La mayoría de las leyes que permiten el aborto establecen una serie de trámites que deben ser realizados antes de acoger la petición de quien desea abortar.
Por ejemplo, a veces se debe realizar un análisis para conocer el tiempo de embarazo, el número de semanas de vida del embrión o feto; según el resultado, se permite o se prohíbe el aborto. En otras leyes, se exige recurrir a una especie de consultorio para la mujer, con el fin de dialogar con ella y ver cuáles son sus motivaciones o problemas y si existan alternativas al aborto. En algunos casos, se solicita un certificado psicológico que compruebe la situación de angustia o la existencia de traumas, certificado que permitiría realizar el aborto en pleno respeto de la “legalidad” vigente.
A pesar de estas leyes, la gente percibe, y a veces la prensa denuncia, que no se respetan las normas ni los trámites que han sido establecidos para que se dé un “aborto legal”.
En ocasiones, surge la protesta ante los abortos realizados “fuera de la ley”. ¿Qué pensar de una clínica en la que, sin consultar con ningún psicólogo, se usan certificados ya firmados previamente por algún titulado en psiquiatría? ¿Cómo juzgar lo que ocurre en otros lugares donde no se ofrece ninguna alternativa al aborto a pesar de que la ley lo exija?
Ante estos escándalos, algunos piden que se respeten las leyes, que se apliquen las medidas previstas para disuadir a la mujer, para ayudarla, para permitirle un parto más sereno. Si luego, después de todo, ella insiste en pedir el aborto, habría que respetar la normativa vigente para que todo sea “legal”.
El deseo, incluso la exigencia de que se respeten las normas ante el aborto nace, en ocasiones, de una intención buena: usar los instrumentos previstos por la ley para que el aborto no se convierta en algo trivial, y para que no se salten normativas que habían sido pensadas precisamente para disminuir el número de abortos.
Pero, en realidad, los engaños y trucos de algunas clínicas abortistas, los certificados preparados de antemano, la violación de las normas de garantía que salvarían (hipotéticamente) la vida de muchos hijos, son parte de la misma mentalidad a favor del aborto, son un instrumento “coherente” con el mismo hecho del aborto.
Porque si todo aborto es un crimen, en cuanto elimina la vida de un hijo antes de nacer, ¿cómo exigir a quien comete abortos que respete otras normas legales, cuando ya en su corazón y desde sus manos va contra un principio básico de la vida social, que consiste en el respeto de la vida de los inocentes?
En otras palabras, violar las normas que regulan el aborto es, simplemente, vivir en la mentalidad abortista, acoger y practicar la cultura en la que vence el deseo del mal por encima de la justicia, de la solidaridad, de la ayuda a los indefensos (a la madre y a su hijo).
No tiene sentido, por lo tanto, vigilar y exigir que se respeten las leyes que regulan el aborto, porque lo único que reflejan esas leyes es una mentalidad en la cual se prepara el gesto que permite la injusticia como si fuera un derecho.
Lo urgente, entonces, es suprimir esas leyes, erradicar la mentalidad que las ha promovido, y ofrecer, con un esfuerzo eficaz y bien coordinado, ayudas a todas aquellas madres que tienen dificultades en su embarazo.
De este modo, podremos salvar no sólo dos vidas (la de una madre y la de su hijo), sino, sobre todo, ese ideal de justicia que permite construir un mundo un poco mejor, más incluyente y realmente comprometido a favor de los más débiles e indefensos: los hijos antes de nacer.
Fuente: Fernando Pascual.
¿Resulta correcto hacer comparaciones entre la guerra y el aborto? Las diferencias entre ambos hechos son notables, pero también hay puntos de semejanza.
En la guerra luchan entre sí adultos. Dos ejércitos se afrontan directamente, hombres armados combaten entre sí. A veces mueren civiles (les llaman víctimas o daños “colaterales”), pero lo que más buscan los militares es eliminar a los hombres o mujeres armados del bando contrario.
En el aborto se “enfrentan” pocos seres humanos: un “médico”, una mujer y su hijo no nacido. El pequeño es indefenso, no tiene armas, no puede hacer nada frente al deseo de quienes han decidido eliminarlo.
Las guerras provocan muertos y heridos “visibles”, al menos teóricamente. La prensa, la televisión, internet, pueden ofrecer imágenes de los cadáveres, de las víctimas. Los heridos hablan en la radio o en los periódicos. Los familiares y los supervivientes cuentan la historia de lo que está pasando.
El aborto se mueve en un horizonte de pocas imágenes. Nadie parece interesado en ver el cuerpo de la víctima, en saber qué ocurrió con el embrión o el feto asesinado. Una sombra de misterio y de ocultamiento busca que desaparezcan restos y recuerdos de lo ocurrido.
En todas las guerras siempre hay culpables, pues no habría guerra si no hubiera injusticias ni prepotencia. A veces los dos bandos que pelean entre sí son responsables directos, y culpables, del conflicto. Otras veces unos son culpables y otros son inocentes que buscan cómo defenderse ante un agresor injusto. Por desgracia, nadie se autoreconoce como culpable y todos buscan encontrar “justificaciones” para decir por qué atacan a los otros, para decir que la culpa la tienen los enemigos.
En el aborto el hijo es siempre, siempre, siempre, sin condiciones, una víctima inocente. La culpa está en los adultos: en la madre, que no lo acepta. En el padre, que presiona a la madre para que lo elimine. En el médico, que usa la ciencia de la salud para cometer un acto arbitrario, injusto, asesino: para ir contra lo que es la esencia de su profesión.
Existe toda una industria orientada al mundo de la guerra. Produce y vende armas ligeras o pesadas, aviones y torpedos, submarinos y radares. A veces, muchas veces, esa industria es un auténtico negocio de miles de millones de dólares (o de euros), que se invierten para la destrucción, mientras millones de personas no encuentran ayuda para tener comida o agua potable.
El mundo del aborto se ha convertido, para algunas organizaciones nacionales o internacionales, en un negocio triste, con el que obtienen abundantes “beneficios” económicos a costa de eliminar, como en la guerra, la vida de miles de seres humanos.
Miles de personas, organizaciones no gubernativas, reuniones internacionales, trabajan por eliminar las guerras, por paliar los efectos de las mismas, por ayudar a las víctimas, a los refugiados, a los heridos.
También frente al aborto una multitud de hombres y mujeres de buena voluntad ofrece ayudas a las mujeres para que no aborten, para que puedan llevan adelante su embarazo. Cuando una madre ha abortado, la asisten para que supere el síndrome postaborto y para que pueda reorientar su vida hacia horizontes de amor y de justicia.
Son evidentes las diferencias entre las guerras y el aborto, así como también encontramos elementos semejantes.
En ambos casos, guerras y abortos, mueren miles, millones de seres humanos. Seres humanos que no morirían si en el mundo hubiese más justicia, más esperanza, más amor, más respeto, más corazones disponibles a la acogida, a la escucha, a la vida.
La guerra y el aborto son dos productos de la cultura de la muerte, de esa mentalidad que recurre a la fuerza para hacer triunfar los propios proyectos personales a costa de eliminar a los “adversarios”, a quienes pueden exigirnos justicia y respeto.
La guerra y el aborto serán derrotados, serán extirpados, cuando promovamos una cultura de la vida. Hacerlo es una urgencia para todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Para que hoy, y mañana, los más débiles, los más vulnerables, los más necesitados, puedan ser acogidos en nuestro mundo, puedan recorrer el camino de la vida en la justicia y en el auténtico respeto de los derechos humanos de todos, especialmente de los hijos más débiles y más pequeños.
Fuente: Fernando Pascual
Categoría:Bioética
Etiquetas: Aborto, Bioética, Bioética para todos, Derechos Humanos, Guerra
La noticia aparece con cierta frecuencia y es recibida con aplausos por parte de algunos políticos y medios de comunicación social. Unos padres podrían transmitir a sus hijos defectos genéticos. Para “ayudarles” a tener un hijo sano, recurren a la fecundación artificial y a la selección de embriones. Los aplausos, sin embargo, ocultan una injusticia profunda que lleva a la discriminación de los embriones enfermos.
¿Cómo ocurre esto? El laboratorio de fecundación artificial pone en marcha un complicado proceso de trabajo para lograr el resultado: un hijo sano. Vamos a fijarnos en seis etapas del mismo.
Primera, inducir la ovulación de la mujer para obtener varios óvulos. Segunda, fecundarlos “in vitro” con el esperma del esposo. Tercera, esperar a que se fecunden. Cuarta, hacer un diagnóstico preimplantatorio para ver cuáles de esos embriones tendrían un ADN sano (es decir, no tendrían el defecto genético rechazado por los padres). Quinta, escoger a algunos de esos embriones sanos para transferirlos al seno materno y esperar a que nazcan.
En estas cinco etapas se incurre en los numerosos riesgos y contradicciones que caracterizan a todas las técnicas de fecundación extracorpórea. Pero existe una “sexta” etapa en este proceso, que consiste en la marginación, el abandono o la destrucción de los embriones enfermos.
En otras palabras, para conseguir un hijo sano se recurre a un proceso técnico en el que el laboratorio, de acuerdo con los padres, se convierte en agente que decide sobre la vida de unos seres humanos (los embriones sanos) y sobre el abandono o la muerte de otros seres humanos (los embriones declarados enfermos o defectuosos). Nace, ciertamente, un hijo sano, pero no nacen aquellos hijos que podrían estar enfermos.
Ante estas noticias, vale la pena recordar que la medicina existe para curar (cuando sea posible) al enfermo, para atenderlo en sus diversos sufrimientos, para prevenir contagios donde sea posible. Pero no será nunca propio de la medicina establecer un dominio arbitrario sobre la vida y la muerte de seres humanos, ni decidir quién merece vivir y quién será condenado a la muerte o al abandono por no poseer un mínimo nivel de “calidad” genética.
El que un hijo empiece a existir con defectos genéticos no da derecho a nadie para despreciarlo, marginarlo, abandonarlo, provocar su muerte. Sea cual sea su ADN, estamos ante un hijo débil, frágil, necesitado de más ayuda por parte de la verdadera medicina.
Por lo tanto, buscar que los hijos nazcan sanos no da permiso para discriminar o eliminar a los hijos enfermos. La medicina auténtica no puede olvidar principios éticos fundamentales para la vida social. Uno de esos principios nos dice que nadie debe ser discriminado por su sexo, por su raza, por su ADN, por sus patologías. Otro principio nos recuerda que toda vida humana merece respeto, protección y asistencia.
Es necesario confirmar que toda discriminación ejercida por cualquier poder sobre personas, pueblos o etnias en virtud de diferencias debidas a reales o presuntos factores genéticos es un atentado contra la misma humanidad. Hay que confirmar con fuerza la misma dignidad de todo ser humano por el hecho mismo de haber llegado a la vida.
Hace falta hacerlo presente, para no quedar cegados ante los aplausos de quienes ven la selección prenatal de seres humanos como una “conquista” médica. Nunca será progreso recurrir a métodos que llevan a seleccionar a los sanos y a marginar y despreciar a los más débiles y enfermos. No es una técnica “salva vidas” la que permite nacer a unos mientras destruye o abandona a otros.
El mundo empieza a ser más justo, más incluyente, más solidario, si sabe acoger al “diverso”, especialmente cuando ese diverso es un hijo débil, genéticamente “imperfecto”, pero no por ello menos digno. Su debilidad no debe convertirse en una sentencia de muerte, sino en un reclamo para recibir mayor asistencia por parte de todos, especialmente de sus propios padres y de los médicos.
Fuente: Fernando Pascual.
Categoría:Bioética
Etiquetas: Bioética, Bioética para todos, Embrionaria, in vitro, Nacer, Sano
Algunos defensores de los animales denuncian la injusticia del “especismo”, una actitud discriminatoria que debería ser superada como habrían quedado superadas, en el pasado, otras graves discriminaciones.
Un autor que hace suya esta denuncia contra el “especismo” es Peter Singer. Singer explica que la humanidad ha logrado eliminar, con gran esfuerzo y después de muchos siglos, actitudes y modos de organizar la vida social basadas en el racismo y en el sexismo. Tocaría ahora, según este autor, superar el “especismo”, una actitud basada sobre una tesis insostenible: creer que entre hombres y animales existen diferencias esenciales, y que el hombre sería siempre superior a todos los animales.
Desde una reflexión sobre el racismo y sobre el sexismo podremos afrontar mejor el tema del especismo.
Racismo y esclavismo
El racismo afirmaba que había razas inferiores y superiores, y que según las razas se podría también concluir que había seres humanos inferiores y superiores.
El racismo establecía, por lo tanto, una radical distinción entre seres humanos. Unos, normalmente los de la propia raza, gozarían del ejercicio de un buen número de derechos. Otros, de razas diferentes, estarían privados de derechos humanos fundamentales. Incluso podrían ser tratados como esclavos, sometidos en todo a sus señores, y vejados a través de diversas formas de violencia.
El trato violento de unos seres humanos sobre otros, en el pasado y el presente, no se ha basado sólo en el racismo. Han existido y existen ideologías que consideran a algunos seres humanos como “superiores” y a otros como “inferiores”. En el esclavismo ocurría esto incluso entre personas de la misma raza: ¿es que no hay quienes esclavizan a niños que tienen el mismo color de la piel de los adultos y que hablan el mismo idioma de sus “señores”?
Algo parecido podemos decir de algunas aplicaciones del marxismo: los líderes revolucionarios y los miembros de la clase proletaria eran tratados como superiores, mientras que los enemigos de la revolución y los burgueses-capitalistas eran tratados como inferiores. Y lo mismo se aplica en algunos sistemas totalitarios: quienes apoyan al dictador de turno se convierten en privilegiados, y los opositores son tratados, en muchas ocasiones, peor que los esclavos en el pasado.
El racismo, conviene siempre tener presente esto, no era ni es la única ideología que establece discriminaciones arbitrarias entre los hombres, sino que existen otros modos de despreciar a unos seres humanos y de sobrevalorar a otros. En ese sentido, algunos análisis sobre el tema suelen resultar bastante incompletos, al limitarse muchas veces a hablar sobre el racismo como fuente de discriminaciones gravemente injustas, y olvidar otros fenómenos de igual o de mayor gravedad. ¿No es también una fuerte discriminación, muy presente en nuestros días, el aborto de miles de hijos porque tales hijos no tienen las características deseadas por sus padres?
Sobre el esclavismo hay que añadir una ulterior reflexión. El esclavismo ha tenido (y tiene, pues no ha desaparecido) muchas formas y muchos matices. Hay esclavismos coyunturales, por ejemplo cuando los vencidos en una guerra se convierten en esclavos de los vencedores. Hay esclavismos raciales: algunos blancos esclavizaban a algunas poblaciones de raza negra, o algunas tribus de una etnia esclavizaban a tribus de otra etnia, aunque fuesen de la misma raza. Hay esclavismos incluso dentro de una misma tribu o nacionalidad, o esclavismos respecto a personas de nacionalidades distintas, aunque pertenezcan a la misma raza. Hay esclavismos en los así llamados países ricos sobre mujeres sometidas por la fuerza a convertirse en prostitutas.
Por eso, nos encontramos ante una simplificación errónea cuando alguien piensa que el racismo y el esclavismo tienen una única modalidad y una única teorización. Creer, por ejemplo, que los hombres de una raza son inferiores y, por lo tanto, deberían ser siempre esclavos o sometidos a otros, es algo que puede haber sido pensado por diversas personas, pero no por todas, ni siempre.
Las ideas racistas y esclavistas, que suponen despreciar a unos y sobrevalorar a otros, tienen orígenes variados, y no constituyen un factor uniforme a la hora de establecer discriminaciones entre los seres humanos.
En el mismo mundo griego, por ejemplo, donde se daban diversas formas de racismo y de esclavismo, Platón realizó una interesante crítica a este fenómeno en alguno de sus escritos. Por ejemplo, en el diálogo titulado Leyes, Platón constataba la existencia de teorías distintas sobre la esclavitud, y pedía que, donde hubiera esclavos, fuesen de lengua distinta de la de sus dueños, y que recibiesen un trato justo (Leyes 777ce). Incluso el texto pide explícitamente que se cometan menos injusticias con los esclavos que con los iguales (los libres), como si se tratase de una especie de discriminación al revés…
En otro diálogo platónico, el Político, los esclavos son presentados como seres humanos sometidos al arte política, al igual que están sometidos los libres (Político 311bc). En otros textos, ciertamente, Platón habla de los esclavos como de hombres privados de muchos derechos, pero nunca dice que los esclavos sean menos hombres que los demás.
Por su parte, Aristóteles consideraba que los esclavos tenían inteligencia y voluntad, si bien no podían “poseerla”, no podían ejercitarla (Política I 13). Esta idea aristotélica muestra un reconocimiento de la igual naturaleza humana entre unos y otros, al mismo tiempo que constataba la existencia de un distinto posicionamiento en la vida social: los libres pueden ejercitar sus derechos (poseen su voluntad), y los esclavos están sometidos en sus derechos a otros.
Que tal sometimiento fuera debido a la “naturaleza” (una idea que expone Aristóteles en Política I 2-4) no debería entenderse como si Aristóteles afirmase la existencia de dos “sub-especies” humanas (los esclavos y los libres), sino desde la constatación de la existencia de características reconocidas que permitían establecer diferencias entre unos y otros, si bien tales características, añade Aristóteles, eran vistas de modo diferente entre los griegos y los “bárbaros”. Para Aristóteles, conviene recordarlo, tanto el esclavo como el libre eran seres humanos.
Las ideas en las que se basaba el sistema esclavista eran tan “débiles” que en algunos pueblos antiguos el esclavo (o alguien en su nombre) podía “comprar” o conseguir la propia libertad, pasar del estado de esclavitud al estado de la libertad (algo que podría valer para esclavos de razas distintas). Si el esclavismo de esos pueblos se basase sobre una distinción “natural” entre unos y otros, el dejar de ser esclavos habría sido algo impensable, cuando en realidad era posible…
Es oportuno añadir aquí el hecho de que los cristianos acogieron con pleno favor a los seres humanos de razas diferentes y de clases sociales muy variadas, inclusive a los esclavos. Todos los seres humanos, ricos o pobres, blancos o negros, hombres o mujeres, esclavos o libres, podían recibir el bautismo y participaban en las mismas ceremonias religiosas.
También es cierto que hubo cristianos que no se opusieron al sistema esclavista, o incluso que tenían sus propios esclavos. Pero el reconocer que los esclavos tenían derecho al bautismo, que podían convertirse en “hermanos” y que había que tratarlos como tales era una clara admisión de su dignidad y de la existencia de una naturaleza humana común, por encima de las diferencias de color, de condición económica o de derechos políticos.
Podemos concluir, por lo tanto, que no existía (ni existe) una única forma de racismo ni una única forma de esclavismo, y que en muchas ocasiones el racismo no se ha basado en la afirmación según la cual entre los seres humanos habría diferencias esenciales entre unos y otros, sino que ha supuesto la igual condición humana de los esclavos y de los libres, aunque luego aplicase un trato distinto para unos y para otros.
Sexismo
Pasemos ahora al tema del “sexismo”. Según Singer, durante siglos se ha considerado a la mujer como un ser inferior. Habría sido tratada de modo discriminatorio, habría sido privada de derechos fundamentales por una ideología según la cual el sexo sería motivo suficiente para declarar quién era “superior” (el varón) y quién era “inferior” (la mujer).
De nuevo, habría que hacer muchas precisaciones sobre el análisis anterior. Ha habido culturas y pueblos donde las mujeres podían participar plenamente en la vida profesional, sea en el campo, sea en otras actividades (textiles, mercantiles, incluso militares), a un nivel en el que se daba cierta “paridad” entre el hombre y la mujer.
En el pasado encontramos historias de mujeres que tuvieron un gran papel en la vida política. Recordemos, entre tantos nombres que podrían mencionarse, a Isabel la Católica en España o a Isabel I en Gran Bretaña.
Entre algunas teorizaciones antiguas que hablan de la mujer como “inferior” respecto del hombre, observamos detalles importantes. Platón, por ejemplo, consideraba a la mujer inferior respecto de su cuerpo; en cambio, en lo que se refiere al alma, a las facultades superiores (inteligencia, voluntad), la mujer sería idéntica al hombre, apta también para las actividades políticas y militares.
Esta idea platónica está construida sobre un punto clave: el reconocimiento del alma espiritual, respecto de la cual se da una igual dignidad entre hombres y mujeres. Al revés, si se niega la espiritualidad del alma humana, es casi imposible no caer en posiciones como las de Peter Singer (que no reconoce ninguna dignidad especial en el ser humano) y como las de numerosos ideólogos defensores de la opresión de los fuertes sobre los débiles.
Aristóteles, por su parte, hablaba de la mujer de forma semejante a como hablaba de los esclavos: la mujer tendría “razón” (facultades espirituales) pero no la “poseería”; en otras palabras, aunque se reconocía su condición humana (al tener racionalidad), la mujer estaría sometida en parte al hombre en el ejercicio de su racionalidad y libertad.
No se trata, por tanto, de una diferencia esencial (respecto a su alma) entre hombres y mujeres, sino de una diferencia basada en datos biológicos o sociológicos. Si miramos a lo específico del ser humano, a su racionalidad y a su espiritualidad, hombres y mujeres gozarían de la misma dignidad.
En el cristianismo es patente el reconocimiento de la igual dignidad entre el hombre y la mujer. Los dos tenían el mismo origen, creados directamente por Dios. Los dos estarían destinados a la vida eterna. Los dos estarían capacitados para hacer un acto libre de fe y recibir el bautismo que los convierte en hijos de Dios.
Por lo tanto, afirmar que el pasado el “sexismo” defendió una diferencia “esencial” entre el hombre y la mujer es no sólo inexacto, sino que en muchas ocasiones es completamente falso, sobre todo cuando miramos a lo propio del ser humano, su espiritualidad.
Especismo
La idea presente en algunos animalistas según la cual el mundo moderno habría superado el racismo y el sexismo, pero todavía no habría superado el “especismo”, es inexacta y errónea. Porque hay que hacer muchas aclaraciones sobre el “racismo” y sobre el “sexismo” en el pasado y el presente, como acabamos de ver; y porque la noción de especismo es equívoca, como queremos mostrar ahora.
¿Qué se entiende por especismo? La palabra fue divulgada por un psicólogo de Oxford, Richard Ryder, conocido como defensor del movimiento animalista. Ryder definió especismo (en inglés “speciesism”) como la discriminación o abuso, por parte de los seres humanos, de algunas especies animales en base a la idea de que existiría una superioridad humana respecto de los animales.
En otras palabras, el especismo admitiría la existencia de una superioridad humana y basaría sobre la misma un comportamiento discriminatorio respecto de los animales (todos o algunos, también respecto de aquellos animales capaces de experimentar dolor).
En realidad, entre los seres vivos es algo común y generalizado considerar a los miembros de la propia especie como más afines a uno mismo, con una actitud que algunos califican como “discriminatoria”, y a los miembros de otras especies como lejanos según diversos grados.
Por ejemplo, los animales carnívoros actúan de modo particularmente agresivo respecto de muchos otros animales y no toman ninguna precaución o “respeto” hacia cientos de las plantas pisoteadas en sus correrías por las praderas. Los herbívoros, por su parte, tratan con un respeto casi “nulo” a muchas plantas y a aquellos animales pequeños que sucumben aplastados por falta de atención de los herbívoros más grandes.
Que el hombre muestre una especial afinidad hacia otros seres humanos y les ofrezca (por desgracia, no siempre) un trato privilegiado es algo normal en el mundo de los vivientes, y no puede ser considerado un comportamiento antinatural.
Pero si además reconocemos, como hemos visto, que el hombre tiene unas facultades particulares, inteligencia y voluntad; si vemos que tales facultades nos llevan a demostrar que es un ser espiritual y, por lo tanto, digno; entonces no podemos no considerarlo como esencialmente diferente de los animales, lo cual conlleva un sinfín de consecuencias que sería injusto ver como “especistas” o discriminatorias.
Sólo existe discriminación allí donde es tratado como diferente lo que es igual en dignidad. Los seres humanos, todos, gozan de la misma dignidad, mientras que los animales no tienen ni pueden tener la misma dignidad que los seres humanos, porque no están dotados de espiritualidad.
Podemos, por lo tanto, concluir que no es apropiado hablar de especismo a la hora de juzgar el modo según el cual los hombres se comportan respecto de los animales y de las plantas. Ciertamente, ello no es motivo para que el ser humano pueda abusar de modo totalmente egoísta, o con actitudes que podríamos calificar como crueles, de los muchos seres vivos que comparten nuestro planeta. Pero condenar abusos no es lo mismo que hablar de especismo, porque tal noción es errónea y sin apoyo en la realidad.
Mientras algunos animalistas usan un término incorrecto y dedican ingentes esfuerzos para “mejorar” el trato que los seres humanos otorgan a algunos animales, millones de hombres y mujeres, niños o adultos, nacidos o sin nacer, son despreciados en su vida y en su salud, en sus derechos fundamentales y en su vocación profunda al amor.
La urgencia del mundo moderno no consiste en encontrar maneras para mejorar el trato de los animales, sino en trabajar para que todo hombre y mujer sea respetado y tratado según su dignidad intrínseca.
Por eso vale la pena invertir lo mejor de nuestras energías para proteger y tutelar la vida de los hombres y mujeres, de los no nacidos y de los ancianos, de los pobres y de los enfermos. Vale la pena evitar cualquier discriminación injusta basada en el color de la piel, en el tamaño, en las condiciones sociales, en las nacionalidades, en las creencias religiosas. Vale la pena, sobre todo, evidenciar por qué el hombre es un ser digno de respeto y esencialmente diferente de los animales, merecedor de nuestros mejores esfuerzos en favor de la realización de un mundo más justo y más solidario.
Fuente: Fernando Pascual.
Vivimos en un mundo donde algunos aplican dos pesos y dos medidas. Por ejemplo, cuando se da más importancia a los huevos de águila que a los embriones humanos.
Constatamos, en efecto, la existencia de países en los que los embriones humanos pueden ser abortados si no han cumplido un número de semanas fijados por la ley. Porque, según se dice, todavía no están desarrollados, no son “personas” ni merecen protección legal.
Al mismo tiempo, esos mismos países aprueban normativas que prohíben la destrucción de los huevos fecundados de águila, ni siquiera cuando el desarrollo embrionario de esos huevos apenas está en sus inicios.
Es obvio que resultaría ridículo aprobar una ley para proteger aves en peligro de extinción que tuviese una formulación como la siguiente: “Serán multadas aquellas personas que destruyan huevos fecundados de águilas que tengan más de 10 días de incubación. Cuando sea destruido un huevo fecundado que tenga menos de 10 días de incubación el acto no adquiere responsabilidad penal”.
Los amigos de las águilas y los ecologistas dirían que esa ley es absurda. Y tendrían toda la razón. Para proteger la reproducción de un ave se requiere aprobar normas que garanticen al máximo la integridad de todos sus huevos fecundados.
Establecer una línea divisoria entre huevos protegidos y huevos no protegidos llevaría a permitir que los enemigos de las aves pudiesen destruir cientos de huevos “prematuros” o de pocos días sin ser castigados por ello, lo cual implicaría gravísimas consecuencias para la supervivencia de la especie que se desea proteger.
Pero no nos damos cuenta de que es mucho más grave el absurdo de aquellas “leyes de plazos” que permiten el aborto de los embriones humanos cuando son muy pequeños, y luego protegen a los embriones cuando están más crecidos. ¿Es que es menos importante un hijo que una cría de águila?
Frente al absurdo de situaciones como las que ya se dan en algunos países que se consideran “progresistas”, “democráticos”, y promotores de los derechos de la mujer, hay que abrir los ojos y despertar las conciencias: nadie, por ningún motivo, debería tratar a otro ser humano como un objeto que pueda ser destruido a placer, y nunca, por ningún motivo, deberíamos aceptar que un animal cuente con más protección legal que un hijo.
Garantizar la oportunidad de nacer a todos los hijos, ayudar a sus madres, promover y aprobar leyes auténticamente justas, es una urgencia mayor que la que algunos sienten por rescatar los huevos de algunas aves consideradas muy valiosas. Porque la vida de un niño siempre será más importante que la vida de un águila, y porque si queremos salvar las aves de nuestro planeta es para que puedan disfrutar de su presencia, algún día, hijos que han sido respetados y amados en su dignidad maravillosa y en sus derechos fundamentales.
Fuente: Fernando Pascual.
Las discusiones sobre el aborto no llevarán a ninguna parte si no tenemos ante nuestros ojos el motivo más profundo que lleva a una madre a abortar a su hijo.
¿Cuál es ese motivo? Ver al propio hijo como un obstáculo para los propios proyectos y planes personales, como alguien que no encaja en el momento en el que atraviesa la mujer.
A veces el hijo no es querido porque llega en un momento inesperado, o porque la familia tiene problemas económicos, o porque el matrimonio atraviesa una etapa de fuertes tensiones, o porque el hijo es el resultado de una infidelidad, o porque el embarazo puede llevar a un despido en el trabajo, o porque tiene “defectos” o características no deseadas.
La lista puede ser larga, pero en ella brilla siempre la misma idea de fondo: la madre no desea asumirlo, no desea amarlo, no desea que entre en la propia vida.
Otras veces, por desgracia muchas, una mujer aborta por presiones. En ese caso, son otros los que rechazan al hijo porque no les interesa, no les gusta, no lo aman, no quieren asumir sus propias responsabilidades, no creen que llegue en un “momento adecuado”. Pero si la mujer ama al hijo, si está abierta a la vida y al amor, sabrá buscar ayuda y fuerzas en Dios y en corazones buenos para que su hijo se salve de una muerte injusta.
La perspectiva opuesta, la que lleva a recibir la noticia de un embarazo con alegría y esperanza, tiene también un motivo muy sencillo. El hijo merece ser acogido, ayudado, defendido, amado, simplemente porque vale por sí mismo, y porque el mejor modo de vivir como madre (y como padre: todo embarazo involucra también a un padre) consiste en abrirse generosamente a la vida de los más indefensos, los más pobres, los más necesitados, los más pequeños: los hijos antes de nacer.
Ahí está el mejor antídoto contra el aborto: el amor verdadero, que es generoso, abierto, disponible, fecundo.
Causa una alegría muy honda conocer y tratar a familias abiertas a los hijos que llegan, sean sanos o enfermos, sean varones o mujeres, vengan muy seguidos o muy distanciados, sean pocos o muchos. En esas familias se percibe una actitud maravillosa, bella, de generosidad, de espíritu de sacrificio, de amor. El centro de la propia existencia no son los planes personales, sino lo que la marcha misma de la vida, llevada con responsabilidad, con cariño, y con alegría, va indicando.
Muchas veces esa marcha de la vida pide apretar los espacios del hogar, reducir las posibilidades económicas, incluso (en un mundo sumamente injusto) perder el puesto de trabajo. Pase lo que pase, ocurra lo que ocurra, digan lo que digan, la apertura del amor hace posible ese milagro maravilloso que consiste en el sí a la vida del hijo, en un gesto de amor que da sentido al mundo y que ha precedido y acompañado el nacimiento de millones de seres humanos.
El aborto será derrotado definitivamente cuando rompamos la mentalidad egoísta que sólo acoge al hijo cuando cumple unos requisitos y cuando llega según unos planes muy estrechos, fuera de los cuales la supresión de una vida se convierte en el naufragio completo de la vocación humana al amor. Lo cual es lo mismo que decir que el aborto será vencido cuando fomentemos una actitud íntima y radical de apertura y de entrega a los demás.
La falta de amor lleva a la muerte. La plenitud de amor ha permitido, permite y permitirá el nacimiento de millones de seres humanos de un modo maravilloso, fecundo y bueno: desde padres enamorados, generosos, con los brazos siempre abiertos a la llegada de todos y de cada uno de sus hijos.
Fuente: Fernando Pascual
La ley de la oferta y de la demanda se aplica también en el mundo de la droga. Quizá incluso de una forma más intensa, más dramática, más profunda.
La economía funciona, en buena parte, porque unos desean algo y otros ofrecen ese algo. Lo vemos, por ejemplo, respecto de la comida y de la ropa, de la vivienda y de los electrodomésticos, de los libros y de los coches.
Lo vemos, en muchos lugares del mundo, también respecto de la droga: miles de jóvenes, y también de adultos, desean consumir droga. Y cientos de personas la producen, la comercializan, la venden. Demanda y oferta conviven y se apoyan mutuamente.
La prohibición de la droga puede ayudar, a veces mucho, a controlar gravísimos daños que nacen del hecho de consumirla. Pero no basta: necesita ser acompañada por un proyecto mucho más serio y más eficaz: reducir la demanda.
Para ello, hace falta promover todo un sistema social y educativo en el que el centro de la propia vida no sea el placer, ni lo novedoso, ni lo más excitante, sino principios y virtudes auténticas: la solidaridad, la justicia, el servicio, la abnegación, la austeridad, la firmeza de carácter.
Donde faltan sanos principios educativos, donde se vive bajo la tiranía de los placeres y de los caprichos, será inevitable que exista una demanda fuerte, constante, de droga. Esa demanda inicia cuando la carencia de principios éticos y de voluntades firmes lleva a los jóvenes o adultos a “probar” la droga. Esa demanda aumenta hasta límites insospechados por culpa de los efectos psicológicos y morales que las drogas dejan en quienes las consumen, en la esclavización radical con la que destruyen a miles y miles de personas.
Por eso, la lucha contra la droga debe contar no sólo con policías y jueces honestos, sino con padres de familia, educadores, maestros, líderes políticos, pensadores, periodistas, que emprendan una batalla decidida en favor de aquellos valores y principios que aparten a los jóvenes de ese ambiente de vacío espiritual que tanto ha ayudado a difundir la drogadicción.
El mundo necesita ese esfuerzo educativo. Porque queremos el bien de todos, porque buscamos eliminar los males de la droga, y porque sabemos que un hombre y una mujer bien formados, con principios honestos y una disciplina vivida desde convicciones interiores, pueden hacer cosas grandes. Sabrán despreciar la droga, pero sobre todo sabrán comprometer la propia existencia en buenos proyectos, esos que hacen al mundo un poco más justo.
Fuente: Fernando Pascual
La palabra “discriminación” tiene muchos significados. Uno es claramente negativo: tratar de modo injusto a una persona porque se rechaza alguna de sus características, como el color de la piel, el sexo o la edad. Pero también puede tener otros significados “neutros”: tratar a las personas de un modo correcto, justo, respetuoso, pero con matices diferentes y legítimos según de qué persona aparezca en el horizonte de la propia vida.
Por ejemplo: voy por la calle y me cruzo con cientos de hombres y mujeres, niños y grandes, pobres y ricos, obreros, oficinistas o empresarios. Con mi mirada descubro enormes diferencias entre unos y otros, pero respeto a todos.
De repente, mis ojos juzgan, “discriminan” a una persona que destaca sobre “los otros”. La saludo, la abrazo, hablo con ella: he descubierto en esta persona a un familiar o a un amigo. Es alguien “distinto” de todos los demás.
Sería extraño saludar a todos como amigos de infancia. Sería injusto, asimismo, meterme en la cárcel porque sólo he saludado a una persona y he “discriminado” a otros cientos de caminantes a los que no saludo si no tengo ningún motivo particular para hacerlo.
Por eso es claro que la discriminación “mala” es aquella que no se limita a reconocer una diferencia (todos, gracias a Dios, somos diferentes en algo), sino que considera, de modo equivocado, que algunas diferencias son suficientes para permitir un trato negativo, o incluso ofensivo (“discriminatorio” en el sentido negativo de la palabra) hacia la persona que tiene esa diferencia.
Así ocurre con la “discriminación racial”. En medio de un grupo de personas de raza blanca o mestiza, uno de raza negra destaca como “diferente”. Pero su diferencia es sólo superficial, “a flor de piel”. Tratar a un blanco que vive en un barrio de chinos con desprecio sólo porque es de una raza distinta de la mayoría es algo inmoral y, sobre todo, injusto: nadie puede ser despreciado porque ha nacido con un color distinto de quienes viven a su lado.
Si en una discusión sobre temas importantes (el futuro de la humanidad, la política económica, los derechos de las minorías, las medidas para conservar el agua potable en la zona donde uno vive) hay diferencias de opinión, es lógico que sentiremos simpatía hacia quienes piensan como nosotros y que quizá veamos con algo de distancia a quienes piensan de un modo distinto. Pero ello nunca puede justificar un desprecio que vaya contra la dignidad de quien opina de otra manera. Trabajar por eliminar la mala discriminación en el mundo también exige poner un freno firme y decidido a quienes arrojan piedras o calumnias (que a veces son peores que las piedras) contra los que tienen opiniones diferentes…
Además de las discriminaciones raciales, o basadas en las diferencias de clase o de ideas políticas, se dan discriminaciones por motivos religiosos. Es frecuente que en algunos estados una mayoría religiosa persiga o aísle a los que no aceptan la religión de quienes gobiernan. Hay países en los que se encarcela y maltrata sistemáticamente a los que pertenecen a grupos cristianos o inspirados en una espiritualidad diferente de la que se impone desde los altos mandos de un partido único.
Otra discriminación negativa es la que margina a ciertos enfermos como indeseables o intocables. Durante siglos en muchos lugares de la tierra han sufrido esta situación los leprosos y los que padecían graves enfermedades contagiosas (o supuestamente contagiosas). Hoy se da una sutil y dolorosa discriminación hacia los que están afectados por el terrible virus que causa el SIDA, los cuales se sienten despreciados en algunas familias o lugares de trabajo.
También se discrimina y margina en no pocas ocasiones a los que viven de un modo distinto de la mayoría (o de una “minoría mayoritaria” en un territorio pequeño). En cierto sentido, esta marginación tiene algo de comprensible. Si uno tiene la manía de recoger lo que no es suyo, no suele ser bien visto por los demás, y los motivos son justificados… Si uno tiene tendencias masoquistas en su psicología será relegado e, incluso, encarcelado, cuando sus tendencias le lleven a dañar a otros.
Una de las discriminaciones más graves, muchas veces olvidada en las discusiones internacionales contra la discriminación, es la que lleva a impedir el nacimiento de algunas categorías de niños. Hay quienes se aprovechan del hecho de que un embrión o feto no puede defenderse por sí mismo para “discriminarlo” hasta el punto de quitarle la vida. Además, en algunos lugares y ambientes “médicos” se da una auténtica “cacería” para eliminar a todos los niños no nacidos que puedan tener defectos o cualidades no deseadas por sus padres o por la sociedad. Se comete, de este modo, un auténtico crimen de masa que es aceptado con gran silencio por algunas de las ONGs y grupos pro derechos humanos que dicen defender a los que sufren algún tipo de discriminación…
Hay mucho que hacer para eliminar tantas discriminaciones que implican injusticia, opresión, o incluso muerte. Hay mucho que hacer por promover la cultura del amor y la solidaridad.
Todos estamos llamados a defender la dignidad del hombre, desde que es una célula nueva, irrepetible, en el seno de su madre, hasta que llega la hora dramática de partir hacia otros cielos. De este modo, el mundo será un poco distinto, con menos racismo, con menos discriminaciones arbitrarias, con más tolerancia y, sobre todo, con una actitud profunda de acogida, de respeto y de amor hacia el diverso.
Fuente: Fernando Pascual.
Una manifestación de cientos o miles de personas no refleja la mentalidad de un pueblo. Pero puede ser una señal indicativa de los valores aceptados por algunos (o por muchos) miembros de la sociedad.
Ocurre, en algunos lugares del planeta, que se concentran centenares de personas para protestar contra las corridas de toros o contra el modo de tratar a los animales en algunas granjas.
En esos mismos lugares, y a veces cerca de donde pasa la manifestación antitaurina, hay edificios en los que se practica el aborto de embriones y fetos humanos. Frente a esos edificios son escasas, y a veces están prohibidas, las manifestaciones de los grupos pro vida que buscan salvar a seres humanos muy pequeños y desprotegidos.
Como quedó dicho al inicio, la presencia de gente en la calle no refleja la mentalidad de un pueblo. La vistosidad de una manifestación en favor de los animales no es sinónimo de que, para la mayoría, sea más importante la vida de un animal que la vida de los seres humanos.
Pero surge la pregunta: ¿no merecerían los embriones humanos un esfuerzo constante y eficaz por parte de todos los defensores de la justicia para que no se llegue nunca a la opción de abortar a un hijo? ¿No falta una auténtica movilización de las conciencias para contrarrestar la muerte de tantos miles y miles de seres humanos por culpa del aborto?
Para tranquilidad de quienes defienden de modo correcto lo que merecen los animales, el esfuerzo en favor de los embriones humanos no implica despreocuparnos de las palizas que puedan sufrir los perros callejeros, ni tampoco desinteresarnos ante algunos sistemas de explotación excesiva en los que viven animales en las “granjas industriales”.
Pero a la hora de actuar, hace falta descubrir, desde una simple reflexión sobre la dignidad humana, que primero están los seres humanos, y luego los animales. No sólo porque también los seres humanos son “animales” dignos de respeto (aunque, por desgracia, hay quien prefiere estar entre gatos que entre hombres), sino porque en cada hombre y en cada mujer se esconde un tesoro de riquezas y de posibilidades por su apertura al conocimiento y su capacidad de amar.
Una de las urgencias de nuestro mundo consiste en tutelar la vida de los embriones humanos. No es justo ningún pueblo que permite cercenar en sus inicios la existencia de miles de hijos. La vida de esos seres humanos en pequeño merece ser tutelada, acogida, ayudada. Así algún día también ellos podrán tender su mano a otros seres humanos, y aprenderán que el respeto a la vida implica un trato adecuado (aunque nunca igual al que se ofrece a los hombres y mujeres que conviven con nosotros) a los animales que embellecen nuestras ciudades y nuestros campos.
Fuente: Fernando Pascual.
La discusión sobre el aborto sigue en pie. Los argumentos de los defensores de la mal llamada “libertad de elección” (libertad para decidir la muerte de un hijo) y los argumentos de los defensores de la vida (del hijo y de su madre, porque los dos son iguales en dignidad) repiten una y otra vez sus argumentos, tal vez los mismos durante años y años de debate.
Mientras la discusión continúa, miles, millones de hijos son eliminados, son abortados. Unos, bajo el amparo de las leyes que han despenalizado o liberalizado el aborto. Otros, en la clandestinidad, porque ni siquiera desaparece el aborto clandestino allí donde ha sido legalizado.
Todos, los unos y los otros, mueren, y dejan una herida profunda en el corazón de sus madres.
El dato frío de los millones de víctimas del aborto no debe dejarnos insensibles. No hemos de pensar que será la historia, el mañana, quien juzgue con dureza a la actual generación por haber asistido con frialdad a una masacre de proporciones apocalípticas, con millones y millones de hijos asesinados cada año.
Ya ahora el corazón denuncia que estamos en un mundo injusto y cruel, donde la vida de los más indefensos y pequeños, los hijos, vale muy poco, pues pueden ser eliminados por motivos muy variados: a veces por el simple deseo de tener más tiempo para acabar la carrera, o para no perder el trabajo, o para evitarse un problema en familia, o porque el hijo tenía algún “defecto” que lo convertía en “indigno” de continuar la aventura de la vida.
Mientras discutimos sobre el aborto, en este día, morirán miles de hijos. Su muerte deja un hueco en la historia humana. Sus vidas provocan un vacío no sólo de bocas, de manos, de corazones, sino de libertades, de ideas, de sueños, que no llegaron a ponerse a trabajar porque otros decidieron que no nacieran.
Mientras discutimos sobre el aborto, mientras buscamos cómo convencer a la otra parte de su error, una vida acaba de ser cercenada en sus inicios. Quizá también él querría haber dado su punto de vista, quizá habría dicho que vale la pena respetar a los que ya existen, aunque sean muy pequeños o lleguen en un momento difícil para la mujer o para la familia.
Ese hijo no podrá reprocharnos tanta cobardía, tanto egoísmo, tanto retorcimiento dialéctico cuando todo es mucho más sencillo y claro: cada embrión, cada feto, es un hijo.
Así de sencillo y así de hermoso, así de comprometedor y así de magnífico. Como lo fuimos tú y yo y todos los que ahora respiramos.
Nos corresponde, por eso, poner en marcha un esfuerzo sincero para que todos, en un mundo más justo y más lleno de amor, puedan nacer con la ayuda y la asistencia de quienes vivimos a su lado.