su anatomía y su función, una de sus partes más misteriosas y en la que los científicos han tenido que esforzarse más para conocer y comprender, es el cerebro.
Incontables procesos químicos y eléctricos se llevan a cabo en millonésimas de segundo, para permitir a cada uno mover siquiera un dedo, distinguir un bello paisaje e incluso preparar al cuerpo de una mujer para ser madre.
También es el cerebro, el que permite que conceptualicemos la realidad que percibimos desde los sentidos, llevemos a cabo juicios y tomemos decisiones. Es el centro de nuestra inteligencia y la principal herramienta de nuestra voluntad.
Es también en este órgano en donde se disparan nuestras emociones: ira, alegría, tristeza, sorpresa, etc. Aparentemente es el centro de nuestra personalidad.
No sorprende entonces, que la ciencia y la tecnología se vengan ocupando con gran fascinación del tema, logrado en los últimos tiempos avanzar de manera sorprendente en el conocimiento del cerebro humano y sus características. De ello se ocupan, las Neurociencias.
Hoy por hoy, a través de ellas, es posible tener un mayor conocimiento de graves enfermedades como el Parkinson o el Alzheimer, brindando mayores esperanzas a las personas afectadas y a sus familiares, en la búsqueda de una cura o en el peor de los casos de cuidados paliativos más convenientes para aliviar el dolor.
No obstante, estos avances también suponen graves riesgos si es que son utilizados con mala intención o sin una reflexión profunda que establezca límites razonables. El primero de ellos será siempre mirar a la persona desde la integralidad y no solamente el órgano, respetando su dignidad.
Cabe señalar como ejemplo los progresos de la Imagenología, que permite observar las reacciones del cerebro frente a ciertos estímulos y que pueden variar de persona a persona, según sus creencias, modos de pensar, etc.
Es así como, en el año de 2002, muy recientemente, se realizó en la ciudad de San Francisco una primera reunión entre expertos de las universidades de Stanford y California en San Francisco para discernir en lo que desde entonces se conoce como Neuroética.
Es entonces que puede decirse que la Neuroética es la parte de la Bioética que de manera multidisciplinaria analiza y reflexiona sobre lo que está bien o está mal con respecto a la aplicación de los avances científicos y tecnológicos que se refieren al cerebro, su funcionamiento y las implicaciones que supone.
El pensamiento de cada persona supone el grado más profundo de intimidad y ninguna persona tiene derecho a pretender conocerlo o manipularlo, quepa aprender del pasado, cuando en ese esfuerzo de poder se han cometido gravísimas acciones en contra de la dignidad de la persona.
Habrá entonces que estar atentos no solamente a estos avances, sino a lo que la Bioética vaya estableciendo.
Quede aquí esta nueva reflexión para la semana. Invitándoles siempre a profundizar en medios confiables que aporten información precisa, documentada y bien intencionada.
Nos vemos la próxima semana con un nuevo tema.
MBPP
¿Qué sería de cada uno de nosotros, si el pasado quedara en el olvido? La vida de la persona humana es un trayecto que si bien se construye cada día, también se enriquece con lo que ha venido pasando. Aprendemos y vamos poniendo “tabique a tabique” lo que somos.
Lo mismo ocurre con todos los seres humanos. Los acontecimientos que van ocurriendo y que afectan para bien y para mal van haciendo historia, la historia de la humanidad y de su pensamiento.
Todas las culturas, derivan de esa historia y del pensamiento de personas que han contribuido en su construcción, no por casualidad…son un camino trazado, cimentado, firme.
Es cierto que los avances científicos y tecnológicos contribuyen a que nos conozcamos mejor como especie y como personas y que esos conocimientos necesariamente deben provocar cambios. La cultura es tan dinámica como lo somos cada uno de nosotros.
No obstante, resulta poco serio pensar que esos avances aporten lo necesario para desacreditar todo lo aprendido a lo largo del tiempo, sobre todo lo que se refiere a quienes somos.
Muchas tendencias de pensamiento actuales, dejan de lado lo aprendido hasta ahora y proponen teorías “de vanguardia”, como decía Chesterton: “no tengas la mente tan abierta que se te caiga el cerebro”.
Esto resulta muy peligroso. Poniendo un simple ejemplo, es absurdo pensar que se aplique una nueva vacuna contra la Polio, cuando la actual ha erradicado la enfermedad de la faz de la tierra.
Es así que, tratándose de temas de vida, las decisiones bioéticas deben ser tomadas no solamente desde las actuales propuestas, sino desde una reflexión que considere lo que ha venido siendo y los argumentos que eventualmente pudieran cambiarlo, analizándolo a profundidad desde sus sustentos.
De este modo, pudiéramos comprobar fácilmente que el “pre embrión” no es sino un simple término semántico e ideológico que pretende justificar el aborto y que no goza de un sustento científico o antropológico que eche por la borda lo que hasta ahora la humanidad ha considerado.
Desacreditar nuestra historia y lo que hemos venido aprendiendo, sin bases serias, es tanto como desacreditarnos a nosotros mismos. Arrancar una porción de nosotros para “ser” alguien distinto. Un simple experimento de las postmodernidad, muy riesgoso.
Es así, benévolo lector, que en este día te invito a conocer y valorar lo que somos, desde la madurez del tiempo y la reflexión, antes de “comprar” innovadoras teorías o ideologías, que no son más que eso.
Te espero la próxima semana en El Rincón de la Vida, con un nuevo tema y una nueva invitación para conocer más sobre todo aquello que afecta la vida…nuestra vida.
MBPP
Algunos piensan que el fenómeno del aborto está relacionado con la pobreza en la que viven tantísimos seres humanos. Nos dicen, mirando especialmente a América Latina, que millones de familias sufren por culpa de crisis económicas y desequilibrios sociales, marginadas por un sistema que genera injusticias y mantiene en la indigencia a pueblos enteros.
En esas condiciones socioeconómicas, miles de mujeres abortan a sus hijos. Muchísimas veces, nos repiten, en casas o centros carentes de higiene, sin ninguna “seguridad”, con grave peligro para la vida de esas madres.
Por lo mismo, no faltan quienes proponen que se pueda garantizar, al menos por ahora, una asistencia sanitaria adecuada para que estas mujeres puedan tener “abortos seguros”. Más aún, algunos ejercen una fuerte presión para que se despenalice o legalice el aborto en aquellos países latinoamericanos que todavía consideran el aborto como un delito.
Hay que decir, sin embargo, que estos análisis están llenos de errores, y que la “solución” que proponen es completamente injusta y engañosa.
En primer lugar, porque es falsa la ecuación “pobreza = aborto”. Basta con mirar las tristes estadísticas de aborto en el mundo para reconocer que millones de mujeres de los países más desarrollados eliminan a sus hijos antes de nacer. El aborto, por lo tanto, toca a todos: ricos y pobres, personas instruidas y personas sin titulación escolar, adolescentes, jóvenes y mujeres ya adultas, casadas y solteras.
En segundo lugar, porque la verdadera causa del aborto no es la situación económica en la que uno viva, sino la carencia de amor y de principios éticos. Millones de mujeres pobres de todo el mundo que inician el embarazo tienen una gran capacidad de amar y una clara rectitud moral. Gracias a sus principios hacen todo lo posible para proteger y cuidar al hijo antes de nacer, y para darle todo lo que esté a su alcance (a veces muy poco, por culpa de la indiferencia de los más ricos y potentes del planeta) para alimentarlo y cuidarlo una vez nacido.
A la vez, por desgracia, millones de mujeres con un alto nivel de instrucción, incluso con títulos universitarios, con facilidad de acceso a una excelente atención médica, con dinero suficiente para mirar con seguridad hacia el futuro, abortan. Lo hacen porque el amor está herido, porque la esperanza flaquea, porque la vida del hijo es vista no como un don, sino como un obstáculo a otros proyectos o intereses. Como si la vida de un ser humano estuviese sometida a los deseos de otros, como si el hecho de que el hijo aún no haya nacido fuese una especie de licencia para asesinarlo en el seno de su misma madre.
En tercer lugar, es absurdo considerar envidiables a las mujeres de algunos países por tener acceso a un “aborto seguro”, y ver el aborto clandestino o “inseguro” como una injusticia que padecerían las mujeres pobres. Un delito no deja de ser delito si el delincuente lo comete en condiciones de mayor seguridad para su vida física. Terminar con la vida de un hijo es siempre un delito, aunque algunas leyes lo presenten como un “derecho”, aunque se haga en hospitales con excelente instrumental médico y con un alto nivel de higiene. Terminar con la vida de un hijo, en una barraca o en una clínica situada en un barrio de ricos, será siempre una de las mayores desgracias que pueda ocurrir en la vida de una madre.
Frente al fenómeno del aborto no cabe más que una actitud firme y clara a favor de las madres y de sus hijos. La mejor ayuda que podemos ofrecer a las mujeres pobres no es permitirles, mediante leyes o mediante “ayudas” internacionales, un “aborto seguro”, sino un embarazo seguro. No hay verdadero progreso ni verdadera justicia allí donde a las mujeres pueda resultarles más fácil abortar que tener y cuidar dignamente a sus hijos.
Igualmente, hay que promover aquellos principios y valores que tanto sirven para el verdadero crecimiento ético de los pueblos. Donde haya familias sanas y estables, donde haya padres y madres abiertos a la vida, donde haya una actitud profunda de amor y de esperanza ante la llegada del nuevo hijo, no podrá existir el aborto. Esto vale para todos: para los ricos y para los pobres.
En justicia hemos de reconocer, a pesar de la ceguera y de la manipulación de algunos, que millones de mujeres pobres son mucho más “desarrolladas” y humanamente dignas que millones de mujeres de los países ricos que viven un auténtico “subdesarrollo” ético. Porque las primeras saben que lo más hermoso y grande que pueden hacer es amar a sus hijos, aunque no puedan darles todo lo que desearían. Porque las segundas, pudiendo hacer tanto por sus hijos, a veces prefieren los propios proyectos personales que ese mínimo gesto de amor y justicia con el que están llamadas a acoger a cada uno de sus hijos.
El aborto no es un problema ligado a la pobreza, sino al nivel ético de los pueblos. En la medida en que un pueblo sea promotor del amor, de la justicia y de la vida, el número de abortos disminuirá drásticamente. Porque habrá en el mundo muchas más mujeres con ese rostro infinitamente bello que tienen las madres cuando abrazan con cariño a cada uno de sus hijos más pequeños.
Fuente: Fernando Pascual
Una señal de progreso de un pueblo es el esfuerzo por superar las discriminaciones, las violencias y las injusticias hacia los miembros más débiles de la sociedad.
La historia nos muestra que tal progreso no ha sido nunca fácil, que se han dado avances y retrocesos. Millones de seres humanos han sido perseguidos o maltratados de mil maneras, simplemente por ser diferentes, pero, sobre todo, por tener una capacidad reducida de defensa, por ser débiles.
La lista del recuerdo podría ser inmensa. Pensemos en los vencidos después de una batalla: muchas veces quedaban expuestos a todo tipo de violencia por parte de los vencedores. O pensemos en las mujeres en tantos pueblos y culturas, tratadas como ciudadanos de segunda clase, sometidas a infinidad de ultrajes, excluidas de las grandes decisiones de los pueblos, tratadas a veces como esclavas. O en muchos niños, golpeados, mutilados, esclavizados, explotados. O en los esclavos o las personas de una raza o religión diversa, menos “fuerte” que la raza o religión dominante.
No son cosas que pertenecen al pasado. También hoy se producen casos de masacres de prisioneros o enemigos. También hoy algunos hombres golpean y maltratan a las mujeres. También hoy millones de niños se ven reducidos a condiciones de esclavitud en lugares donde se fabrican, a muy bajo precio, juguetes, aparatos electrónicos o tapices. También hoy los miembros de algunas religiones sufren persecución en diversos países del mundo.
Frente a tanta prepotencia, el esfuerzo por defender a los débiles tiene que mantenerse siempre alerta. Ha habido conquistas importantes. Se han reconocido en muchos estados del mundo los derechos de la mujer. Se han establecido normas para evitar el abuso de los niños y su explotación en las fábricas o en el campo. Existen convenciones internacionales para defender a los prisioneros de guerra y condenar el uso de aquellas armas que pongan en grave peligro la vida de los civiles. El racismo es atacado por grupos que buscan un mundo en el que nadie sea excluido por el color de su piel, y lo mismo ocurre respecto de la intolerancia hacia los miembros de algunas religiones.
El esfuerzo por defender a los débiles debe también encontrar maneras para superar nuevas injusticias del mundo moderno. Pensemos, por ejemplo, en el aborto. Cada ser humano hemos vivido una etapa de nuestra existencia como embriones y como fetos. Era un momento de máxima debilidad, de total abandono en el cariño y en el cuerpo acogedor de nuestras madres.
Sin embargo, en muchos países del mundo se ha desarrollado una nueva cultura de la prepotencia en la que se permite la eliminación de esos individuos no nacidos, incluso como si se tratase de un “derecho” de la mujer.
No existe ningún “derecho a la prepotencia”. Si en la antigüedad un general vencedor se atribuía el “derecho” de violar o no a las mujeres del pueblo derrotado, hoy sabemos que ninguna situación de “poder” avala la existencia de “derechos” que no son sino injusticias revestidas de apariencias de legalidad.
Lo mismo vale para el aborto: el hecho de que existan médicos e instrumentos muy perfeccionados en el arte de destruir vidas humanas no nacidas, no permite considerar el aborto como algo aceptable, ni siquiera cuando lo pide una mujer o cuando (cosa que ocurre no pocas veces) cuando otros “fuertes” presionan a la mujer para que se libre cuanto antes de un niño que podría exigir la responsabilidad de un padre muy poco responsable, muy cobarde y, la mayoría de las veces, demasiado prepotente.
En este campo, como en tantos otros, podemos romper la mentalidad abortista desde la perspectiva de la justicia y del progreso. Pensemos, por ejemplo, en las protestas recientes ante los abortos que buscan eliminar a los fetos femeninos. ¿No es una injusticia contra las mujeres el eliminar, a veces casi de modo sistemático, al no nacido si se trata de una mujer?
Pero resulta igualmente extraño empezar a defender a los embriones y fetos femeninos, y no proteger a los masculinos. Hacer lo primero sin hacer lo segundo sería como considerar privilegiados a unos fetos (los femeninos), y despreciables o menos importantes a otros (los masculinos). Es decir, sería como dar mayor fuerza al derecho a la vida según una discriminación sexual que ningún pueblo auténticamente justo debería tolerar.
Algunos, sin embargo, dicen que está mal el aborto en función del sexo del hijo, pero no lo estaría si simplemente se quiere eliminar al feto sin más (independientemente de si es de un sexo o de otro). Esto, sin embargo, va también contra el principio de defensa de los débiles. ¿Es que vale menos una vida humana cuando no tiene ninguna adjetivación, cuando no sabemos si es sana o enferma, si es chico o chica, y vale más cuando ya conocemos su sexo u otras características que pueden interesar a sus padres o a la sociedad?
Esto podemos aplicarlo a las numerosas enfermedades que se descubren en los embriones y fetos antes de nacer, gracias al diagnóstico prenatal. ¿Por qué sólo se ofrece la oportunidad de nacer a los sanos, y se elimina, en un clima de indiferencia bastante generalizado, a los enfermos? ¿Será que aceptamos el criterio de que el más fuerte y mejor dotado, el sano, vale más, merece vivir, y el enfermo vale menos y puede ser destruido, incluso con el apoyo de “leyes” establecidas por un parlamento?
Nos horrorizamos cuando se aplican tales discriminaciones para con los adultos. Pero, ¿es que valen menos los fetos que los adultos? ¿No se trata siempre de “vidas humanas”? El esfuerzo de miles de voluntarios que trabajan cada día con los enfermos y los minusválidos nos dice que también el ser humano que sufre merece nuestro amor y puede darnos mucho más de lo que imaginamos.
La defensa de los más débiles es una tarea inacabada e inacabable. Cada generación debe confrontarse con los valores y antivalores de las generaciones precedentes para encontrar caminos en los que podamos avanzar hacia la defensa de los derechos de todos, también de los más débiles. También de quien vive en el seno de su madre o se encuentra indefenso en un laboratorio de fecundación artificial.
Defender esas vidas débiles, necesitadas de protección, será lo mínimo que podamos hacer para que el mundo siga adelante en la conquista de los derechos de todos, sin discriminaciones ni arbitrariedades promovidas por quienes tienen ahora poder, técnica y dinero. Su prepotencia no es algo eterno: también los poderosos algún día dependerán completamente de la ayuda de otros. Conviene recordarlo para que algún día no se conviertan en víctimas de leyes injustas promovidas por ellos mismos precisamente cuando sentían estar en el ápice de sus energías… Leyes injustas que, esperamos, encontrarán la heroica oposición de quienes creen en el amor y la justicia por encima de lo que digan algunas leyes que nunca deberían haber existido. Leyes que podemos cambiar ahora, con el uso de aquellos instrumentos de participación desde los que podemos construir un mundo capaz de acoger a todos, también a los más débiles.
Fuente: Fernando Pascual