“Cada cabeza es un mundo” …y nunca más que ahora. En su libertad, la persona humana es capaz de buscar el bien y la verdad desde sí mismo y este es en proceso legítimo, siempre y cuando esté bien fundamentado en principios universales.
En esta diversidad de pensamiento, a lo largo de la historia del hombre surgen ideas de una persona, de un grupo o de una sociedad, que pretenden modificar las conductas de acuerdo con lo que se sugiere a partir de ese pensamiento. A esto es a lo que llamamos ideologías.
En nuestros tiempos, estamos enfrentados a muchas nuevas maneras de pensar, a muchas nuevas ideologías, de todos colores y sabores. Aceptarlas y hacerlas vida supone una decisión muy delicada y que debiera ser valorada con toda seriedad, si se consideran las consecuencias en la propia vida y la de los demás.
Quepa señalar solamente el caso del Fascismo, ideología que en general propone la supremacía de una “raza” (nacionalismo), la que además tiene derecho a pasar por encima de aquellos que son distintos a sus propios prototipos (totalitarismo y violencia). Todos conocemos las consecuencias que el mundo ha tenido que enfrentar cuando estos pensamientos se han puesto en práctica.
¿Qué hacer entonces cuando nos enfrentamos a mil y una propuestas de cambio de “nuevos paradigmas”? ¿Cómo evaluarlas, juzgarlas y decidir aceptarlas o rechazarlas (que también es un derecho legítimo)?
Compartimos algunas ideas que pueden ser valiosas para todos:
1.- Ante todo, ninguna ideología puede contraponerse al Derecho Natural que se fundamenta en la dignidad de toda persona.
2.- Distinguir entre ideología y religión. Son distintas y aunque comparten características comunes, como la doctrina, su meta es distinta, al igual que su motivación.
3.- Ninguna ideología debe ser impuesta por la fuerza. Quienes la proponen, deben no solo saberla comunicar, sino responder a todos los cuestionamientos que les fueran planteados por otras personas o grupos.
4.- Los medios de comunicación masivos, no son una fuente seria para profundizar en el conocimiento. Al reconocer una propuesta ideológica en estos medios, es necesario investigar en fuentes reconocidas y confiables para reflexionar y decidir.
5.- Dedicar tiempo a la formación a través de la lectura de libros y documentos escritos por personas reconocidas e inscribirse en cursos y pláticas que fomenten el conocimiento de una sana antropología.
Muchos de los que lean este artículo podrán pensar que esto no es lo suyo, que no es prioritario o que no afecta sus vidas. ¡Cuidado! Lo que “compres” en el “Mercado de Ideologías” no solo afecta tu vida, sino la de tus hijos y las de futuras generaciones.
Además de agradecer tu paciencia, querido lector, te invitamos a participar en esta columna con tus comentarios, dudas y sugerencias.
Ya nos veremos la próxima semana, con un nuevo tema y una nueva reflexión.
MBPP
A veces tenemos la idea de que la historia humana avanza siempre hacia el progreso y el bien. La realidad, sin embargo, contradice esa apreciación, porque no son pocas las ocasiones en las que caminamos hacia la barbarie y el mal.
En el tema de la justicia, por ejemplo, ha habido importantes conquistas, se han superado discriminaciones infames. El esclavismo ha sido abolido en casi todo el mundo. El desprecio a la mujer cada vez es más rechazado. El racismo recibe una condena casi universal. El odio a quienes son de ideas o religiones distintas está siendo fuertemente perseguido.
Sin embargo, y junto a tantos progresos, hay muchos lugares en los que nace y se difunde el “genetismo”. ¿Qué es esto del “genetismo”? Es una tendencia social, muy extendida entre los “países desarrollados”, que permite la eliminación de los seres humanos genéticamente diferentes, defectuosos o “inferiores”.
Esto es posible gracias a que las técnicas de diagnóstico prenatal permiten descubrir cada vez más enfermedades. Por lo mismo, disminuyen los nacimientos de niños enfermos, precisamente porque la sociedad ve casi como normal el que sean eliminados antes de nacer. Como si fuese un triunfo médico el matar al enfermo para que haya menos enfermedades…
Al mismo tiempo, en los países donde se usa y se abusa de la fecundación in vitro, cada vez hay más voces que aplauden el uso del diagnóstico preimplantatorio (en los primeros 14 días posteriores a la fecundación) para prevenir enfermedades genéticas. De este modo, dicen, nacerán sólo hijos sanos. Olvidamos así que tal “éxito” es posible gracias a la eliminación de todos aquellos embriones descartados como “imperfectos”.
Los resultados del genetismo son cada día más alarmantes. En algunos países, por ejemplo, el 90 % de los embriones y fetos con síndrome de Down son abortados como en España, o en Finlandia que ya es el 100%., sin que tal eliminación discriminatoria produzca protestas, ni movilizaciones, ni escándalos.
En Gran Bretaña, el diagnóstico genético preimplantatorio se usa sobre todo para enfermedades genéticas muy graves, como la fibrosis quística. Pero algunos ya están pidiendo que se aplique a enfermedades más sencillas y no siempre transmitidas a través de los genes, como el cáncer de pecho o de colon.
El genetismo es la última y más reciente frontera del racismo. Ahora se aplica a los seres más indefensos, los embriones y fetos. No tardará en aplicarse a los adultos genéticamente defectuosos, sobre todo cuando intenten hacer seguros de vida o a la hora de pedir la aceptación en algunos puestos de trabajo.
La dignidad de una vida humana no está en sus genes. Está en su condición de persona, que va más allá de las razas, del sexo, de la genética. Hace falta proponer con energía esta verdad, para que el mundo moderno y la tecnología no sean instrumentos usados para destruir y para marginar, sino para defender, curar y proteger la vida de todos, sin discriminaciones.
Fuente: Fernando Pascual
Categoría:Bioética
Etiquetas: Bioética, Bioética para todos, Discriminación, Ética, Genetismo
Muchos hombres y mujeres de buena voluntad trabajan intensamente para prohibir el aborto o para impedir su legalización. Consideran que es un tremendo mal para la sociedad el que el aborto llegue a ser admitido, despenalizado-legalizado, incluso financiado con dinero público.
Pero no faltan personas que afirman que no vale la pena dedicar tantas energías a combatir las leyes abortistas, sino que habría que invertirlas de otra manera. ¿Por qué? Porque el aborto, ilegal o legal, existe por falta de amor, de apoyo, de principios éticos profundos. Según estas personas, que dicen defender el derecho a la vida de los hijos no nacidos, habría que dejar las batallas legales, que normalmente son perdidas ante una clase política cada vez más vacía de principios éticos, para concentrar los esfuerzos en crear una cultura de la vida y para la vida, de la paternidad y de la maternidad, del amor y del respeto.
El razonamiento es sugestivo, pero engañoso. Tiene elementos verdaderos, pero olvida aspectos importantes de la vida de los pueblos y del sentido de la ley.
Es verdad que una ley que permite el aborto no “obliga” a nadie a abortar. Es verdad que ante el aborto legalizado (o despenalizado) una mujer que empieza su embarazo jamás pensará en abortar si ama a su hijo, si cree que Dios es el origen de la vida, si tiene principios sanos, si considera que por encima del egoísmo están la justicia y el amor. Es verdad que las leyes en favor del aborto seguramente tendrán un efecto mínimo en las convicciones de quienes (y no son grandes números) pertenecen a los distintos grupos y movimientos pro-vida (pro-life).
Pero también es verdad que las leyes tienen un valor educativo o deseducativo enorme en la vida de los pueblos y en la formación de la conciencia de las personas. Una ley que permite una injusticia tan grave como la del aborto hiere en lo más profundo de su ser a un pueblo y a miles de personas que se dejan desorientar fácilmente, porque pensarán: si algo es legal no debe ser tan malo, o incluso tal vez sea algo bueno.
No podemos olvidar nunca que la ley, para ser justa, debe señalar y perseguir los delitos más graves con penas adecuadas a los mismos. Despenalizar el delito es, simplemente, legalizarlo.
Como bien saben los especialistas del derecho, un delito no castigado se convierte en “no delito”, empieza a ser algo aceptado como correcto en la vida social. Legalizar un delito despenalizándolo (o incluso a través de una ley plenamente legalizadora) daña enormemente las relaciones humanas y destruye en lo más profundo el tejido social.
¿Podríamos imaginar un estado que despenalice los robos de pequeñas cantidades de dinero? Tal despenalización no hará que las personas honestas roben, es verdad. Pero herirá enormemente a víctimas de pequeños robos que verán cómo son robados algunos de sus bienes ante la indiferencia de un estado que acepta como algo “no punible” un delito contra la propiedad. El robo es siempre robo, es un delito, aunque lo robado sea simplemente una caja de caramelos, un bolígrafo o unas pocas monedas del bolsillo.
Por eso vale la pena luchar contra el aborto a todos los niveles: individual, familiar, local, regional, estatal, internacional. Vale la pena combatir las ideas y los comportamientos que llevan a miles de mujeres, cada año, a destruir la vida de sus hijos no nacidos. Vale la pena promover una cultura de la vida en la que la sexualidad sea vista en toda su riqueza y protegida de cualquier tipo de abuso, en la que el matrimonio y la familia sean el lugar de acogida de la vida, en la que cada hijo sea visto como un tesoro de valor infinito.
Por lo anterior, también vale la pena, precisamente para fomentar la cultura de la vida, luchar firmemente contra cualquier ley que trivialice el aborto como si fuese algo plenamente normal, incluso como si fuese un “derecho”, cuando en el fondo se trata de uno de los delitos más graves que puedan darse en el mundo. Porque destruye la vida de un hijo completamente indefenso. Porque va contra la conciencia de una madre que está llamada, como todo ser humano, a amar y darse a los demás, pero de un modo mucho más intenso a cada uno de sus hijos. Porque aniquila la ética profesional de cientos de médicos y profesionales de la salud que deben servir la vida, no destruirla. Porque adormece a la sociedad al reducir el sexo y la procreación a caprichos en los que siempre se pueden evitar “consecuencias indeseadas”, al haber dado permiso de asesinar con una facilidad fría y despiadada a los hijos que no sean acogidos con amor.
Defender y promover la cultura de la vida implica, por lo tanto, combatir con todas nuestras energías el aborto: el ilegal (siempre será ilegal por ser injusto), y el mal llamado “legal”, que no dejará de ser un crimen aunque esté apoyado por leyes inicuas.
Luchar contra las leyes abortistas es mucho más que una buena estrategia contra el aborto: es un deber de todo ciudadano que quiera construir un estado justo y un mundo capaz de respetar y tutelar el derecho básico de la convivencia social, el derecho a la vida.
Fuente: Fernando Pascual
Es cada vez más el número de parejas que desean ansiosamente tener un hijo y no lo consiguen, que sufren a causa de la esterilidad.
¿Por qué no nacen hijos cuando unos esposos lo desean? Porque una serie de cambios de tipo cultural y económico, unidos a enfermedades más o menos serias y a problemas genéticos, han provocado un fuerte aumento de las tasas de esterilidad y de infertilidad.
Según algunos estudios, la esterilidad afecta a un 15 o un 20 % de las parejas en distintas partes del mundo. Pocos, sin embargo, se atreven a afrontar las causas profundas de este fenómeno, y menos a ofrecer ideas para solucionarlo.
Entre los factores que llevan a la pérdida de la fecundidad podemos destacar algunos de especial peso. El primero consiste en la escasa educación que se ofrece a los adolescentes y a los jóvenes sobre la belleza de la transmisión de la vida y sobre los comportamientos y situaciones que pueden dañar el buen funcionamiento del sistema reproductivo.
Es cierto que abundan programas de educación sexual, muchos de ellos basados en una información muy parcial y bastante manipulada. Su mensaje, en no pocos casos, se limita a decir a los chicos que disfruten de las experiencias sexuales con un poco de “prudencia”. Una prudencia que consiste en evitar el embarazo y en no contraer enfermedades de transmisión sexual (ETS).
Este tipo de programas, sin embargo, no ofrecen casi ninguna información sobre el sentido más profundo de la sexualidad humana, sobre su apertura a la vida, sobre las causas que pueden llevar a serios daños o incluso a la pérdida de la propia fecundidad, sobre la responsabilidad que debería acompañar a cada una de nuestras decisiones en este campo.
Resulta, por lo mismo, urgente realizar un fuerte cambio de orientación en muchos de esos programas. Para mejorarlos, habría que ayudar a los jóvenes a apreciar la riqueza de su fecundidad, a reconocer que tal riqueza se puede vivir plenamente y con serenidad sólo desde un amor maduro, desde el respeto a uno mismo y al otro, desde compromisos tan hermosos y tan plenificantes como los que se originan gracias a matrimonios maduros y estables (que existen, aunque algunos piensen que es algo casi utópico).
En relación con lo que acabamos de decir, también es sumamente importante informar a los adolescentes y jóvenes sobre aquellos comportamientos que pueden llevar a una fuerte disminución de la propia fecundidad.
En concreto, el varón puede perder su fecundidad si vive de modo promiscuo y con el peligro de contraer ETS e infecciones en sus órganos sexuales. O si usa pantalones demasiado apretados que llevan a elevar la temperatura de los testículos, lo cual puede dañar la maduración de los espermatozoos. La mujer pone también en peligro su fecundidad si adquiere ETS, si usa algunos métodos anticonceptivos, si llega a cometer uno o varios abortos. Las decisiones de hoy marcan, en no pocas ocasiones, el propio futuro y el de quien será el día del mañana el esposo o la esposa de cada joven.
El segundo factor consiste en el retraso de la edad para iniciar el matrimonio, con lo que es casi segura una menor fecundidad de pareja. Sabemos, en efecto, que la edad óptima (desde el punto de vista biológico) para conseguir un embarazo se sitúa entre los 20 y 24 años. En los años sucesivos, ciertamente, son posibles buenos niveles de fecundidad, pero ésta ha iniciado una parábola descendente. A partir de los 35 años se produce un fuerte descenso de posibilidades para iniciar el embarazo, descenso que se hace cada vez más pronunciado, hasta llegar a la edad (diferente para cada mujer) en la que la incapacidad de concebir es completa.
A pesar de estos datos biológicos, como dijimos, son cada vez más las parejas que retrasan el matrimonio y, dentro del matrimonio, la “decisión” de estar disponibles a concebir el primer hijo. En algunos países del así llamado “primer mundo”, millones de mujeres inician la búsqueda del primer embarazo hacia los 35 años, es decir, a una edad en la que la fecundidad inicia un descenso dramático.
Si son afortunadas y consiguen “pronto” el nacimiento del hijo, suelen esperar dos o tres años para volver a probar un segundo embarazo, lo cual es lo mismo que decir que ya estamos cerca de los 40 años, y que las dificultades son cada vez mayores. No es de extrañar, por lo mismo, que haya países con tasas de fecundidad inferiores a 1,5 hijos por mujer, es decir, países condenadas a un fuerte invierno demográfico en los próximos años.
Hay que recordar que también en países menos ricos, por presiones de diverso tipo y por los cambios sociales que se producen en todas partes, se está dando un fuerte descenso del número de hijos y un aumento del problema de la esterilidad.
Afrontar esta situación implicaría un cambio realmente revolucionario en muchos ámbitos sociales. Habría que promover un adelantamiento de la edad matrimonial y en la edad en la que se busque el embarazo. Para ello, se haría necesaria una mayor educación para conocer a fondo lo que es propio de la “ecología humana”.
La biología tiene un lenguaje que los hombres y mujeres tenemos que descifrar y respetar. Es absurdo trabajar intensamente por conservar la biodiversidad del planeta, y omitir un conocimiento profundo y respetuoso sobre la riqueza del sistema reproductivo humano. Por lo mismo, una buena educación sobre las variaciones de los niveles de fecundidad según la edad y según los comportamientos será un paso importante para permitir el tomar opciones sobre la vida matrimonial respetuosas del lenguaje natural de nuestro cuerpo.
No basta, sin embargo, con conocer nuestra biología y con decidirse por adelantar la edad para contraer el matrimonio. El retraso del día de bodas es debido a una serie de factores que tienen un enorme peso para las parejas. El sistema educativo ocupa a los jóvenes de hoy muchos más años que en el pasado. Luego, resulta bastante difícil conquistar un puesto de trabajo estable y bien remunerado. Conseguir un departamento para iniciar una nueva familia cuesta mucho y lleva no pocas veces a las parejas a buscar un doble trabajo, a pedir préstamos, a encontrarse con una situación económica llena de dificultades.
Lo anterior hace que el casarse y el permitir la llegada de un hijo sean vistos como algo “para después”, para cuando la situación sea más holgada y serena. Un después que, según vimos, va contra las leyes de la biología y provoca, en muchas parejas, un fuerte drama cuando se descubre que el hijo deseado no llega según los planes de los esposos.
Los gobiernos y los mismos ciudadanos deberían sentir la necesidad de cambiar esta situación drásticamente, de modo que se eliminen o al menos disminuyan notablemente aquellas presiones que impiden a muchos esposos iniciar la aventura de procrear y acoger a uno o varios hijos.
Los cambios, sin embargo, no deben limitarse sólo al ámbito socioeconómico. Aunque se ofrezcan toda una serie de facilidades para la adquisición del piso o para que los jóvenes puedan integrarse rápidamente en el mundo del trabajo, las tasas de fecundidad pueden mantenerse bajas porque el hijo puede ser visto con miedo, o por otros motivos de tipo cultural.
Por eso resulta indicativo encontrar parejas jóvenes con ingresos relativamente bajos que aceptan, con un sano optimismo, la llegada de nuevos hijos desde los primeros años de su vida matrimonial. Estas parejas, tristemente, son vistas por algunos como “irresponsables”, o son estigmatizadas de diversas maneras. En realidad, en muchos casos ofrecen un signo de esperanza en aquellas zonas del planeta donde el “invierno demográfico” amenaza con provocar fuertes crisis sociales. Con su generosidad muestran que la economía no es la última causa para explicar por qué hay esposos que tienen tan pocos hijos.
Muchos jóvenes de hoy serán, si no les ayudamos desde ahora, adultos estériles mañana. Quizá para ese momento buscarán ayuda en las técnicas de reproducción artificial, técnicas que son asequibles sólo a quienes tienen suficiente dinero para afrontar sus elevados costos. A pesar de las técnicas, muchos sufrirán al ver que no consiguen el deseado hijo, además de que habrán aceptado algunos métodos de fecundación que son claramente inmorales (como, por ejemplo, cuando se permite la congelación o la destrucción de “embriones sobrantes”).
Lo más eficaz, y lo más ético, será el trabajo preventivo y la promoción de cambios económicos y culturales no fáciles de conquistar. Ir hoy contra las ideas dominantes en esta temática nos permitirá mañana recuperar ese optimismo y esa dicha que tantos millones de hombres y de mujeres han experimentado, experimentan y experimentarán cuando toman entre sus brazos a su hijo recién nacido. Cuando lo ven como un don que supera en mucho las capacidades de los padres, cuando sienten que ese niño llena de luz y de esperanza a un mundo hambriento de amor y de responsabilidad. También en el ámbito rico y magnífico de la procreación humana, donde los padres se convierten en colaboradores y transmisores del cuidado de la vida de cada uno de sus hijos.
Fuente: Fernando Pascual
Muchos embriones están congelados a temperaturas muy bajas, a unos 190 grados bajo cero. Son embriones “de reserva” o “sobrantes”, producto de la fecundación artificial.
Hoy se discute mucho sobre estos embriones. ¿Qué hacer con ellos? Nos olvidamos que tienen padres, que alguien los hizo, que existen responsables de su vida y de su congelación. No deberían haber sido concebidos así, en una probeta, ni mucho menos ser congelados. Muchos de ellos ahora están abandonados, a merced de los científicos que decidirán sobre su vida o su muerte.
Algunas personas consideran a los embriones abandonados como si fuesen sólo “material” biológico disponible para uso comunitario. Algo así como ocurre en algunos almacenes: sobran productos a punto de caducar, y son dados a casas de beneficencia, o enviados a fábricas de reciclaje.
Nos damos cuenta de que hablar así respecto de embriones humanos nos deja inquietos, al menos nos obliga a alguna reflexión de tipo bioético. Lo primero que debemos tener en cuenta es el origen de esos embriones, la “intención” de quienes los “preparó”. Cada uno de esos embriones se originó con un proyecto muy claro: estaban pensados para ser transferidos en el cuerpo de una mujer. Como no siempre se consigue un embarazo a la primera, es bueno tener embriones “de reserva” para un segundo o un tercer intento. Cuando ya se ha conseguido el embarazo programado, algunos embriones “sobran”. ¿De verdad pueden “sobrar” seres humanos? Es cierto que son muy pequeños, débiles, a veces abandonados u olvidados, pero siguen siendo seres humanos: merecen todo el respeto y cariño que es debido a cada individuo de nuestra especie.
Se ha introducido, además, una sutil distinción entre estos embriones congelados. Unos serían “viables” y otros “no viables”. Sólo que esta distinción puede encerrar muchos engaños. Es verdad que el congelar embriones implica un elevado riesgo de daños: muchos embriones mueren en el proceso de descongelación. Este dato, de por sí, nos ilustra hasta qué punto es injusto permitir que se fecunden embriones humanos fuera del seno de la madre. También es verdad que otros embriones, al ser descongelados, siguen vivos, y pueden continuar su existencia si son acogidos por sus madres naturales o por alguna mujer que quiera darles la oportunidad de vivir. Pero algunos de estos últimos embriones quedan tan dañados que se les da el título de “no viables”: el científico declara que no podrían sobrevivir incluso si se les transfiriese al útero de una mujer.
Distinguir entre unos y otros, viables y no viables, es establecer discriminaciones que van contra los derechos humanos. Algunos científicos piden y obtienen permiso para experimentar con los embriones no viables o con los viables abandonados (al estar abandonados se convertirían, según ellos, en “no viables”). Pero nunca un ser humano puede ser usado como instrumento, como medio, como cosa, ni siquiera para que “progrese” la ciencia. Más aún: no puede haber auténtico progreso científico si una conquista de la ciencia implica dañar o destruir seres humanos, o alterar de un modo salvaje el ambiente, el clima, la naturaleza. La vida humana merece respeto, también cuando podemos prever que un embrión (o un feto, un adulto o un anciano) no vivirá mucho tiempo.
Algunos dicen: “como el embrión morirá de todos modos, mejor usarlo, para que su muerte tenga un sentido, sirva para algo”. Si somos honestos, hemos de decir que todos los hombres, también los científicos, un día moriremos. Esta realidad, sin embargo, no da permiso a nadie para que nos “usen”. Si cada vida humana, aunque esté a pocos días u horas de la muerte, merece nuestro respeto, hemos de tratar de modo justo a los embriones que, tal vez, morirán al ser descongelados o se encuentran totalmente abandonados a su suerte.
Para respetar a un embrión, un niño o un adulto, no tenemos que preguntarnos si es “viable” o “no viable”. Basta que respondamos a la pregunta: ¿es o no es un ser humano? Decir que el embrión no es un ser humano es como afirmar que tú y yo procedemos de algo no humano, de algún ser misterioso que vivió durante un cierto tiempo pero que no éramos ni tú ni yo, y que un día se convirtió en hombre o mujer. Esto es tan absurdo como decir que un embrión de ballena no es ballena: hemos de ser honestos y reconocer que cada embrión humano ya es un individuo humano. Pequeño y débil, cierto, pero precisamente por eso más necesitado de ayuda y protección.
Los embriones no viables son seres humanos. Algunos están congelados, y esperan la atención de la sociedad para que se defienda su dignidad. Aunque en muchos países la ley no reconozca personalidad jurídica a un ser humano hasta el momento del nacimiento, sin embargo los embriones, por ser lo que son, tienen una dignidad, merecen respeto.
Ningún derecho nos viene porque una ley lo defienda, sino por lo que somos. Seremos “viables” o “no viables”, tendremos mayor o menor esperanza de vivir muchos años (sólo esperanza: un accidente puede terminar completamente, en pocos segundos, con toda nuestra “viabilidad”). En una o en otra situación, mereceremos siempre ser respetados, con o sin ley, congelados o muertos de calor en un día de verano. Sólo nos basta una cosa: ser hombres, y no es poca cosa…
Fuente: Fernando Pascual
Algunos autores se han preguntado si existe un “pensamiento masculino” y un “pensamiento femenino”. Otros han lanzado una pregunta parecida en el campo de las acciones: ¿existe una ética del hombre y otra ética de la mujer?
Son preguntas que han cobrado fuerza en las últimas décadas, pero que habían sido formuladas ya en la Antigüedad. Platón, por ejemplo, no reconocía ninguna diferencia entre el hombre y la mujer en lo que se refiere a la vida del alma, es decir, en lo que se refiere al pensamiento y al actuar moral. Para Platón, tanto los hombres como las mujeres eran capaces de resultados muy similares en estos campos de la acción humana.
Conviene recordar el presupuesto desde el cual Platón llegó a esta idea “revolucionaria” en su tiempo: establecer una fuerte distinción entre el alma y el cuerpo. La sexualidad quedó situada en el ámbito de lo corporal, de lo contingente, de lo inferior. El actuar, en cambio, nacía desde el alma, que tenía un valor muy superior respecto del cuerpo, y no existía diferencia alguna entre el alma del hombre y el alma de la mujer.
En la actualidad también hay pensadores que ven el sexo como algo marginal o inferior, en parte debido a las contingencias corporales, en parte promovido por formas de educación de tipo discriminatorio. Entre estos autores es fácil intuir, en un modo más o menos escondido, una cierta concepción dualista del ser humano, en la que la vida intelectual y la vida moral puede superar las contingencias corporales para llegar a una uniformidad tal que no sea posible encontrar, en ese ámbito, diferencia alguna entre hombres y mujeres.
Pero las cosas no están tan claras. Según otros pensadores, existen diferencias intelectuales y diferencias morales que tienen su raíz en la constitución somática de cada uno, en lo genético, entre lo cual se encuentra también la propia sexualidad.
No es el momento de dirimir aquí un problema tan complejo, sino de considerar una teoría ética que se ha desarrollado en este contexto, y que subraya precisamente la dimensión afectiva de nuestras conductas por encima de visiones y de sistemas que miran, más bien, a normas universales más o menos abstractas. Nos estamos refiriendo a las éticas del cuidado (conocidas por su término en inglés como “ethics of care”).
En general, la ética del cuidado quiere recuperar la importancia de las dimensiones emotivas y los sentimientos, de las relaciones y del interés, en la vida moral.
Frente a éticas que buscan lo puramente formal (como el kantismo), lo meramente legal (como algunas interpretaciones de las éticas del derecho), o que deciden en función de los beneficios individuales o sociales (como el utilitarismo), la ética del cuidado quiere centrarse en el sujeto, en sus relaciones y afectos, en su manera de “imbuirse” en una situación o problemática ética, y en su deseo de decidir del modo que más favorezca el bienestar del otro, incluso por encima de reglas abstractas que no llegan a comprender las dimensiones emotivas de cada situación.
Es conocido que algunos autores han relacionado la ética del cuidado con el modo de pensar y actuar típicamente femenino. Podemos recordar aquí los nombres de Carol Gilligan (1982), y de Annette Baier (1985).
Para Gilligan, por ejemplo, los hombres (en general, no de modo exclusivo) tienden a subrayar la importancia de los derechos y la justicia, de los principios abstractos, mientras las mujeres (también en general) darían mayor importancia al sentido de responsabilidad que nace de las relaciones humanas, sentido que se hace especialmente fuerte en las relaciones entre padres e hijos.
No han faltado autores, también en las filas del feminismo, que han criticado esta posición por considerarla reductiva y promotora de injusticias. La mujer, dicen estos autores, no piensa sólo en clave de afectos y de responsabilidad, ni los hombres se reducen a hacer cálculos en función del derecho o de los principios universales. Igualmente, los críticos han notado que la diferencia de comportamientos éticos entre hombres y mujeres puede ser el resultado de la educación e, incluso, de una situación discriminatoria en la cual la mujer se ha visto siempre relegada a funciones de servicio y de atención de las necesidades domésticas.
Más allá de esta discusión, podríamos notar que el comportamiento ético de todo ser humano (hombre o mujer) implica la relación de muchos elementos. Por un lado, tenemos una inteligencia que recoge informaciones, que analiza una situación más o menos compleja, que entrevé diversas líneas de acción. Entre las posibilidades operativas, algunas se presentan como más fáciles, otras más difíciles; unas pueden ser legales y otras no; unas pueden producir un resultado en breve tiempo y otras a más largo plazo.
La visión religiosa influye también a la hora de decidir, lo mismo que la visión sobre lo que significa ser individuo de la especie humana. Un materialista cierra el horizonte de la acción a lo intramundano, mientras que un espiritualista se abre a lo transcendente y a la vida después de la muerte. En cada perspectiva el modo de juzgar la misma situación puede ser muy distinta.
Luego llega el momento de la decisión, en la que la voluntad se pone en juego. La complejidad del ser humano nos hace reconocer que no actuamos según lo que la inteligencia haya considerado como lo mejor, pues hay situaciones en las que tenemos claro que algo debe hacerse y no lo hacemos, y otras en las que consideramos injusta una estrategia operativa, y luego la llevamos a cabo. Elementos como el miedo, algún interés más o menos honesto, presiones familiares, sociales o de trabajo, llevan a poner en práctica comportamientos que habían sido inicialmente considerados como inmorales.
Un encargado de contratar personal, por ejemplo, cree (a nivel intelectual) que el sexo no debe establecer discriminaciones a la hora de asumir a un nuevo empleado. Sin embargo, puede encontrarse con una directiva de la empresa según la cual no hay que contratar a mujeres en edad fértil para determinados puestos de trabajo. Su actuación puede seguir su conciencia (a riesgo de ser despedido) o someterse al miedo y actuar, así, de forma discriminatoria.
En este complejo cuadro de las opciones morales, la ética del cuidado ofrece elementos interesantes, pero no suficientes, para determinar un comportamiento ético.
Son importantes, reconoce esta ética, las dimensiones emotiva y la responsabilidad, pero los sentimientos y el grado de implicación afectiva que pueden nacer en nosotros frente a otra persona no son suficientes para determinar una línea de acción éticamente correcta. Si el afecto familiar puede llevar a proporcionar dinero al hijo drogadicto que pide ayuda a sus padres, ese mismo afecto debería descubrir la importancia de otros principios éticos (también el de justicia) por el cual el modo de tratar al hijo puede ser radicalmente distinto.
Desde luego, los principios de justicia, respeto de la ley, fidelidad a la conciencia, no deberían contraponerse al afecto que une y que relaciona entre sí a los seres humanos, no sólo en el ámbito de la familia, sino también en las múltiples situaciones sociales que pueden crearse en la vida (encuentros casuales, relaciones de trabajo o de estudio, amistades, etc.). El verdadero afecto implica la integración de los deberes éticos en el ámbito de las relaciones, y esto vale tanto para el hombre como para la mujer.
En este sentido, la ética del cuidado no puede ser una ética sólo “para las mujeres” (algunas feministas defienden con firmeza esta idea), sino que corresponde a las exigencias más profundas de todo ser humano, llamado a existir desde los demás y para los demás. Un actuar ético que no tenga en cuenta al otro en su valor y dignidad como ser humano no corresponde al verdadero bien, que podemos descubrir todos, hombres o mujeres, desde el corazón que ama a los demás por lo que son y por lo que significan para nosotros.
Si ésta puede ser una contribución importante de la ética del cuidado, conviene subrayar que no es un signo discriminatorio el reconocer que las mujeres tienen una mayor capacidad de vivir de esta manera. Todo lo contrario: es una cualidad y una invitación a todos, también a los varones, a elevar el estándar moral, a pensar y a actuar “con una voz diferente” (parafraseando el título de la obra de Gilligan), con una voz capaz de acoger al otro en cuanto ser valioso en sí mismo.
Fuente: Fernando Pascual
En muchos debates son admitidas personas de opiniones distintas, contrapuestas, apasionadas. Los temas de discusión varían enormemente: la vida y la muerte, el aborto y la eutanasia, la fe y el ateísmo, el cambio climático y la globalización, los toros y las medicinas alternativas.
Podemos preguntarnos si ayudan las modalidades que se siguen en la discusión, si el pluralismo convertido en regla a la hora de escoger a los invitados sirve para acercarse a la verdad o crea confusiones en los muy variados televidentes, radioescuchas o internautas. Otras veces, hay que decir la verdad, los debates están muy manipulados y el pluralismo es solo aparente, pues los organizadores han favorecido enormemente una opinión y han dejado muy mal representada a la opinión opuesta.
Para juzgar el valor que tiene el pluralismo, cuando es auténtico pluralismo, imaginemos por un momento un debate sobre matemáticas en el que se usase el método que se sigue en algunos debates sobre el aborto: permitir que hablen los que están a favor y los que están en contra con un amplio espacio de libertad.
«Moderador: Un saludo a todos. Tenemos en el estudio a AA, que defiende la validez de la suma clásica según el sistema decimal. Está presente BB, que niega tal validez y propone una matemática anárquica y creativa. Y hemos invitado a CC, que considera que hay que ir más allá de la matemática para construir un mundo sin números.
AA: Un saludo a los espectadores. Gracias al sistema numérico decimal, o a otros sistemas compatibles, como el sistema binario, las ciencias han logrado un desarrollo imparable en los últimos 500 años de historia humana.
BB: Un saludo a los televidentes. Considero que la perspectiva de AA, además de dogmática e intolerante, atenta contra la fantasía y la creatividad, crea enormes traumas en millones de niños que son acusados de graves errores en sus tareas, y permite que los bancos persigan a través de tribunales arbitrarios a quienes no pagan sus deudas.
CC: Un saludo a todos. El mundo ha sido esclavo de los números durante años y años. No sólo hay que suprimir la matemática tradicional, sino también otras matemáticas alternativas, como la libertaria. Necesitamos vivir sin matemáticas, sin números, sin contabilidades. Podremos recuperar así un estado primitivo, original, como el de las tribus que muchos consideran retrasadas pero en las que se viven profundos y magníficos valores que el mundo mal llamado occidental ha olvidado durante siglos.
Moderador: Millones de personas hemos aprendido que 2+2 son 4, y la cosa funciona. ¿Podrían, de modo ágil, expresar su opinión sobre las operaciones más básicas que muchos conocemos y que tanto nos han ayudado?
AA: Es claro que 2+2 son, eran y serán siempre 4, a pesar de las oposiciones de libertarios o de anarquistas que buscan negar lo evidente. No podemos ir contra una verdad tan básica y tan sencilla, porque entonces negaríamos nuestra condición racional, la cual nos permite descubrir y aceptar lo evidente como algo connatural e indiscutible. Una vez asumida esta verdad, se convierte en fuente de paz y facilita los intercambios justos entre los seres humanos.
BB: Con posiciones como las de AA volvemos a visiones dogmáticas e intolerantes que han llenado de sangre la historia humana. Necesitamos superar esas ideas inquisitoriales de quien dice “yo tengo la razón” y los demás están equivocados. ¿Por qué no dar un premio a los niños que digan que 2+2 son 5? ¿Por qué imponer la tabla del 7 como fija e inalterable? ¿Por qué no convertir al número 0 en un dígito mucho más rico y simpático de lo que ahora significa?
CC: No hace falta proponer una matemática alternativa, por más novedosa que pueda ser, porque lo que necesita el mundo es renunciar a la matemática y al mal llamado progreso. Hemos de volver a sistemas de organización en los que el número no tenga presencia alguna. De lo contrario, seremos individuos empobrecidos, esclavos de presuntos saberes que reducen las casi infinitas posibilidades de realización de la naturaleza humana cuando consigue liberarse de pasados absurdos y de matemáticas esclavizantes.
AA: No podemos acusar a la matemática de intolerante, porque la verdad no crea ni daña a nadie. Aprender a interpretar y conocer los números sirve para miles de cosas, y permite alcanzar conquistas científicas que mejoran la calidad de vida de los seres humanos.
BB: Pero también, tienes que reconocerlo, los números encadenan a millones de personas con deudas externas asfixiantes. ¿Por qué no convertir mil millones de dólares de deuda, gracias a una nueva matemática, en un pago a realizar de 500 dólares en 5 meses?
CC: Aplicar los números a la economía, al trabajo de los pastores (“tengo 100 ovejas y 20 vacas”), a la familia (“tenemos 4 hijos”), a todo… es la fuente de los males más profundos. Si vamos más allá de las matemáticas construiremos un mundo sin fronteras, sin geometría, sin relojes, sin carreteras, libre hasta límites de fantasía insospechada.
Moderador: El tiempo es inflexible y tenemos que dejar espacio a la publicidad. Ha sido un debate apasionado y lleno de dinamismo, donde hemos podido enriquecernos ante perspectivas muy opuestas, todas ellas llenas del deseo de avanzar a nuevas conquistas culturales, etc., etc.»
Se trata, ciertamente, de una exageración, aunque no es totalmente inverosímil escuchar a veces razonamientos parecidos sobre temas de importancia vital.
Pero cuando escogemos como argumento de debate si una mujer puede decidir sobre la vida o la muerte del hijo que ya vive en sus entrañas (y que muchos no permiten llamarle así, “hijo”), ¿no ponemos en tela de juicio una de los principios más profundos que permite la convivencia humana, el del respeto a la vida? ¿No aceptamos que lo más hermoso y lo más noble, el amor y el cuidado que merece el más pequeño entre los humanos, sea tratado ante unos micrófonos como si fuese un tema discutible en el que cualquier opinión tiene derecho a expresarse? ¿No sería mejor, como alternativa, no poner nunca en debate que un hijo vale simplemente como hijo, y que vale la pena todo esfuerzo individual, familiar, social, para ayudarle antes y después de su nacimiento?
El aborto no es un tema sujeto al pluralismo. Habrá quien lo defienda, como hay quien defiende el terrorismo, pero no merece un espacio en el mundo de las comunicaciones humanas.
Nunca la vida de un ser humano puede ser objeto de debate público. Lo que sí podemos y debemos debatir, para llegar a resultados concretos, es cómo mejorar las condiciones de vida de millones de mujeres que no tienen ni asistencia sanitaria ni medios de subsistencia para ofrecer a sus hijos, antes y después de nacer, aquellos alimentos, medicinas y ayudas que les permitan una existencia saludable y bien asistida. A ellas y a sus hijos, que ya existen y que merecen todo el apoyo de cualquier sociedad que tenga un mínimo de justicia y de dignidad.
Fuente: Fernando Pascual
La ley puede otorgar ciertos derechos. Pero hay derechos que existen por encima de la ley.
El derecho a ser curado, a ser atendido como enfermo, es anterior a cualquier ley. Como también es derecho del enfermo el decidir si seguir o no seguir un tratamiento concreto si tiene motivos válidos para pedir una cosa u otra.
Por eso, una ley sobre la suspensión de tratamientos debería limitarse a garantizar el derecho del enfermo a dar su “sí” o su “no” a ciertas intervenciones médicas que, a juicio del enfermo, puedan ser vistas como muy dolorosas o excesivamente pesadas para su situación concreta.
En cambio, una ley sobre un tema tan delicado no debería convertirse en un método sutil para introducir dos delitos: la eutanasia y la asistencia al suicidio.
La eutanasia es siempre un homicidio, porque consiste en producir la muerte de un enfermo. Ningún estado debe permitir que una persona tenga permiso para eliminar a otro, aunque sea un “enfermo terminal”.
Igualmente, el suicidio asistido es también un delito, incluso en algunos casos un homicidio. Será un delito grave, colaboración en un suicidio, si el que “asiste” se limita a dar medicinas u otras ayudas para que el suicida pueda realizar su deseo. Será homicidio si el que “asiste” acaba con la vida de quien desea suicidarse.
El que una persona, sana o enferma, pida a otro que termine con su vida, no otorga ninguna excepción a la regla universal: nadie tiene derecho a eliminar la vida de otro ser humano.
Hemos de garantizar al máximo todos los derechos de cualquier persona que sufra una enfermedad, especialmente si se trata de una enfermedad terminal. Tal persona merece ser atendida en su dolor, merece recibir aquellos tratamientos que ella considere adecuados. Tiene, además, el derecho a decir “no” a una acción médica que sea vista como sumamente dolorosa y que ofrezca muy pocas esperanzas de mejorías.
El enfermo, por lo tanto, tiene derecho a renunciar a aquellos tratamientos que ya no le devolverán la salud y que le resulten sumamente pesados. En ese caso, deberá recibir las atenciones mínimas que merece como ser humano: tratamiento del dolor, alimentación, hidratación. Deberá recibir, sobre todo, cariño y acompañamiento humano, que son las necesidades más profundas que experimenta como persona y como enfermo que camina, lentamente, hacia el final de su existencia terrena.
Fuente: Fernando Pascual
Noticias recientes sobre engaños y actuaciones incorrectas de algunos científicos nos permiten lanzar la pregunta: ¿existen límites éticos que el científico no puede traspasar?
Hay quienes piensan que hablar de “límites éticos” de la ciencia es algo así como caer en formas de censura que no permitan al científico desarrollar todas sus intuiciones. Pero si la ciencia es una actividad humana, que toca a los demás, que beneficia (o perjudica) a otros, que conlleva grandes cantidades de dinero y que puede servir para detener enfermedades o para provocarlas, está claro que debemos poner muros firmes y seguros para que no se dañen a seres inocentes o “culpables” (no nos parece justo que se realicen experimentos sobre criminales o prisioneros, cosa que por desgracia se ha hecho en algunos momentos de la historia).
¿Cuáles son los límites mínimos que podemos pedir al científico en su trabajo de investigación? Podemos aplicar un esquema sencillo: límites en los fines u objetivos, en los medios, en los resultados y en los costos económicos y sociales.
Límites en los fines: está claro que una investigación que tenga como objetivo destruir vidas humanas debe quedar totalmente fuera de nuestro horizonte. Por desgracia es algo que se hizo en la Alemania nazi, donde se veían qué gases y qué métodos eran más adecuados para los asesinatos de masa. Y es algo que se sigue realizando cuando se buscan maneras más o menos refinadas para el aborto, el infanticidio, la eliminación de ancianos o de personas enfermas, la construcción de “eficaces” armas de exterminio, etc.
Límites en los medios: una vieja sentencia ética afirma que un fin bueno no puede justificar un medio malo. Curar a una persona que tiene graves problemas de riñones no puede permitir el que se elimine a un enfermo más o menos grave que puede convertirse, así, en donante anónimo de un riñón que hará feliz a otro… Descubrir una vacuna contra el SIDA a costa de recurrir a voluntarios “forzados” que se verán seguramente contagiados por el terrible virus no puede ser lícito, aunque se pueda curar, luego, a miles de enfermos necesitados. Nunca la muerte de un inocente quedará justificada con el posible beneficio de otras personas (aunque sean miles o millones los beneficiados).
Límites en los resultados y en los costos económicos y sociales: cada acto que realizamos implica un pequeño cambio en el planeta. Si existe un riesgo alto por difundir en la especie humana un virus peligroso, el científico sabe que no puede poner en marcha procesos experimentales que podrían escapársele de las manos. Si la búsqueda de una nueva vacuna para pocos implica gastos enormes del presupuesto de un estado que no ha garantizado todavía el acceso al agua potable de miles o millones de sus ciudadanos, es obvio que tal investigación quedará aplazada hasta que se cubran antes necesidades más urgentes. Esto no significa, desde luego, que haya que cerrar los grifos de la financiación a los científicos y dejarles sin ayuda. Lo que sí está claro es que antes que mejorar las técnicas de cirugía estética habría que seguir invirtiendo más y más fondos en la eliminación del cáncer o en asegurar a las mujeres un embarazo sin peligros para la salud del niño y de la madre.
Pero todos estos límites no deben quitar nunca al científico su libertad más profunda: la del buscador de la verdad y del bien. Todo científico tiene, por esencia, vocación a abrir nuevas fronteras para el bien de la humanidad. A pesar de las críticas que todavía se alzan en muchas partes, hay que reconocer que gracias a importantes mejoras en la producción agrícola hoy comen millones de personas que, quizás, se encontrarían sumergidas en el hambre o la desesperación. Y esas mejoras las lograron científicos que, con responsabilidad y con amor, supieron dedicar sus vidas y su mente a descubrimientos que hoy son patrimonio de la humanidad.
A la ciencia hay que darle su lugar, sin que se vea pisoteada por políticos que sólo quieren el aplauso inmediato ni por ideólogos que tal vez se asustan ante la posibilidad de que alguien ayude al trigo a dar más granos con menos desgaste de la tierra. Pero esto no significa permitirle al científico que se considere a sí mismo como si fuese una especie de divinidad que dicte lo que sea bueno y lo que sea malo, que decida quién debe vivir y quién debe morir… En esto, como en todo, hay que seguir dando a la ciencia lo que es de la ciencia, y a la sociedad y a cada conciencia ética lo que les pertenece, especialmente a la hora de juzgar lo que es el bien y lo que es el mal en el mundo de los laboratorios.
Fuente: Fernando Pascual
Según grandes pensadores del mundo antiguo y del mundo moderno, el placer sería el fin de la vida ética. Es decir, vivir bien consistiría en disfrutar lo más posible, en evitar dolores inútiles, en sacarle a la existencia todo su jugo de gustos y de satisfacciones, de éxitos y de alegrías.
La doctrina filosófica que defiende estas tesis recibe el nombre de hedonismo. Ya en el mundo griego hubo hedonistas famosos. Entre ellos destaca Epicuro (siglos IV-III a.C.). Para Epicuro, la filosofía tiene que ayudarnos a ser felices, es decir, a disfrutar al máximo y con una buena dosis de buen gusto.
Es interesante notar que para Epicuro y su escuela no todo placer es “bueno”, pues hay placeres que nos producen grandes dolores. Pensemos, por ejemplo, en un festín que nos ha costado mucho dinero y que luego nos causa dolores de estómago y discusiones en la familia. Por eso Epicuro decía que lo mejor sería buscar placeres “tranquilos” y “naturales”, que no causen problemas ni provoquen enfermedades. Es mejor un placer sencillo y asequible, como un vaso de agua fría en una tarde de verano, que no una botella de tequila costosa y no siempre saludable.
Pero la teoría de Epicuro se ha encontrado siempre con un gran problema: ¿qué hacer cuando el deseo nos pide placeres intensos y peligrosos? Epicuro diría que hay que aguantarse para orientar nuestro deseo hacia placeres futuros y más sencillos. Pero si uno no sabe si vivirá mañana… Por eso el epicureísmo fue muy criticado, especialmente porque el dinamismo del placer lleva consigo el ir más allá del orden, incluso más allá del respeto a los demás y a uno mismo.
Platón (siglos V-IV a.C.) ya se había dado cuenta de este problema antes de Epicuro, e hizo un análisis muy interesante del dinamismo del placer. En uno de sus diálogos, el Gorgias, Platón explicaba cómo hay quienes buscan el placer como si fuesen toneles agujereados. Quien vive de este modo piensa que la felicidad consiste en llenar y satisfacer continuamente su deseo, y si el deseo es insaciable porque el alma o el “tonel” se vacía, habría que buscar nuevas experiencias, gustos y caprichos de modo indefinido. ¿Puede ser feliz alguien así, se preguntaba Platón? ¿Y qué pasa cuando se acaba el dinero o llega una enfermedad?
El hedonismo antiguo tuvo un cierto éxito, pero sufrió un duro golpe con las ideas de Platón y de Aristóteles. En el mundo moderno, sin embargo, el hedonismo ha resurgido con fuerza. En especial a partir del siglo XVII y del movimiento de los libertinos en Europa.
Uno de los filósofos que más ha promovido el hedonismo fue el inglés Jeremy Bentham (1748-1832). Para Bentham, el hombre está determinado por el principio de utilidad, que nos dice que todo lo que hacemos es para conseguir un placer o para evitar un dolor. Esta teoría ha recibido el nombre de utilitarismo, y fue defendida por John Stuart Mill (1806-1873) y, en la actualidad, por el filósofo australiano Peter Singer (nacido en 1946).
Algunas teorías del siglo XX han llevado a la difusión del hedonismo. Por un lado, la propuesta psicológica de Sigmund Freud (1856-1939) dio una enorme importancia al instinto sexual o libido como fuente de las principales actividades del hombre, en una búsqueda continua por satisfacerse al máximo. Por otra, una serie de intelectuales promovieron la “revolución sexual”, es decir, una cultura en la que el placer sexual fuese visto como un fin en sí mismo, sin tener que depender de la familia o de la procreación. Entre los principales promotores ideológicos de la revolución sexual podemos mencionar a Wilhelm Reich (1897-1957) y a Herbert Marcuse (1898-1979).
Al mismo tiempo, durante la segunda mitad del siglo XX se alcanzó un alto nivel de bienestar en los países más desarrollados. Esto ha facilitado un estilo de vida más lleno de objetos, de facilidades, incluso de caprichos. La difusión de las técnicas anticonceptivas permitieron que el sexo fuese cada vez menos “peligroso”, es decir, más liberado de las responsabilidades ante la concepción de futuros hijos. El aborto, por su parte, se difundió como solución a embarazos no deseados y como medio para que ningún hijo “estropease” los deseos y proyectos de los adultos.
El resultado de estos fenómenos son manifiestos: millones de adolescentes, jóvenes y adultos orientan todas sus opciones a la búsqueda de lo placentero y de lo fácil. Rehúyen, además, de aquellos compromisos o modos de vivir que impliquen sacrificios o renuncia. Muchos de ellos viven de un modo egocéntrico, con un deseo desenfrenado de satisfacer los propios caprichos. El uso de la sexualidad como fuente de placeres sin responsabilidades, de la droga, del alcohol, de los instrumentos y juegos tecnológicos, son sólo expresión de una cultura hedonista.
A pesar de que parece que el hedonismo sea una mentalidad en auge, hay algo en el interior de cada ser humano que nos deja inquietos y nos invita a otros horizontes. Si millones de personas viven obsesionadas por la conquista de sus gustos, otros millones de personas trabajan y luchan cada día para cuidar a sus hijos o a sus padres, para promover la justicia social y el respeto de los más débiles, para ayudar a las mujeres a no abortar, para sostener a las familias pobres en su esfuerzo por salir de la miseria y conquistar condiciones de vida más dignas.
Entonces, ¿cómo superar la mentalidad hedonista? ¿Qué hacer para no llegar a ser prisioneros del placer? El hedonismo pierde toda su fuerza cuando dejamos al amor triunfar dentro de nosotros mismos. Si el hedonismo nos hace egocéntricos y nos esclaviza a lo inmediato, el amor nos lleva a poner, como fulcro de nuestra atención, al otro, al bien de aquellos seres a los que queremos sinceramente, a los que deseamos una realización plena.
Sólo entonces nos daremos cuenta de que el no hedonista es realmente feliz. O, en otras palabras, que el renunciar a la búsqueda de placeres egoístas nos abre las puertas a dimensiones superiores y más profundas, que llegan a producir una felicidad que no dependen del simple juego de satisfacción/insatisfacción que es propio de una vida de sentidos Nos lleva a vivir según nuestra espiritualidad, que es lo más propio del hombre y, por lo mismo, lo que produce una felicidad más rica, más estable, más profunda, más plena. Cada “no” al placer inmediato será “satisfactorio” si está acompañado de un “sí” a valores altruistas.
Vivir según el hedonismo es avanzar hacia lo más fácil y lo más bajo que existe en el ser humano. Tenemos, sin embargo, un corazón y una razón que nos piden otro estilo de vida. Más generoso y menos egoísta, más solidario y menos injusto, más fiel y menos caprichoso. Un estilo de vida que, en el fondo, ha sido capaz de promover el mucho bien que nos rodea y que quisiéramos fuese asequible a todos. Un estilo de vida que exige sacrificios para conquistar metas nobles y buenas, y que produce una satisfacción mucho más honda de la que nos pueda dar el vivir sólo según el capricho del momento…
Fuente: Fernando Pascual