Twitter response:

Categoría: Bioética

Droga para uso personal: ¿despenalizarla?
Droga para uso personal: ¿despenalizarla?

¿Cómo afrontar el hecho de que muchas personas tengan consigo droga para uso personal? El Estado, ¿tiene la obligación de castigar a quienes poseen pequeñas cantidades de droga? ¿No debería más bien perseguir solo a los traficantes y dejar tranquilos a los consumidores particulares, muchos de ellos víctimas de la drogadicción?

La pregunta se repite en diversos contextos y exige una respuesta, pues según la misma los legisladores y los gobiernos, la policía y los jueces, podrán actuar de modo tempestivo y con la eficacia que se espera para el bien de las personas y de toda la sociedad.

Es oportuno evidenciar que la “droga en el bolsillo” no se reduce a la problemática que pueda tener el consumidor (ocasional o habitual, en sus momentos iniciales o ya sumergido en la dependencia), sino que involucra de modo más o menos directo a otras personas: al productor de droga, al traficante, a los que la venden como “mayoristas” o como minoristas, a los familiares del “consumidor”, a las estructuras sanitarias (que atienden a cientos, incluso miles, de adictos), a los educadores y amigos, a los compañeros de trabajo, etc.

Además, el tema “droga” toca muchas dimensiones, físicas, psíquicas, espirituales, familiares, escolares, sociales, culturales, económicas, políticas, etc. Por lo mismo, hablar sobre el consumo personal de drogas en su dimensión legal, dejando de lado los demás contextos, es siempre algo insuficiente y parcial, aunque resulta útil centrarse en el mismo para analizarlo en profundidad. En ocasiones será posible aludir a otras dimensiones del fenómeno, pero por motivos de brevedad concentraremos la atención en la relevancia jurídica que nace del hecho de tener droga para uso personal.

Partimos de una reflexión a la que se recurre al tocar esta temática. Sabemos que no todo lo éticamente incorrecto debería convertirse en algo punible por la ley. Al mismo tiempo, todo lo que sea o pueda llegar a ser peligroso para terceras personas, y en algunos casos también para uno mismo, es no solo éticamente incorrecto, sino también algo que va contra la justicia y el orden social, por lo que las autoridades tienen la obligación de intervenir para impedir daños y para castigar a quienes promueven o ejecutan actuaciones de ese tipo.

Expliquemos más a fondo esta idea. Existen miles de comportamientos erróneos e inmorales sobre los que el Estado no tiene que intervenir. Por ejemplo, si uno es egoísta y en casa escoge siempre la fruta más sabrosa y deja la peor a los demás, si no ayuda en las tareas familiares porque prefiere “navegar” en internet, si no hace los deberes universitarios, si grita al vecino porque tiene un perro que ladra mucho…

Esas y otras muchas situaciones parecidas tienen un peso social reducido, no dañan la justicia de modo relevante. Sería absurdo proponer intervenciones policiales y juicios en los tribunales (de por sí ya saturados, en muchos países, por todo tipo de querellas) para eliminar ese tipo de comportamientos. Nadie irá a un juzgado porque no visitó a un amigo enfermo, aunque éticamente es bueno no dejar solos a quienes necesitan más ayuda. Pedir que el Estado intervenga en comportamientos de este estilo llevaría, además, a una inflación del poder público que llegaría a asfixiar casi por completo la legítima libertad de las personas y de los grupos sociales.

Otros comportamientos, en cambio, implican daños sociales de importancia, hieren derechos de otras personas, promueven el desorden, alimentan la delincuencia, socavan los cimientos en los que se construye la sociedad. Ante los mismos el Estado tiene la obligación de intervenir con leyes concretas y con acciones “represivas”, en orden a impedir tales comportamientos y a castigar a quienes los ejecuten.

Apliquemos lo anterior a un tema concreto: la posesión de armas de fuego. ¿Es lícito adquirirlas libremente, conservarlas en el propio hogar, o incluso llevarlas consigo en la calle, en el trabajo, en lugares públicos?

En Estados Unidos, con ciertos límites, se ha dado una respuesta más bien afirmativa a algunas de estas preguntas. Los resultados, sin embargo, no son muy halagüeños. En otros lugares, la respuesta ha sido claramente negativa en la mayoría de los casos, para evitar situaciones de peligro. Los Estados “prohibicionistas” tienen que combatir, desde luego, la posibilidad de un tráfico ilegal de armas, que se concreta allí donde exista una mayor “demanda” de posesión de tales armas.

Añadimos, porque es algo que algunos olvidan y que aplicaremos al tema de la droga, que el simple hecho de legalizar la posesión de ciertas armas de fuego no elimina el tráfico y la venta ilegales de las mismas. Existen muchos productos legalizados (un caso clásico es el del tabaco) sobre los que existe todo un mundo sumamente rentable de ventas clandestinas.

El criterio de fondo en este tipo de intervenciones legislativas y jurídicas es el siguiente: el Estado no puede permitir que los individuos, amparados en presuntos derechos personales, tengan pertenencias o realicen comportamientos (inclusive a través del simple uso de la palabra: es delito en muchos lugares la apología del terrorismo o del racismo) que implican peligros potenciales o daños concretos a la salud, a la vida, a la fama y a otros derechos fundamentales de algunos seres humanos. Por lo mismo, allí donde un comportamiento o un objeto particular signifique un primer paso para el desorden social, para el daño (de relevancia) de otros (a veces, también, de un mismo), es plenamente lícito, incluso es un deber ineludible, intervenir de modo represivo, sea evitando las situaciones de peligro, sea castigando a quienes violan las leyes (en el caso de las armas, a través de la tenencia, producción y comercio de armas ilícitas).

Con la reflexión que acabamos de ofrecer podemos afrontar ahora el tema de la droga, y volvemos a las preguntas iniciales. ¿Es lícito que el Estado establezca leyes prohibitivas y penalice el hecho de poseer droga para uso personal? ¿No sería mejor que las leyes permitiesen a las personas particulares llevar consigo “cantidades mínimas” de drogas (estupefacientes, psicotrópicos, etc.) para uso y consumo personal?

Para agilizar el desarrollo de las reflexiones, hablaré de “droga personal” para referirme a cantidades de droga en posesión de una persona que se supone sirven solo para el propio uso y consumo.

El camino hacia la respuesta supone una reflexión atenta sobre la posible peligrosidad social del consumo de drogas. Ha quedado claro que el Estado no interviene (no debería intervenir) en aquellas situaciones éticamente reprobables que no tengan relevancia social. ¿Es tan peligrosa la “droga personal” como para justificar una intervención “represiva” contra la misma?

Es oportuno poner ante nuestros ojos los distintos niveles del problema droga. Uno de ellos sería el nivel fisiológico: analizar los componentes de las diversas drogas y sus efectos en el organismo humano. Otro sería el nivel psicológico: estudiar los efectos de las drogas en el desarrollo o “involución” de la personalidad de quienes las consumen, especialmente cuando provocan dependencia psicológica (que puede o no estar acompañada de dependencia fisiológica). Otro sería el nivel social: evidenciar en qué sentido el consumo de drogas modifica las relaciones con los demás, enrarece las relaciones familiares y de otro tipo, llevando a situaciones de enorme daño para las distintas personas que están más o menos cerca de quien vive esclavo del mundo de la droga.

El nivel social incluye también la actividad económica que permite la adquisición de la “droga personal”, actividad que, en cuanto demanda, despierta en algunas personas interesadas y hábiles el deseo de corresponder a esa demanda con la “oferta” de drogas, obtenidas por caminos, en muchos países, ilegales, con lo que implica de fomento de la criminalidad organizada (narcotraficantes, grupos terroristas financiados a través de la droga, mafias de diverso tipo, etc.). Además, el consumidor de drogas, sobre todo si se encuentra en una fase de dependencia aguda (estado de drogadicción) puede incurrir en delitos más o menos graves para conseguir el dinero que necesita para seguir comprando drogas.

Distinguir los niveles ayuda, ciertamente, a clarificar las reflexiones y a discutir de modo ordenado. Pero en el ser humano esos niveles se dan relacionados: lo que ocurre en la propia sangre o en las neuronas lleva consigo consecuencias psicológicas y comportamentales, que repercuten en la vida social, etc. Al revés, una situación de tensión familiar o de desazón psicológica puede preparar a una persona a introducirse en el mundo de la droga o del abuso de bebidas alcohólicas, provocando así reacciones en cadena que pueden agravar y empeorar la situación.

Fijémonos ahora en el nivel fisiológico. Sabemos que un alimento normal, tomado en cantidades excesivas o según la situación particular en la que se encuentre una persona concreta, puede convertirse en fuente de enfermedades o incluso provocar la muerte. El diabético, por ejemplo, es consciente de que no debe tomar azúcar u otros alimentos. ¿Son las drogas sustancias que pueden ser vistas como alimentos o sustancias “normales” para la gente en general, y solo peligrosas para algunas personas concretas?

No es fácil responder ante la gran variedad de drogas que existen y las que puedan aparecer en el futuro. Sintéticamente podemos dar una respuesta negativa: las drogas provocan importantes alteraciones en el organismo, daños a corto o a largo plazo en el cerebro, estados de alteración más o menos graves en el comportamiento. Conllevan, además, el peligro de inducir a una creciente dependencia o al paso de drogas “menos peligrosas” a drogas más peligrosas. Añadimos aquí que la distinción entre “drogas blandas” y “drogas duras” ha sido puesta en discusión y se prefiere más bien clasificar las drogas según los efectos farmacológicos y psicológicos que cada sustancia produce en el organismo humano.

Por lo que respecta a las alteraciones psicológicas y comportamentales que produce la droga, vemos cómo en muchos casos son asimilables a las que produce el exceso de alcohol. Si reconocemos que el abuso de bebidas alcohólicas ya está ampliamente penalizado en muchos lugares del mundo precisamente por la peligrosidad social que se genera a causa de las borracheras, entonces es fácil concluir que la “droga personal”, en cuanto sustancia peligrosa, exige una intervención penal en vistas a apartar a las personas de su consumo y a evitar los daños sociales que se siguen del mismo.

Desde luego, la penalización del consumo de droga implica automáticamente la prohibición de su venta, de su comercialización y de su producción, siempre que tales actividades estén orientadas a abastecer el mercado de la “droga personal”. No se excluye, lo cual toca decidir a las autoridades después de haber escuchado a los expertos en medicina, el que algunas drogas concretas puedan ser usadas (producidas, comercializadas) como sustancias farmacéuticas y con un estricto control médico y social, para evitar el que lleguen a ser vendidas con otros fines.

Por todo lo expuesto, creemos posible dar respuesta a la pregunta inicial: ¿el Estado tiene obligación de castigar a quienes poseen pequeñas cantidades de droga? Sí, porque la “droga personal” no solo provoca graves daños personales, a nivel fisiológico y comportamental, sino que lleva a graves daños sociales, en dos niveles. Un nivel de daños surge desde la misma alteración fisiológica y psíquica: quien consume drogas llega con facilidad a situaciones de semi-inconsciencia o de euforia que afectan, incluso gravemente, a otras personas.

Otro nivel nace del simple hecho de que consumir droga solo es posible después de haber comprado droga (una sustancia ilegal); es decir, la compra de drogas alimenta y sostiene el mundo de la delincuencia, una delincuencia sumamente peligrosa, como se está demostrando en la existencia de mafias y de grupos terroristas alimentados con el tráfico de drogas, y que han alcanzado un poder económico tan elevado que puede poner en peligro la vida y la estabilidad de algunos Estados del planeta.

Bastaría este segundo nivel (sin dejar de lado el primero) para prohibir la “droga personal”. Porque una persona llega a conseguir un producto ilegal si lo ha comprado (directamente o a través de otros) en el mundo de la delincuencia y la ilegalidad, en el reino del poder del narcotráfico. Este simple motivo, sin desconocer todos los daños personales y sociales que genera la drogadicción, y sin dejar de lado los enormes costos sanitarios que suponen para la administración pública tener que crear y mantener estructuras para atender a los drogadictos, bastaría para considerar necesario la intervención punitiva contra quienes colaboran con la criminalidad al adquirir “droga personal”.

En conclusión, ¿hay que despenalizar la droga para uso personal? No. Lo que sí es urgente es promover una sociedad con valores y principios claros, que permita a jóvenes y adultos vivir sanamente, y que les aparte de las redes de las dependencias (droga, alcohol, prostitución, etc.) que provocan enormes daños individuales y sociales, y que alimentan un mundo de delincuencia que no puede coexistir con un Estado sano.

Prohibir la “droga personal” es solo un aspecto, importante ciertamente, de la lucha contra la droga. Saber integrarlo con otras acciones, según una visión equilibrada sobre lo que significa la vida humana y sobre las virtudes que llevan a un desarrollo integral de la propia personalidad, es uno de los grandes retos que deben asumir todos los que, de cualquier forma, intervienen en la tarea educativa.

Fuente: Fernando Pascual.

Emplear el dinero para la vida
Emplear el dinero para la vida

Empresas, corporaciones, personas particulares, entregan su dinero a grupos que promueven el aborto, a quienes buscan la muerte de los hijos antes de nacer.

Esto ocurre porque esas corporaciones y esas personas no saben que la asociación “X”, que el centro “Y”, que la ONG “Z”, defienden y usan el dinero donado para la muerte.

Gracias a ese dinero, y al dinero de quienes trabajan sin descanso para que el aborto aumente en el mundo, existen tantas iniciativas llevadas a cabo por grupos abortistas para engañar a las personas, para promover la mal llamada “salud sexual” (si fuera salud, no incluiría nunca el aborto), para difundir publicaciones sobre “educación sexual” que deseducan y destruyen los auténticos valores, etc.

Por eso es urgente abrir los ojos y ver a dónde va nuestro dinero. No podemos permitir que personas de buena voluntad sean engañadas y ofrezcan donativos a grupos que van contra la vida, contra la salud, contra la educación, contra la justicia, porque promueven uno de los actos más injustos que existe actualmente en el mundo: el aborto.

Frente a esta situación, es urgente individuar qué grupos están a favor del aborto y desvelar cómo promueven sus proyectos asesinos. Una vez individuados, hay que informar a las personas honestas y a las asociaciones para que no sean engañadas por esos grupos, para que nunca vuelvan a darles donativos.

Al mismo tiempo, hay que promover a los grupos, asociaciones o personas particulares que trabajan día a día para ayudar a las madres, para cuidar a los bebés en las zonas más pobres, para defender la verdadera salud (porque salud es lo más contrario que existe al aborto), para difundir una sana y auténtica educación sexual en la familia, para que ninguna mujer sea presionada a abortar, sino que todas sean ayudadas a llevar adelante el embarazo.

Es triste constatar la cantidad de dinero con la que son apoyados grupos enemigos del hombre y de la vida, y la falta de medios económicos en la que trabajan grupos que dicen sí a la vida y a los derechos humanos más elementales.

Decía Quevedo que “poderoso caballero es don dinero”. El movimiento abortista empezará a perder la fuerza con la que ha logrado embaucar a millones de personas y a difundir el crimen del aborto en tantas ciudades y naciones cuando deje de recibir dinero de todos aquellos ciudadanos honestos y asociaciones que hasta ahora han sido engañados y han dado su dinero para el mal.

A la vez, el mundo volverá a respirar con un pulmón distinto cuando ese dinero sirva para lo que tiene que servir: para el bien. Y cuando más y más corazones reconozcan lo que todos sabemos pero muchos no llegan a ver ofuscados por el engaño o las pasiones: que cada vida humana, desde que inicia en el seno materno hasta que termina sus días, es siempre algo maravilloso, que merece nuestros mejores esfuerzos y nuestro cariño.

Fuente: Fernando Pascual

¿Por qué creo que eres persona?
¿Por qué creo que eres persona?

Imaginemos que un profesor ha puesto la siguiente pregunta en un examen: ¿creen ustedes que todos los seres humanos son personas? Entre las respuestas, quizá podríamos encontrar algunas como estas: “Sólo son personas los blancos”. “Sólo son personas los negros”. “También son personas los orangutanes”. “No son personas los fetos”. “Son personas sólo los que acaban de nacer”. “Dejan de ser personas los que no pueden entender ni razonar de un modo normal”. “No sé qué significa ser persona”. “Los varones no son personas”. “Los chicos no son personas”. Y las posibilidades se podrían alargar hasta el infinito.

Desde luego, si alguien nos dijese que ser persona es el resultado de creencias subjetivas, pues no todos pensamos lo mismo. Si además afirmase que hay algunos hombres que son personas y otros que no lo son, las consecuencias podrían ser trágicas. Seríamos capaces de repetir páginas de la historia tan tristes como el Holocausto de los judíos, el genocidio de los armenios, la esclavización de los negros, la opresión de la mujer, el sacrificio de los prisioneros de guerra a los dioses, el infanticidio como sistema para eliminar los defectos en los recién nacidos, y el uso del aborto como “método” para evitar que nazcan seres humanos no deseados.

Es cierto que algunos se dedican a discutir por discutir, y son capaces de afirmar que no es posible saber lo que significa la palabra “persona”. Pero no podemos quedarnos en la pura discusión, pues al político, al parlamentario, al médico y al ciudadano normal nos interesa establecer con la mayor precisión posible quiénes son personas y quiénes no lo son. Tal vez podríamos concordar en algunos parámetros objetivos para llegar a un acuerdo. Incluso, para empezar, podemos dejar de lado por un momento el uso de la palabra “persona” y fijarnos solamente en lo que significa el pertenecer a la especie humana.

El primer parámetro fundamenta todo lo demás: todo individuo de la especie humana debe ser respetado en sus derechos, por el simple hecho de que es individuo de la especie humana, sin mayores especificaciones. No podemos fijarnos en su tamaño (si mide un metro, dos metros o 3 centímetros), ni en su coeficiente intelectual, ni en su sexo, ni en la situación económica de su familia, ni en la claridad u oscuridad de su piel, ni si entra en una mezquita o en una iglesia o en una asociación de ateos. Basta con que sea hombre para que podamos defenderlo en su dignidad. Por desgracia, no todos llegan a esta convicción básica sobre la que puede construirse un derecho mínimamente justo, pues las discriminaciones y los juicios sumarios sobre grupos distintos del propio son algo tan viejo y tan actual como los moretones en las cabezas de los niños.

El segundo parámetro debería ser la consecuencia lógica del primero: si ser individuo de la especie humana es la fuente del respeto y del valor de cada uno, entonces cualquier discriminación que vaya contra ese respeto es una injusticia. Es claro, lo repetimos, que existen las diferencias. No habla igual un chileno que un japonés, ni tienen el mismo color de ojos un niño ruso y un niño africano. Son distintos los pasteles en Alaska y en Filipinas, y la camiseta que usa un futbolista no sirve para vestir a Susanita que acaba de cumplir tres años.

Soñar con que todos seamos iguales es algo absurdo, porque existen millones de diferencias entre unos y otros. Pero las diferencias que nos separan no quitan la unidad profunda: el embrión y el anciano, el canadiense y el sudanés, el rico y el pobre, un famoso actor de cine y el hombre que vive en cavernas del Suroeste de África, son igualmente dignos, igualmente valiosos, igualmente personas, y nadie puede cometer ninguna injusticia contra otro ser humano, aunque uno sea un rico encorsetado y el otro un pobre más lleno de parches que de bolsillos.

Por lo tanto, y ese es el tercer parámetro, una sociedad verdaderamente justa será aquella que sepa respetar a cada ser humano en sus derechos más elementales. El primero de esos derechos, el que permite defender los demás, es el derecho a la vida. Como toda vida empieza antes del nacimiento (porque sería un milagro que sólo empezase cuando vimos la luz al terminar el embarazo), el aborto es un acto injusto, es un crimen.

No todos acepten esta verdad evidente (también es evidente que los “indígenas” son seres humanos, y no han faltado “hombres de cultura” que han dudado de esta evidencia…), pero no por ello deja de ser válida. Dos más dos serán cuatro aunque alguno siga diciendo que son tres, sobre todo a la hora de presentar sus cuentas al estado.

Como toda vida necesita un poco de comida y de protección (casa, vestidos, cariño), es injusto cualquier sistema económico que impida a algunos lo necesario para vivir mientras otros dejan pudrirse toneladas de alimentos “sobrantes”. Como toda vida humana está llamada a crecer y a desarrollarse de modo racional y responsable, habrá que eliminar cualquier forma de imposición o de amenaza que impida el acceso a la educación y al uso correcto y ordenado de la libertad, en el respeto que siempre merecen los demás.

Podríamos seguir con toda una lista de derechos y de deberes que nacen del punto de partida: todos los hombres somos concebidos con una misma dignidad, y nadie, amparado en ninguna ideología o visión totalitaria o eugenismo discriminatorio, podrá eliminar esa dignidad, aunque lo pretenda de palabra o con comportamientos o leyes llenas de injusticia y de maldad.

A la pregunta inicial respondemos con seguridad: creemos que todos los seres humanos somos personas. Esperamos, además, que este milenio, que ha iniciado con la marca de injusticias y violencias (guerras, atentados terroristas, hospitales que practican el aborto, economías que privilegian sólo a los ricos, rencores hacia quienes son de otra raza o de otra cultura) pueda cambiar de ruta para empezar a vivir aquello que se firmó en las Naciones Unidas un 10 de diciembre de 1948: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…” (art.1).

Fuente: Fernando Pascual.

Alternativas ante embarazos problemáticos
Alternativas ante embarazos problemáticos

¿Qué alternativas existen cuando una adolescente no casada empieza un embarazo? Para algunos, existen dos alternativas: tener el hijo, con las diversas problemáticas que ello implica en la vida de la adolescente; o provocar el aborto, que también conlleva secuelas y consecuencias sumamente graves, sobre todo porque el aborto es siempre un acto injusto que suprime la vida de un hijo inocente.

Plantear así la cuestión es insuficiente. Porque existe una tercera alternativa: dar al hijo en adopción. Si no queda abierta esta puerta, muchas adolescentes sentirán que el mundo se les viene encima ante un test positivo de embarazo, y sufrirán presiones de todo tipo para que comentan el gesto dramático de eliminar la vida del propio hijo.

En el horizonte de esta temática, hay un punto que conviene no perder de vista: siempre que inicia un embarazo nos encontramos ante una nueva vida. Esa vida, ese hijo, existe desde un padre y una madre. Serán dos personas muy jóvenes, quizá no estarán preparadas para lo que significa atender a su hijo, tal vez serán adultos abrumados por un sinfín de problemas personales y laborales. En cualquier situación, no podemos olvidar lo más importante: ha empezado a vivir un ser humano indefenso, pequeño, pobre, que necesita ser acogido, ayudado y amado.

Por eso, la sociedad está llamada a ofrecer ayudas concretas y eficaces para asistir a las mujeres más jóvenes (y también a las adultas), solteras o casadas, con o sin trabajo, para que la noticia de un embarazo no se convierta en una carrera contra reloj en la que muchos piden algo sumamente injusto: el aborto del hijo. Al contrario, los padres de familia, los amigos, los tutores, los ginecólogos, y las diversas personas implicadas, pueden hacer mucho para dar una nueva perspectiva a la situación.

Frente a quienes prefieren empujar a las mujeres a abortos presentados en muchas ocasiones como algo fácil y casi automático, hay que responder con una cultura de la responsabilidad y del amor en la que nadie pueda ser excluido, sobre todo si ese alguien es un hijo pequeño, indefenso, en camino hacia ese día magnífico, siempre magnífico, del nacimiento.

Esa cultura explorará caminos y abrirá posibilidades éticamente válidas y, sobre todo, justas, para que la adolescente embarazada o la mujer adulta pueda vivir con más serenidad y paz los meses del embarazo, para que encuentre la mejor manera de atender y cuidar a ese hijo que lleva dentro de sus entrañas, para que sepa afrontar la situación no como un peso, sino como una misión en la que el amor y la esperanza permitan encontrar las mejores alternativas para ella y para el hijo.

Fuente: Fernando Pascual

Bioética a la vista
Bioética a la vista

Cuando compramos unos zapatos queremos que sean buenos, que duren, que no dañen nuestros pies. Cuando tomamos un jugo, esperamos que nos siente bien. Cuando aceptamos un billete de dinero, suponemos que es auténtico.

¿Y qué queremos cuando vamos al médico? Queremos saber cómo está nuestra salud. Si tenemos alguna enfermedad, nos gustaría ser curados cuanto antes. Si la enfermedad es crónica, pedimos al doctor que nos ayude a sobrellevarla con serenidad, de modo digno. Si nos toca prepararnos para recoger velas, para dejar esta vida y acercarnos a la otra… Nos gustaría que se nos dijese la verdad, aunque duela, y poder contar con la ayuda necesaria para llegar al final de un modo digno y humano.

Los enfermos esperan mucho de los médicos. Los médicos lo saben. Por eso desde hace muchos siglos se han establecido normas de comportamiento que pedían al médico la máxima honradez y el compromiso más completo en favor de sus enfermos.

Entre los griegos se hizo famoso el juramento de Hipócrates, un médico que vivió entre los siglos V y IV a.C. En este juramento podemos leer, por ejemplo, frases como esta: “Me serviré, según mi capacidad y mi criterio, del régimen que tienda al beneficio de los enfermos, pero me abstendré de cuanto lleve consigo perjuicio o afán de dañar”.

Los médicos, sin embargo, pueden equivocarse. Incluso algunos han actuado francamente mal. Un caso tristemente famoso, en el siglo XX, fue el de algunos médicos alemanes que colaboraron con los nazis en la eliminación de enfermos o ancianos, o que hicieron experimentos salvajes con prisioneros en los campos de concentración.

También en el mundo “libre” y “democrático” ha habido médicos que han actuado de modo injusto. Por ejemplo, en un hospital de New York, durante varios años (1965-1971), se introdujo el virus de la hepatitis en niños minusválidos, simplemente para experimentar y sin que nada supieran sus padres. En el pasado y en el presente hay médicos que practican la esterilización forzada, o, incluso, el aborto. Algunos también aplican la eutanasia, con o sin permiso de los pacientes, con o sin el apoyo de las leyes…

Junto al problema de la ética de los médicos y de quienes les asisten, la medicina se hace cada vez más complicada, y el tomar decisiones no es nada fácil.

Pongamos un ejemplo de la vida real: a un hospital llegan dos enfermos que necesitan urgentemente un trasplante de pulmón. Se analizan los casos, y resulta que sólo hay disponible un pulmón para el trasplante. ¿Quién lo recibirá? Los dos enfermos son compatibles respecto de ese pulmón, entonces… Después de mucho discutir, se optó por hacer el trasplante sobre el candidato más joven, padre de familia de unos 30 años. El otro, un médico que tenía poco más de 60 años y que era muy querido por la gente, moría a los pocos días. Había que optar y, como es obvio, salvar a uno implicaba dejar morir al otro. Decisiones como estas no son fáciles, y muestran hasta qué punto es casi imposible tomar decisiones que satisfagan a todos.

Para promover la ética de los médicos, para defender a los enfermos de cualquier forma de abuso, para solucionar nuevos casos que la técnica va presentando, para afrontar problemas y urgencias mundiales, como la contaminación, el equilibrio ecológico, el hambre en el mundo, etc., ha “nacido” la bioética, que depende en mucho de la ética clásica de los médicos, y que va más allá de la misma ante la aparición de situaciones hasta ahora nunca imaginadas.

El inventor de la palabra bioética fue Van Rensselaer Potter (1911-2001), un oncólogo que trabajaba en los Estados Unidos. Para Potter, la bioética debería establecer un puente entre científicos y humanistas, para garantizar la supervivencia de la especie humana.

Potter observaba cómo los científicos se encerraban cada vez más en sus especializaciones. Uno sabe mucho de las células de la mano, otro sabe casi todo de las escamas del cocodrilo, otro se dedicaba a crear un arroz super potente… Sin embargo, era (y es) urgente que alguien ayude a todos a ver el conjunto. Para eso sirven las ciencias humanísticas, aunque muchos expertos en filosofía, literatura o sociología, parecen poco competentes a la hora de analizar un descubrimiento científico.

Para sobrevivir, decía Potter, habría que establecer un puente entre los dos lados de estas ciencias, las experimentales y las humanísticas.

Por desgracia, en ambos lados encontramos personas de todos los “colores”: buenos y malos científicos, buenos y malos humanistas. ¿Cómo hacer un puente que valga la pena, que “funcione”? La tarea es difícil, pero no imposible. La bioética, una ciencia con mucha historia pero ahora renovada, quiere dar respuestas. Serán buenas respuestas si defienden sanos principios éticos. Serán malas respuestas (y el mismo Potter dio respuestas muy equivocadas, por ejemplo al defender el aborto) si van contra la justicia y el respeto que merece cada ser humano.

Nos toca a todos, con espíritu crítico y responsable, valorar lo que nos pueda ofrecer la bioética con una simple pregunta: este experimento, esta operación, este sistema económico, ¿respeta al hombre y su dignidad o no?

Tendremos bioética “buena” si sirve para ayudar y defender al hombre, a todo el hombre y a todos los hombres. Tendremos bioética “mala” si sirve para permitir injusticias como el aborto, el abandono de los enfermos de SIDA o de lepra, o la desnutrición de los niños pobres.

Nosotros, ¿qué bioética queremos?

Fuente: Fernando Pascual

Bioética y comportamientos peligrosos
Bioética y comportamientos peligrosos

La bioética, en cuanto reflexión ética sobre la vida, tiene que hablar sobre aquellos comportamientos elegidos libremente que implican peligros para la salud o para la vida de las personas.

En concreto, la bioética debe pronunciarse sobre la seguridad en el trabajo, sobre la sana alimentación, sobre cómo comportarse en las carreteras, sobre el abuso de sustancias como la droga y el alcohol, sobre los “deportes extremos”, y un largo etcétera.

Numerosos comportamientos ponen en peligro no sólo la propia integridad física, sino también la de otras personas. Por eso hace falta promover una cultura de la prudencia, de la seguridad, del cuidado, que venza la inercia de sociedades en las que el riesgo llega a ser presentado incluso como un reto o como un camino para la autoafirmación.

Al mismo tiempo, la bioética tiene que seguir con atención de qué manera el mundo del trabajo puede ganar en seguridad para evitar accidentes y situaciones de peligro que dejan miles y miles de heridos y de muertos cada año.

Un capítulo importante se refiere al abuso de sustancias que provocan la pérdida de la propia conciencia y responsabilidad moral, además de producir enormes daños a nivel físico, psíquico y social. La droga y el alcohol necesitan una atención más incisiva y eficaz por parte de los estudiosos de bioética, para poder indicar a la sociedad pautas y estímulos que ayuden a erradicar los males del alcoholismo y de la drogadicción en millones de seres humanos.

Estos temas tocan en lo profundo toda la vida social. No basta con avisar de los peligros y denunciar los actos que dañan a la gente. Hay que saber dialogar con las autoridades públicas, con los educadores, con las familias, para que se transmitan valores y virtudes que preparen a los niños y adolescentes a ser responsables y a evitar comportamientos que luego se pagan a un precio excesivamente alto.

Al mismo tiempo, hay que ofrecer la asistencia necesaria a tantas personas que han sucumbido por causa de un accidente o por vicios arraigados, de forma que la sanidad pública y los grupos sociales puedan ayudarles y acompañarles a alcanzar la curación (donde sea posible) o a convivir con la enfermedad de modo digno y adecuado.

La prevención ante los comportamientos peligrosos será mucho más eficaz si está acompañada de una buena enseñanza sobre la higiene, el deporte, las maneras correctas de comer, etc. Millones de personas en algunos países pobres sufren por enfermedades debidas a una nutrición poco balanceada o al consumo de agua en malas condiciones. Otros caen en el extremo opuesto, de forma que una alimentación excesiva y desordenada ha convertido a la obesidad en uno de los mayores problemas sanitarios en algunos países “desarrollados”.

Tener presente esta dimensión de la bioética puede llevar a un cambio radical en los estilos de vida de las personas y de las sociedades. De este modo, será posible trabajar por mejoras profundas en pueblos y aldeas donde ahora se sobrevive de modo muy precario. Habrá menos accidentes de trabajo y de tráfico. Y los jóvenes y los adultos aprenderán a tomar las debidas distancias ante sustancias y comportamientos peligrosos que pueden destruirlos en su vida física y en su integridad personal.

Fuente: Fernando Pascual

Qué eres tú, bioética?
Qué eres tú, bioética?

Muchos hablan de Bioética, pero no todos saben exactamente de qué se trata. ¿Qué es la bioética?

Existen varias definiciones sobre esta ciencia. Entre ellas podemos fijarnos en la que ofrece la “Encyclopedia of Bioethics” preparada por Warren T. Reich. En la segunda edición (1995) Reich dice que la Bioética “puede ser definida como un estudio sistemático de las dimensiones morales (se incluyen la visión moral, las decisiones, la conducta y las opciones políticas) de las ciencias de la vida y la salud, usando distintas metodologías éticas en una visión interdisciplinar”. Para tranquilidad de algunos, aclaramos que Reich usa aquí los términos “ética” y “moral” como sinónimos.

La definición es interesante. Nos dice, en primer lugar, que la Bioética estudia las dimensiones morales de las ciencias de la vida y de la salud. Aunque es verdad que una ciencia empírica como la biología describe datos, y esto parece que no tiene que ver con la ética, también es verdad que existe una “ética de la investigación”.

En nombre de la investigación ningún científico debería matar a un niño para estudiar su cerebro, ni destruir embriones para ver si sus células troncales sirven para algo, ni quemar las plantas de una montaña para experimentar los cambios de comportamiento de los animales que allí vive. Ni tampoco es lícito inventar datos, engañar a la opinión pública, patentar descubrimientos de modo egoísta o, incluso, robar a investigadores jóvenes sus resultados para publicarlos bajo el nombre de otra persona ya con fama internacional…

Más en profundidad, la Bioética se centra en esas dimensiones éticas de quienes tocan, de un modo u otro, la vida. Por eso son innumerables los campos de acción de la Bioética. Van desde qué tipos de caricias son convenientes para la salud de los hijos hasta complicados planes nacionales para la distribución de las aguas de una región, un país o incluso un continente.

La Bioética interesa al jurista y al político (¿cómo legislar para que ninguna mujer llegue al drama del aborto?), al panadero (¿puedo usar harina en malas condiciones?), al campesino (¿puedo usar semillas genéticamente modificadas?), al industrial (¿cómo evitar la contaminación del ambiente?), y, como es lógico, a todos los médicos y sus pacientes.

Por otra parte, la definición de Reich reconoce que hay distintas visiones éticas. El problema está en que algunos piensan que su visión es “ética” (buena), cuando, en realidad, es profundamente perversa.

¿Se puede hablar de “ética nazi” o de “ética esclavista” o de “ética abortista”? Es claro que allí donde una persona o un grupo creen en principios perversos no tenemos ética, sino “antiética”, aunque ellos digan que tienen un punto de vista ético distinto de los demás.

Por eso, conviene aclarar que no toda visión que usurpe la palabra “ética” es, por eso mismo, apta para la Bioética. O, si cualquiera puede hablar de bioética, nos encontraremos con que hay bioéticas “buenas” (basadas sobre principios éticos justos) y bioéticas “malas” (basadas sobre una perversión ética profunda).

Existen otras definiciones de Bioética. Hay una que puede ser útil por su claridad y sencillez de Elio Sgreccia: “la bioética estudia la licitud de las intervenciones del hombre sobre el hombre y sobre el ambiente humano”. Es decir, la Bioética estudia todo aquello que “hacemos” sobre nuestros familiares, vecinos, amigos, conocidos y desconocidos, y aquello que hacemos en este mundo en el que vivimos.

No es indiferente tirar un cigarrillo y provocar un incendio. No es “bioético” golpear a una persona y dejarla inválida para toda la vida. No es justo negar el acceso a la comida a millones de seres humanos que no saben si mañana vivirán o si serán un número más en las estadísticas de los muertos por hambre de este año…

Estamos ante una disciplina importante, la Bioética. Es importante estudiarla con atención, para promover el valor de la vida, para respetar la dignidad de cada hombre que vive.

La vida es algo muy delicado como para jugar con ella. Pero “la vida” no es algo abstracto: no existe separada de los seres vivos. La bioética se preocupa de seres vivos, niños y viejos, plantas y animales; y también se preocupa del aire y del agua, que deben ser limpios para que no dañen a los vivientes.

Por eso nos interesa mucho que la Bioética sea buena, sea “ética”. Para nuestro bien y el de las generaciones que vendrán sobre nuestro inquieto y maravilloso planeta tierra.

Fuente: Fernando Pascual

Bioética y ecología
Bioética y ecología

Un día de descanso. Tomamos el coche y empezamos a salir de la ciudad.

A los pocos minutos, estamos atrapados en una cola interminable. Tensiones, ruidos, tal vez un aire contaminado y triste. Después de una hora logramos salir al campo abierto.

Pasa el tiempo y llegamos al “paraíso” soñado: una playa. Cientos de personas luchan por lograr un buen lugar en el estacionamiento.

Media hora después, con el coche ya “seguro”, vamos hacia el mar. La arena está llena de papeles, chicles, incluso algún pedazo de botella. Entramos, por fin, al agua, y notamos que el alquitrán acaba de pegarse a nuestros pies…

Fuera de lo anecdótico, problemas como estos, y problemas mucho más serios, nos hacen pensar en la importancia del ambiente. Además, nos llegan continuamente noticias sobre incendios, pájaros que se extinguen, nubes tóxicas y alimentos peligrosos para la salud de los niños o de los adultos.

Para la Bioética la ecología es algo fundamental. La especie humana, gracias a su inteligencia, ha sido capaz de vivir en muchos tipos de paisajes y de climas. Pero también muchos miles de hombres y mujeres han muerto por culpa de la contaminación, las infecciones, las sequías, el frío o el calor.

Frente a esta situación, estamos llamados a trabajar por un planeta más limpio, más verde, con animales que llamen nuestra atención y den alegría a nuestra insaciable hambre de ciencia y de belleza.

La preocupación por el ambiente, por la ecología, no es algo nuevo. También los antiguos soñaban con un mundo equilibrado, con ciudades bien organizadas y funcionales, con praderas verdes y árboles repletos de frutos. Pero quizá hoy más que nunca nos hemos dado cuenta de que podemos destruir en pocos minutos un bosque que ha crecido durante años o, incluso, siglos; o que somos capaces de eliminar en pocos meses algunas especies de animales o de plantas que querríamos seguir teniendo a nuestro lado.

La Bioética nos orienta e ilumina a la hora de conservar el ambiente en el que transcurre nuestra vida temporal. Lo que hagamos o lo que dejemos de hacer no resulta indiferente ni para los hombres de nuestro tiempo ni para las generaciones futuras. Es algo que nos afecta a todos.

Vale la pena invertir energías y dinero para un mundo mejor. Pero sin olvidarnos nunca del lugar privilegiado que ocupa el ser humano, de las necesidades básicas de millones de personas a los que falta comida, medicinas, cuidados básicos. Una Bioética atenta a lo ecológico sabrá dar el primer lugar a los hombres y mujeres más desamparados, y sabrá promover un ambiente más saludable y más hermoso para todos.

Fuente: Fernando pascual.

Una reflexión sobre la transexualidad
Una reflexión sobre la transexualidad

La existencia humana implica dos planos estrechamente unidos: el corpóreo y el psico-espiritual.

Por el cuerpo somos seres en el mundo. Con una serie de características en buena parte recibidas y sometidas a las leyes del mundo físico: un ADN, un tipo de piel, una estructura ósea, una estatura, un sexo.

El sexo, nos fijamos ahora en esto, permea todo nuestro ser: lo cromosómico, lo gonádico, lo genital, lo hormonal, lo psicológico y lo social; los dos últimos planos, como veremos en seguida, superan lo simplemente corpóreo para entrar en niveles más complejos de la propia personalidad.

Por el espíritu, en cambio, transcendemos y superamos lo simplemente corporal. Podemos, así, tomar decisiones éticas, abrirnos al otro, cerrarnos en una postura egoistica, acoger la vida social como fuente de plenitud o rechazarla con hostilidad. Podemos, incluso, asumir la propia corporeidad con todas sus riquezas y sus límites, o rechazarla con una aversión profunda debida a motivos no siempre bien comprendidos.

A veces se dan serios conflictos entre lo corpóreo y lo psico-espiritual. Fijémonos en el ámbito de la sexualidad, en el que tales conflictos son especialmente intensos. Hay personas que no aceptan su condición sexuada. Algunos porque tienen miedo al sexo, por traumas infantiles, o por ideas pseudorreligiosas. En la antigüedad, por ejemplo, había quienes se castraban para evitar “tentaciones”. Otros, en cambio, aceptan su condición sexuada, pero rechazan lo que sería la orientación natural de la misma, por lo que buscan prevalentemente (o únicamente) relacionarse con personas del mismo sexo. Es lo que llamamos homosexualidad.

Otros desearían poseer un sexo distinto del que tienen. Si son varones se sienten y buscan afanosamente ser mujeres, y si son mujeres se sienten y buscan afanosamente ser varones. En estos casos estamos ante personas con psicología transexual.

Hay diversas maneras de afrontar el fenómeno de la transexualidad (llamada también disforia de género). Algunos la consideran desde una perspectiva dualista: el espíritu (el psiquismo) domina al cuerpo y puede modificarlo según los deseos de cada uno. Esta visión sería válida no sólo para el ámbito sexual, sino para cualquier otro aspecto del propio cuerpo.

Bajo esta perspectiva, las personas “deberían” tener derecho de cambiar su sexo, o su raza, o sus características físicas dominantes (altura, esbeltez, color de los ojos, etc.). Lo corpóreo, en otras palabras, sería visto como algo modificable según los deseos de lo psicoespiritual.

La perspectiva dualista está muy presente, aunque pocos lo hayan percibido, en la “ideología de género”. Esta ideología considera la orientación sexual como algo que no depende de lo simplemente fáctico, de lo corpóreo, sino de las decisiones libres de las personas. Por lo mismo, habría que superar, según los defensores de esta ideología, la “mentalidad tradicional”, que divide al mundo entre hombres y mujeres, para abrirse a un número variable de opciones sexuales: la masculina, la femenina, la homosexual (dividida en masculina y femenina), la bisexual (dividida a su vez en masculina y femenina) y la transexual (dividida en transexual masculino y transexual femenino). La ONU habla ya de más de un centenar de opciones, pero las dejamos de lado por brevedad.

Hay que notar que se da una extraña asimetría en este tema, una fijación en lo sexual en detrimento de otras problemáticas psicocorporales. Mientras algunos promueven el “derecho” al cambio de sexo, incluso con una intervención de dinero público en el complejo proceso de reasignación sexual, muy pocos se fijan en otros conflictos entre lo psíquico y lo corpóreo. Más aún, nos resultaría muy extraño que hubiera presiones para que el estado subvencionase el cambio de raza, el cambio de color de los ojos o el cambio de estatura…

La perspectiva unitarista, en cambio, considera el tema de las personas transexuales (y, en general, toda la temática de la sexualidad humana) desde un punto de vista distinto: el cuerpo no es visto como un simple dato manipulable y usable según la espontaneidad del espíritu o de la psique, sino como algo que toca profundamente a la persona, que la constituye y que merece ser integrado en un proyecto global de realización. En otras palabras, el cuerpo no es “material” usable según las libres opciones de los individuos, sino algo que entra a formar parte del propio ser y que no puede ser usado ni despreciado sin graves daños en el desarrollo de la propia vida.

La perspectiva dualista preferirá, en el tema del transexualismo, secundar y acompañar al transexual para que pueda conquistar aquel cuerpo que desea. En otras palabras, dirá sí a una serie de intervenciones de tipo psicológico, hormonal, quirúrgico y legal (hasta modificar el registro civil y todos los documentos personales) que permitan el cambio de sexo.

Hay que señalar, sin embargo, que tal cambio de sexo nunca podrá ser completo. En primer lugar, porque las operaciones quirúrgicas no son “curativas” (los genitales de los transexuales suelen ser órganos perfectamente sanos) sino “destructivas”. En segundo lugar, porque el enorme esfuerzo por simular genitales externos semejantes al del sexo deseado no llevarán nunca a cambiar el sexo genético, ni permitirán, al menos por ahora, que la persona transexual pueda ser fecunda si llega a “conquistar” una buena apariencia del sexo deseado, pues la fecundidad se pierde completamente en los niveles más agresivos de intervención quirúrgica sobre personas transexuales.

Aunque todavía faltan estudios y tiempo para ver cómo se desarrolla a largo plazo la vida de las personas transexuales que se han sometido a operaciones devastantes, ya han aparecido algunos estudios que nos deberían hacer reflexionar antes de condescender fácilmente ante el deseo de quien quiere cambiar de sexo.

En un artículo publicado basado en los experimentos del Johns Hopkins Hospital (cf. Paul McHugh, Surgical Sex, «First Things» 147, November 2004, 34-38), se ha notado que las operaciones de cambio de sexo suelen ir acompañadas de una mayoritaria sensación de alivio por parte de los interesados: se sienten satisfechos por haber cambiado de sexo a nivel físico. Pero también se ha notado que la satisfacción por haber adquirido un nuevo cuerpo no ha ido siempre acompañada por una mejoría de los propios problemas psicológicos.

Por ello, algunos expertos se han preguntado: ¿no será mejor afrontar el tema de la transexualidad no desde una perspectiva quirúrgica sino desde una perspectiva psicológica? ¿No estamos ante una problemática que es más competencia de los psicólogos y psiquiatras que de los médicos expertos en el funcionamiento del cuerpo?

Por lo mismo, creemos que la perspectiva unitarista será más rica y más completa a la hora de ayudar a las personas transexuales. Resulta reductivo e insuficiente llevarlas al hospital, darles hormonas y empezar el largo proceso del “cambio de sexo” (desde luego, con un fuerte apoyo psicológico, pero sin que tal apoyo lleve a descubrirles que el cuerpo no es el problema). En cambio, resulta algo mucho más rico y profundo descubrir las raíces del conflicto con el propio cuerpo para encontrar un camino de aceptación de aquello que no es un enemigo, sino parte integrante del propio ser: el sexo inscrito profundamente en el propio cuerpo.

Fuente: Fernando Pascual

A vueltas con la anticoncepción
A vueltas con la anticoncepción

No basta con repetir una frase para que se convierta en verdad. Como no deja de ser verdad algo que ha quedado excluido en el mundo de la información.

Muchos creen que la anticoncepción es un beneficio, una conquista, un instrumento valioso para defender los “derechos reproductivos”. ¿Es correcta esta idea repetida una y mil veces en nuestro mundo moderno?

Recordemos que las técnicas anticonceptivas buscan anular la posible fecundidad en las relaciones sexuales entre un hombre y una mujer.

Si lo anterior fuese algo positivo, una conquista, ¿cuál sería el bien que se obtiene? ¿Qué “ganancia” otorgan las técnicas anticonceptivas? Según sus defensores, el mayor beneficio consiste en evitar un embarazo no deseado. Lo cual permite que la relación sexual entre el hombre y la mujer goce de mayor libertad al no tener que confrontarse con los posibles deberes y responsabilidades que surgen cada vez que se produce una concepción.

Podemos entonces preguntarnos: ¿es bueno que una relación sexual no sea fecunda? ¿Es malo que se produzca un embarazo no deseado?

Sabemos que a lo largo de la historia se han producido y se siguen produciendo miles, millones de embarazos no deseados. Pero también sabemos que miles, millones de esos embarazos no deseados han terminado en un parto, y que entre nosotros viven miles, millones de hombres y de mujeres que empezaron a existir sin ser “queridos”, todo “por culpa” de un embarazo no deseado.

No es bueno vivir sin ser amados. Por eso lo mejor es iniciar el camino de la vida desde una actitud, por parte de la madre y del padre, no sólo de justicia y de respeto (lo mínimo que podemos ofrecer a cualquier ser humano), sino desde el amor.

Cada existencia humana encierra un tesoro de potencialidades y una riqueza profunda que se fundan en su dignidad intrínseca. No somos valiosos porque alguien nos ama. Al revés, porque somos valiosos podemos recibir y “merecer” el ser amados, aunque nadie puede obligar a otras personas a que nos amen.

Si reconocemos la dignidad intrínseca de cada vida humana, reconoceremos también que nunca puede ser vista como mala la llegada de un nuevo hijo en el mundo de los hombres. Porque cada hijo tiene un valor inmenso, porque su vida vale por sí misma, porque tiene unas potencialidades maravillosas.

Si la sexualidad está orientada naturalmente hacia la fecundidad, hacia la llegada de los hijos, no puede ser nunca un “mal” ni un “daño” el que una relación sexual desemboque en un embarazo. Lo que sí puede ser malo es que tal relación sexual se produzca sin amor, sin respeto, sin responsabilidad.

Hay que ir más a fondo en este punto. Si la sexualidad se orienta a la transmisión de la vida, y si toda vida humana es siempre digna y nunca debe ser discriminada ni rechazada, cada relación sexual implica una responsabilidad enorme. El hijo que puede surgir gracias a la misma merece apoyo, cariño, protección, y tantas cosas que los buenos padres buscan dar a sus hijos.

Querer destruir la fecundidad, querer que la relación entre un hombre y una mujer no produzca un hijo “temido” y no querido implica alterar, falsear, el sentido genuino de la sexualidad humana, porque considera una riqueza (la apertura a la transmisión de la vida) como un obstáculo, un peligro, incluso como un “mal”.

Ese es uno de los graves errores de la anticoncepción: manipular el propio cuerpo o la orientación natural del acto sexual para que no llegue a existir un hijo, para que no inicie una vida humana.

La actitud correcta, aquella que lleva a vivir la sexualidad de un modo distinto al que domina hoy en muchos ambientes, consiste en verla en el contexto de un amor sincero y pleno, de una donación seria y responsable, y de una apertura generosa, a la llegada de un posible hijo.

Que el amor llegue a esas características es posible en el marco de una estabilidad y de una entrega tan completas que sólo se dan así en el compromiso matrimonial vivido en su sentido más profundo. En otras palabras, sólo dos esposos, si lo son en plenitud y de modo auténtico, saben amarse y saben vivir su vida íntima de tal modo que la relación sexual con la que se dan sin reservas el uno al otro estará siempre abierta a la posible y magnífica noticia: ha iniciado a existir en el mundo un nuevo ser humano, que merece amor y que espera tanto de quienes son simplemente, para él, sus padres.

Fuente: Fernando Pascual