Los supervivientes del aborto son un grito profundo en favor de la justicia y de la vida, un reto que puede destruir los sofismas de los defensores de la mentalidad abortista.
Para quienes defienden el aborto para “tutelar” la libertad de elección de la mujer, pues sólo ella decide sobre su cuerpo y sobre la vida o la muerte de quien crece dentro de ella, el superviviente del aborto llega a convertirse en un “atentado”, una herida, que limita la libertad femenina.
La existencia de ese niño no era querida, no era amada, no era protegida. Tras un aborto fracasado, el superviviente dice a su madre y al mundo que es alguien, que necesita cariño, que vale por sí mismo, que ha logrado pasar la prueba de un proyecto asesino, que también él tiene derecho a elegir, a caminar en el mundo de los vivos.
Para quienes consideran que los médicos tienen un “deber” de realizar un aborto seguro y de calidad si una mujer lo pide dentro del respeto de las “leyes”, el superviviente de un aborto denuncia la impericia o el fracaso de un acto orientado a la muerte. Lo cual lleva al absurdo de pensar que fue “mal médico” quien no consiguió suprimir una vida humana, quien permitió el nacimiento de un niño no deseado, quien en muchos casos dejó cicatrices y heridas más o menos graves en un cuerpo indefenso.
La verdadera medicina, sin embargo, no busca la muerte de nadie ni pretende dañar en su cuerpo a seres humanos muy pequeños. En otras palabras, nunca será un “fracaso médico” el que un embrión o un feto haya sobrevivido al injusto y cruel acto que buscó acabar con su vida. El verdadero fracaso consiste, tristemente, en que sí haya abortos “seguros” y “bien hechos”, en que se use una ciencia destinada a servir la vida para provocar la muerte de un hijo desprotegido.
Para quienes piensan que el aborto sería justo simplemente por el hecho de haber sido autorizado a través de una votación del parlamento o de un referéndum popular, el superviviente de un aborto podría convertirse en un enemigo de la legalidad, un “error” de quienes no supieron respetar las leyes.
¿Es que la existencia de un niño puede ser considerada como una infracción, como un daño a un sistema jurídico, como la privación de un “derecho” de la mujer? ¿No será, más bien, que una sociedad está totalmente desquiciada cuando permite el aborto y promueve el que los médicos usen su saber contra la vida?
Los supervivientes del aborto son seres humanos tan dignos como tú y como yo. Su existencia, tal vez sus heridas, nos piden, nos suplican, nos empujan a trabajar decididamente por terminar con el aborto en todas sus formas.
Por respeto a ese niño, por deseo de ayudar a la madre en su vocación al amor, por sentido de justicia, buscaremos promover leyes y comportamientos solidarios, con hospitales y con médicos al servicio de la salud y de la vida del más indefenso: el ser humano antes del maravilloso día de su parto.
Fuente: Fernando Pascual
El 19 de octubre de 2005 era aprobada, en la Conferencia general de la UNESCO, una “Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos”.
Esta Declaración contiene una serie de principios (artículos 3-17) entre los que encontramos el principio de “respeto de la vulnerabilidad humana y la integridad personal” (artículo 8). El texto de este artículo es el siguiente:
“Al aplicar y fomentar el conocimiento científico, la práctica médica y las tecnologías conexas, se debería tener en cuenta la vulnerabilidad humana. Los individuos y grupos especialmente vulnerables deberían ser protegidos y se debería respetar la integridad personal de dichos individuos”.
Surge espontánea la pregunta: ¿quiénes son los “individuos y grupos especialmente vulnerables”?
En una primera respuesta, podríamos decir que son todos aquellos que cuentan con pocos medios para defender sus propios derechos. Lo cual ocurre, principalmente, por dos motivos: o porque carecen por sí mismos de hacer valer su voz; o porque otros han decidido marginarlos, discriminarlos, maltratarlos o perseguirlos.
Sin ser exhaustivos, podemos recordar cuántos son los seres humanos “especialmente vulnerables” por uno o por los dos motivos anteriormente mencionados a la vez: los bebés, los niños, los enfermos (especialmente los enfermos mentales), los ancianos, los pobres, los refugiados, las mujeres en muchos lugares del planeta, etc.
A la lista anterior habría que añadir un grupo de seres humanos cada vez más abandonados y desprotegidos: los embriones y los fetos.
Tanto en el seno materno como en muchos centros de reproducción asistida (embriones recién producidos o embriones congelados), estos seres humanos viven en una situación de especial vulnerabilidad. En muchos países, porque es legal su eliminación a través del aborto, sea por decisión de la madre, o sea por decisión de otras personas que obligan a la madre a abortar. En otros países, porque sin ser legal, muchos recurren al aborto clandestino.
Respecto de la reproducción asistida (artificial), hay que recordar que en algunas de las técnicas usadas suelen morir uno o varios embriones por cada hijo que llega a nacer. En ocasiones, algunos de esos embriones son eliminados por una mentalidad discriminatoria que desecha las vidas de quienes puedan tener defectos genéticos o no reúnan características deseadas por sus padres.
Además, miles y miles de embriones están congelados en muchos centros de reproducción asistida. El riesgo de daños en esos embriones cuando sean descongelados es muy alto: están en una situación de alta vulnerabilidad. No faltan grupos de presión que desean usarlos para el “progreso” científico, como si se tratase de material biológico disponible para la investigación, lo cual significa olvidar la dignidad que tienen esos embriones en cuanto seres humanos.
Hay que promover, por lo tanto, una cultura de respeto hacia el ingente número de embriones y fetos que hoy se encuentran desamparados, sin protección legal dentro o fuera del seno materno. Esos embriones y fetos pertenecen al “grupo” de seres “especialmente vulnerables” que han de ser protegidos. No sólo porque lo diga la UNESCO en su “Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos”, sino porque lo exige la justicia. Sobre todo, porque lo exige, de un modo mucho más profundo y más rico, el amor hacia cada uno de nuestros hijos, especialmente los más pequeños y vulnerables: los embriones.
Fuente: Fernando Pascual
Los adolescentes y los jóvenes son un mundo en ebullición. Los cambios físicos se unen a cambios sociales. La psicología atraviesa numerosos conflictos a la hora de adaptarse a los nuevos horizontes y a las alternativas abiertas ante la vida de cada adolescente.
Hay dos características en los adolescentes y jóvenes que tienen un gran peso a la hora de tomar decisiones que luego pueden dejar muy marcada toda la existencia futura.
La primera se refiere a un cierto sentimiento de invulnerabilidad. Es normal que los adultos (padres, educadores) avisen y prevengan a los hijos sobre los peligros que van a encontrarse. Emborracharse, empezar a fumar, ciertas fiestas donde se vive un ambiente de desenfreno, el inicio precoz de una vida sexual descontrolada, conllevan numerosos peligros. Pero el joven, con no poca inconsciencia, piensa que a él los peligros no le van a tocar, mientras que sólo se concentra en vivir nuevas aventuras. Luego llega la hora de las sorpresas: la vida se impone con todo su realismo, a veces con la noticia de una enfermedad grave o por medio de un accidente; o, en nuestro caso, con una dependencia muy difícil de cortar.
La segunda característica es la búsqueda de identidad a través del grupo. El adolescente se siente inseguro, inestable, necesitado de apoyos. El grupo le permite en parte perderse, delegar la responsabilidad en la masa, y en parte aferrarse a quien lleva la voz cantante al orientar y “dirigir” el comportamiento de los que tienen una psicología más débil. La búsqueda de ser aceptado en el grupo, de ser considerado como “grande”, lleva muchas veces a transgresiones de normas y a aventuras más o menos peligrosas, así como al consumo de ciertas sustancias “prohibidas” o excitantes, especialmente del tabaco.
Estas dos características tienen una mayor incidencia cuando el joven se encuentra ante el mundo de las drogas, del alcohol, y del tabaco. La situación es más compleja respecto del alcohol y del tabaco por el hecho de que se trata de sustancias aceptadas normalmente en el mundo de los adultos, mientras que todavía persiste en muchos ambientes un rechazo a las drogas.
Por lo mismo, cada año miles de jóvenes son introducidos en el mundo del humo, en la dependencia (mayor o menor) del tabaco.
Las campañas basadas sólo en la información sobre los peligros del humo son muy importantes, pero no son suficientes, por lo que acabamos de decir acerca de la psicología del adolescente. Un joven de 18 años, fumador incontrolado, se reía cuando los demás le aconsejaban que dejase el tabaco. ¿Qué respondía? Que su padre, médico, también fumaba y estaba tan sano…
No faltan, es verdad, jóvenes maduros que comprenden el peligro y se apartan del cigarro. Pero la mayoría se siente bastante desprotegido, y cede con facilidad a la imitación de lo que observan en sus coetáneos.
Una campaña de prevención, por lo tanto, tiene que ir más a fondo. Interpela a toda la sociedad, desde los niveles más altos de liderazgo hasta la familia y los amigos.
A nivel general, ayuda mucho el ofrecer modelos (“ídolos”) que no fuman. Si los cantantes que arrastran a miles de adolescentes son vistos con el cigarrillo en la mano, la influencia de este gesto es enorme. Si, en cambio, en conciertos de jóvenes, en películas y programas televisivos, en los campos de juego, etc., el cigarrillo resulta prácticamente invisible, se podrá controlar mucho la imaginación más o menos consciente de los jóvenes a la hora de apreciar la atracción del humo.
A un nivel más cercano, la familia y la escuela juegan un papel decisivo. Si el padre y la madre, si los profesores, fuman, sus consejos al hijo o al estudiante para que no entre en el mundo de la dependencia tendrán muy poco valor, serán escuchados como palabras casi huecas. Si, en cambio, los padres y educadores no fuman o, al menos, se esfuerzan por no hacerlo ante los hijos o los alumnos, al menos sus consejos estarán acompañados por un ejemplo que ensalza en mucho el valor de las palabras.
Pero el punto central es siempre el mismo joven. Si al inicio de estas líneas subrayamos su complejo de invulnerabilidad y su dependencia del grupo, no por ello hemos de minusvalorar su libertad, su capacidad de comprensión y su apertura a los valores.
Si el adolescente no ha fumado y tiene un temperamento más independiente, basta con que haya recibido una buena información para que diga no a quienes le invitan a entrar en el mundo del tabaco. En cambio, si ya se ha acostumbrado al gusto de la nicotina, o piensa que si deja los cigarrillos empezará a engordar (una idea que pueden tener no pocas muchachas), necesitará una mayor fuerza de voluntad para cortar con aquello a lo que ya se ha iniciado. Sobre todo, necesitará convencerse de que lo que ahora hace por gusto pronto lo hará por dependencia, y entonces su libertad (el gran tesoro de cualquier joven o adulto) empezará a debilitarse bajo las cadenas de la adicción.
Con un buen conocimiento de la psicología del joven, de sus modelos y comportamientos, de los influjos que recibe, será posible hacer un trabajo más incisivo para apartarlo de la dependencia del tabaco. Quizá podrá parecer algo difícil, más cuando hay actitudes de rebeldía hacia los padres y los educadores. Pero con paciencia y afecto, las dos llaves que todo joven acoge en su corazón, podrá aceptar aquellos consejos que le damos por su bien. Vale mucho su salud, y vale mucho ese autodominio de quien se libera de cadenas que dañan a base de ofrecer satisfacciones pasajeras y poco saludables.
Fuente: Fernando Pascual
La sexualidad humana se construye sobre un binomio muy concreto: hombre y mujer. Las diferencias entre ambos polos inician con una base genética que, en la gran mayoría de los casos, fundamenta las diferencias entre hombres y mujeres en los niveles genital, hormonal, fisiológico y psicológico.
La sexualidad, sin embargo, no es sólo algo biológico: se encuadra en el contexto de la cultura. La historia nos muestra cómo las relaciones entre hombres y mujeres han variado enormemente a lo largo de los siglos. Han existido situaciones de poligamia o de poliandria. Algunos pueblos han defendido el valor de la castidad premarital, mientras otros han despreciado tal valor. Muchos han aceptado el divorcio o lo han defendido como algo normal, mientras otros lo han condenado o han puesto numerosas barreras para limitar su difusión. Se ha castigado el adulterio o ha sido tolerado, aceptado o incluso promovido. Ha habido pueblos que han visto como algo normal, incluso como necesario, el que exista la prostitución, mientras otros la han perseguido. Se ha castigado cualquier violación, o la violación ha sido vista como algo de poca importancia; se ha llegado incluso al extremo de instigar a violar a mujeres como si se tratase de un castigo contra pueblos o grupos vencidos. Hay quienes han condenado las relaciones homosexuales y quienes las han admitido como algo aceptable. Se ha promovido el uso de medios anticonceptivos o abortivos para evitar hijos no deseados, o se ha condenado socialmente el recurso a estos métodos.
La lista podría alargarse, lo cual nos muestra que la sexualidad humana no ha sido vivida de una manera igual a lo largo de los siglos ni entre las distintas culturas o grupos humanos. Podemos, entonces, preguntarnos: ¿alguna de esas maneras puede ser vista como más correcta que las demás, o todas pueden colocarse como igualmente “aceptables” según las diferentes épocas y culturas?
La mayoría (no todos, por desgracia) rechazaría aquellos usos de la sexualidad que impliquen violencia, engaño, desprecio o “uso” denigrante del otro o de la otra. Este punto, pues, resulta un patrimonio aceptable por quien quiera ser verdaderamente respetuoso de los demás: nadie puede ser usado como objeto, nadie puede ser reducido a simple instrumento para el placer de otros.
Pero podríamos dar un paso ulterior: existe una relación sexual que va más allá de la simple búsqueda del placer y que se encuadra en una relación personal mucho más profunda y rica. Se trata de una vida sexual integrada en un proyecto de amor en el que él y ella se aceptan y se dan mutuamente en el pleno respeto de todas las riquezas propias del ser hombre y del ser mujer, sin rechazar ninguna dimensión (genética, física, hormonal, psicológica, espiritual). Esta aceptación implica un darse y un recibirse total, pleno, que excluiría la que consideramos actitud de rechazo de la propia fertilidad.
Esto vale no sólo para la mujer (de la que hablamos antes) sino para el mismo hombre. Su virilidad conlleva el poder fecundar, normalmente, a una mujer en una relación sexual. En la donación total, interpersonal, tal fecundidad es parte de la plenitud de aceptación, la cual se da de modo definitivo y total en el matrimonio.
El esposo acepta su riqueza sexual y la de su esposa; la esposa acepta la propia riqueza sexual y la de su marido. Tal aceptación, repetimos, se coloca en un contexto mucho más amplio, que implica la aceptación plena, total, exclusiva, del otro y de la otra, en el tiempo, hasta la muerte.
La relación sexual fuera del matrimonio encierra un enorme número de riesgos y de errores. Quizá el mayor es el miedo a la fecundidad del otro, que, en el fondo, es rechazo de algo fundamental de la persona. De este modo, el amor no puede ser pleno, sino parcial. Un amor así no puede realizar plenamente una vida humana. A lo sumo será un momento de emoción o de placer, pero siempre existirá un cierto miedo a que asome la cabeza un hijo que nos recuerde la seriedad de la vida sexual humana.
Lo peculiar de la mujer
En este sentido, conviene subrayar otro aspecto de la vida sexual, que marca una asimetría muy particular. Hoy por hoy, en el ejercicio de su sexualidad sólo las mujeres pueden quedar embarazadas. Mientras no pueda prepararse un útero artificial o un útero trasplantado en varones con capacidades gestacionales, por ahora los niños podrán nacer sólo después de haber transcurrido diversos meses en el seno de una mujer.
Las mujeres viven con especial profundidad esta característica exclusiva. Ante ella pueden tomar diversas actitudes. Una consiste en rechazar la propia fertilidad, en verla como un obstáculo, como algo no deseado o como un peligro para ciertos proyectos personales (de ellas mismas o de otros que giran alrededor de ellas).
Tal rechazo puede ser sólo emocional, o puede llevar a decisiones concretas que impidan, de modo temporal o definitivo, cualquier concepción de un hijo en su seno, a través del recurso a métodos anticonceptivos o, incluso, por medio de una esterilización más o menos irreversible. Si fracasan los métodos anticonceptivos, o si no han sido usados y se produce el embarazo, puede sentir un deseo más o menos intenso a abortar esa vida iniciada “fuera de programa”.
Una actitud radicalmente opuesta a la anterior lleva a la aceptación de la propia fecundidad de modo maduro y consciente. La mujer vive, entonces, la posibilidad de un embarazo no como un peligro o como una amenaza, sino como una riqueza, como un privilegio. En cierto sentido, esta actitud es la que ha permitido el nacimiento de miles de millones de seres humanos, la que explica esa profunda sonrisa que irradia una mujer cuando abraza a su hijo recién nacido, la que la hace caminar en el mundo con una alegría íntima, a veces envidiable, mientras lleva un carrito con un niño que es apenas un proyecto de futuro y de esperanza.
Una mujer que vive en esta segunda actitud necesita, sin embargo, vivir su vida sexual con una seriedad particular, lo cual nos vuelve a poner ante las reflexiones anteriores. Defender la integridad de su cuerpo, defender la propia fecundidad, significa velar para que ningún hombre pueda “usarla” como instrumento de placer o como compañera de juego en unos momentos de fiesta. Significa no prestarse a ser amiga frágil de quien dice amarla sin un compromiso serio hacia la vida que pueda ser concebida en su seno. Significa pensar en el bien del hijo a la hora de escoger quién va a ser el centro de su corazón, el compañero de su vida, su esposo para siempre.
Programas de verdadera educación sexual
Sin embargo, algunos adultos creen que las chicas (y los chicos que giran alrededor de ellas) serían incapaces de reconocer el valor de la propia fecundidad. Por lo mismo, promueven la difusión entre ellas de una amplia gama de métodos anticonceptivos y abortivos, a veces llamados con una fórmula muy genérica: servicios de salud reproductiva. Este planeamiento parte de un error de base. Sólo una chica puede pensar en la “necesidad” de la anticoncepción si está dispuesta a tener relaciones sexuales y si reconoce la fertilidad propia de su condición femenina, lo cual implica un mínimo de madurez y de responsabilidad. Orientarla sólo a la negación de tal fecundidad es, en el fondo, impedirle tomar una opción seria en favor de la plena aceptación de sí misma. Es señal de desprecio hacia las chicas (y, en el fondo, también hacia los chicos) creer que no son capaces de pensar y de tomar compromisos profundos en estos temas.
Un programa de educación sexual que respete en su integridad a cada hombre, a cada mujer, no puede prescindir de estas verdades. La sexualidad no es un juego: es algo serio. No sólo porque, por desgracia, un “uso” excesivo de la misma pueda llevar a adquirir alguna enfermedad no deseada (las famosas ETS o “enfermedades de transmisión sexual”). Sino, sobre todo, por la intrínseca relación que existe entre sexualidad, amor y vida.
Si respetamos esta relación podremos lograr, sobre las riquezas y los valores de nuestros adolescentes, la promoción de una sexualidad que valore plenamente a cada ser humano, en su profundidad espiritual y en sus valores físicos. Valores físicos que incluyen ese enorme misterio y riqueza de la fecundidad que ha permitido el nacimiento de cada uno de nosotros. Una fecundidad que permitirá la venida al mundo de los hombres y mujeres del mañana, hijos de unos padres que se aman en la plena aceptación y el respeto más profundo de sí mismos y del otro.
Fuente: Fernando Pascual.
Dos escenas en un mismo país. Primera escena: un miércoles cientos de personas participan en una manifestación autorizada. Algunos manifestantes compran miles de copias de un famoso periódico. En una plaza habilitada para hacer barbacoas, y con las “normales” medidas de precaución para estos casos, incendian esas copias. Además, gritan slogans agresivos contra ese periódico, como señal de rabia, de disconformidad, de rebeldía.
Segunda escena: ese mismo miércoles, han sido citadas ocho mujeres en una clínica famosa. Van para lo mismo: un aborto. Todo se realizará de acuerdo con la ley, en el respeto de las normas “higiénicas” establecidas por organismos nacionales e internacionales que supervisan este tipo de “operaciones”.
¿Cuál de las dos escenas nos preocupa más? ¿Es más grave quemar periódicos o abortar hijos? Estamos seguros al cien por cien de que la primera noticia aparecería en la televisión, la radio, los otros periódicos, el periódico cuyo nombre ha sido insultado y “quemado”, con grandes titulares, con editoriales, con señales de preocupación.
Escucharíamos comentarios de este estilo: “ataque a la libertad de prensa”, “la vuelta de las hogueras”, “la intolerancia reaparece”, “¿ha resucitado la Inquisición con su afán por quemar libros?” o cosas parecidas. Los periodistas verían en ese incendio un gesto sumamente grave, un peligro a la libertad de expresión. Levantarían las plumas para defenderse con todas sus armas. Darían a la noticia una importancia mayúscula.
La eliminación de los ocho hijos, sin embargo, sería vista como un hecho rutinario. Todos los miércoles la clínica “X” realiza abortos “legales”. La gente lo sabe, no es noticia. No interesa a los medios informativos, más preocupados por defender la libertad de prensa que por defender la vida de los que el día de mañana podrían expresar sus opiniones.
El periodismo no debería convertirse en una profesión encerrada en la defensa de sus propios intereses. Es cierto que no nos extraña que, cuando asesinan a un periodista, todos los medios den amplio espacio a la noticia. Pero sí nos extraña que se silencie, casi sistemáticamente, el que se eliminen otras vidas humanas. Como las vidas de los hijos no nacidos.
Se nos dice, y es una triste realidad, que el aborto está regulado por leyes democráticas, leyes que es realidad son inicuas, pues van contra la defensa del derecho básico para que se dé un mínimo de justicia: el derecho a la vida. No porque el aborto sea legal deja de ser siempre un crimen de guante blanco, algo que hiere la dignidad de tantas mujeres que esperaban apoyo en su embarazo y que se han encontrado con indiferencias y con presiones de todo tipo para que abortasen cuanto antes.
La prensa ha nacido para defender valores muy altos. El primero de ellos, no lo olvidemos, es el de la justicia. Una justicia que vale también para los embriones, para los hijos más pequeños. Una justicia que hay que promover para que este mundo abra las puertas del amor y del respeto a los más indefensos y pobres, a los más pequeños y desamparados, a los hijos y a sus madres necesitadas de apoyo social, económico, sanitario. En ningún país debería ser más fácil abortar que tener un parto seguro. Lo contrario no es señal de civilización, sino de barbarie.
Defender la libertad de prensa es un gesto importante que no podemos dejar de lado. Hay que defenderla para que la prensa promueva altos valores, busque construir un mundo más justo, denuncie abusos y desprecios a la vida humana. Será entonces una prensa solidaria y buena, porque nos abrirá los ojos ante tantos dramas humanos, como el del aborto, muchas veces olvidados.
Fuente: Fernando Pascual.
Los niños acaban de salir de la escuela. Corren, en grupos desorganizados, hacia el parque. En un instante empiezan a jugar, en medio de un griterío lleno de entusiasmo.
Juanito, Sandra, Pepe, Alfonso, Felipe, Jimena, Marifer, corren entre los árboles, saltan por los jardines. Cada uno se identifica por un nombre, un mote, y unos apellidos. Cada uno tiene una historia, una vida maravillosa, el cariño de sus padres. Cada uno fue un día (¿dejó alguna vez de serlo?) producto de una concepción.
A veces creemos que con el cambio de palabras podemos ocultar la realidad. Pero el sol sigue brillando aunque nos pongamos gafas cubiertas con 30 capas de papel aluminio. La luna existe aunque pase por la dramática etapa de “cuarto creciente”. Y los padres saben que un hijo, aunque sea llamado “producto de la concepción”, es siempre un hijo…
Engañar a la sociedad es posible: se ha hecho miles de veces en el pasado, se hace hoy y se hará, seguramente, mañana. Pero el engaño no cambia la realidad. Porque los indígenas tenían alma, aunque algún cretino dijese que “tal vez no”… Porque los hebreos tienen la misma dignidad que los arios, aunque Hitler tuviese la mayoría de votos en un parlamento de mentiras. Porque el rey está desnudo aunque nadie se atreva a decírselo. Porque el aborto es y será un crimen, aunque sea defendido por quienes primero se autodeclaran defensores de los derechos humanos y luego van contra el derecho básico de la vida social: el derecho a la vida.
Por más engaños y por más mentiras que nos repitan algunos personajes muy respetables y decididos a que el aborto se convierta en un “derecho”, nacen y nacerán miles y miles de hijos desde la misteriosa riqueza de la sexualidad humana. Aunque sean llamados “productos”, aunque sean despreciados por leyes inicuas, aunque sean olvidados por los defensores de la economía libre que están muy preocupados por el mercado de valores mientras se olvidan que la justicia vale también para los pobres.
Juanito acaba de resbalar. Su pantalón nuevo ha quedado marcado para siempre con una “s” despiadada. Su madre, que acaba de llegar al parque para recogerlo, no está preocupada por el pantalón, sino por esa sangre fresca que brota desde la rodilla y baja poco a poco hacia el pie derecho.
Ella sabe que su hijo, un simple “producto de la concepción” según algunos, es un ser maravilloso, un canto al futuro, una página de esperanza. Por eso le limpiará la herida y lo tratará con ese cariño que tienen las madres. Ellas saben ver más allá de las leyes creadas por ideologías asesinas, porque reconocen, en cada hijo, un tesoro inagotable de alegría, de amor y de ternura.
Fuente: Fernando Pascual
La ecología parece ser una ciencia reciente, pero no lo es. En mayor o menor medida los hombres del pasado se han preocupado por el ambiente: por la limpieza de los ríos, por la belleza de los bosques, por la salud y conservación de los animales y de los peces. Muchas veces han pensado cómo adornar las ciudades, cómo levantar nuevos parques, cómo conocer más y mejor los misterios de la vida.
Podemos recordar, en el mundo griego, los proyectos de Platón para construir una ciudad ideal, pensada para vivir en armonía con el ambiente exterior, o en los estudios de Aristóteles sobre los animales y las plantas. Los hebreos soñaban una tierra prometida donde abundase la leche y la miel, o donde el niño pudiese jugar con el león. Muchos otros pueblos han celebrado ritos y fiestas por los cambios de la luna, por la llegada de las lluvias, por la primera cosecha, y han soñado en momentos de paz y de equilibrio entre hombres y animales.
A simple vista, todas las ecologías podrían ser iguales. Buscarían conocer a fondo las distintas relaciones que existen entre los seres vivos y el ambiente que los rodea. Pero enseguida notamos diferencias profundas. Intentemos presentar, entre otros, tres modelos distintos de ecología.
El primer modelo se limita simplemente a ver cómo están las cosas y qué cambios se están produciendo, sin decir nada sobre si es bueno o es malo lo que ocurre. Es una ecología “neutra”. Si un volcán quemó miles de árboles e hizo que muriesen ardillas, jabalíes y coyotes, constatará el hecho, sin mayores problemas. Ocurrió esto y basta. Lo mismo se aplica a la contaminación: los hombres crean fábricas que contaminan, y los animales (no sólo animales, sino también muchos hombres) mueren por culpa de los gases tóxicos. ¿Es esto algo bueno o malo? La ecología neutra no se pronuncia ni quiere pronunciarse sobre esto: describe y basta.
El segundo y tercer modelo se parecen, pues creen que se puede distinguir entre cambios buenos y cambios malos. Se diferencian, sin embargo, a la hora de determinar cuáles cambios ecológicos sean buenos, cuáles malos, y por qué. El segundo modelo toma como punto de referencia una situación ideal, en la que sería bueno que todos los organismos pudiesen convivir con un cierto equilibrio, sin realizar entre las especies animales y vegetales ninguna discriminación. Así, consideran que el clima de los últimos siglos, sus glaciares y desiertos, las especies animales y vegetales que han dominado en amplias llanuras o en selvas ecuatoriales, son algo bueno en sí, que habría que conservar. Algunos de estos ecologistas ven, como principal enemigo de este equilibrio ecológico, al ser humano (no a todos), en cuanto que ha creado industrias y sistemas de vida que han destruido millones de hectáreas de bosques, han contaminado ríos y mares, y han terminado con la vida de millones de animales y plantas. Algunas especies, incluso, se han extinguido para siempre.
Según el criterio de bien que se escoge en este modelo, habría que tomar soluciones profundas, aunque nos puedan resultar dolorosas: disminuir el nivel de vida de los ricos, impedir a los pobres que copien los malos ejemplos de los países industrializados, controlar la natalidad. Habría que conseguir, por ejemplo, la eliminación radical de los coches de combustión; o volver al sistema de cultivos naturales sin el uso de fertilizantes (aunque baje la producción: ya luego veremos cómo dar de comer a todos los hombres que piden alimento…). No falta quien dice que sería bueno disminuir el número de seres humanos del planeta, para conseguir así un equilibrio ecológico idealizado. Los caminos para esta disminución pueden ser muchos: desde la esterilización de millones de mujeres (a veces incluso por medio de engaños o de presiones de todo tipo) hasta el aborto promovido como medio de control natal. Dentro de esta perspectiva hay quien ha llegado a decir que el ser humano es como un tumor o un cáncer que está dañando a la tierra. Quien afirma esto sabe cuál es la “solución”: los tumores se curan eliminándolos…
El tercer modelo de ecología también habla de un “bien” y un “mal” a la hora de valorar cada ecosistema, pero establece el criterio de lo que se debe hacer o evitar no en función del equilibrio en sí, sino en función del ser humano. Es una ecología de tipo humanístico. Es bueno cuidar el agua, el aire, la temperatura o la belleza de los bosques, y es bueno porque todo ello hace más hermosa y más digna la vida de los hombres. De los de hoy, de los que ya están viniendo (esos millones de embarazos que se producen cada mes), y de los que vendrán. El hombre, en esta perspectiva, no es el malo del planeta, ni un “cáncer”. No hay que promover la esterilización ni el aborto ni cámaras de gas para eliminar a los hombres que “sobran” o para impedir que puedan nacer más. El hombre es el que administra un tesoro, un sistema de vida y de muerte, que nunca acaba de controlar del todo, y que debe respetar, si quiere sobrevivir y si quiere hacer más amable la existencia de todos los demás seres humanos y otras formas de vida que alegran y embellecen nuestros bosques y praderas. El hombre, que en sí no es malo, puede serlo si vive de modo irresponsable y arbitrario, si daña de modo indiscriminado el ambiente o destruye a los animales y las plantas por puro capricho egoísta.
Es cierto (primer modelo) que el equilibrio actual no es estático, y que basta un volcán o un meteorito para que empiece a llover en el Sahara y se seque la selva del Amazonas. Pero no podemos quedarnos con los brazos cruzados: podemos hacer algo (tal vez mucho) para controlar la contaminación de las ciudades, para defender los bosques de los incendios o las montañas de la erosión por falta de árboles. Es cierto también (segundo modelo) que algunos hombres han abusado de los bienes de la tierra y han destrozado un equilibrio que era bastante bueno, aunque no perfecto. Pero la culpa de esos hombres (muchos o pocos, no importa) no puede ser nunca motivo para acusar a todo el género humano como si fuese el “animal malo” del planeta. Además, la idealización de un modelo ecológico no podrá justificar nunca el que unos nuevos poderosos, en nombre del ecologismo internacional, quieran eliminar a otros o controlar de modo salvaje e inhumano su fertilidad o su misma existencia.
Pero lo más cierto (tercer modelo) es que la ecología verdadera debe ser humanista: debe defender el valor de todos y de cada uno de los seres humanos, o no podrá ofrecer criterios justos para defender el patrimonio terráqueo de todos. Sólo por amor al hombre protegeremos y conservaremos las riquezas de un planeta que, gracias al trabajo y al ingenio de millones de hombres que han vivido antes que nosotros, nos han permitido nacer, ser curados y alimentados. Gracias a sus conquistas y progresos podemos hoy disfrutar de la salida del sol, del canto de un jilguero y, lo que es más hermoso todavía, de los ojos de un niño que miran al futuro y piden un poco de amor y de esperanza.
La ecología no puede no ser humanística. Necesita conocer y amar al hombre, a cada hombre. De este modo podremos proteger e, incluso, mejorar, algunos ecosistemas en los que se desarrolla nuestra vida y en la que vivirán, si así lo quiere Dios y lo permiten los hombres, las generaciones que vendrán en los siglos futuros.
Fuente: Fernando Pascual
El médico explicaba a los esposos algunos detalles de la fecundación in vitro. Les decía que había que provocar a través de diversas hormonas la estimulación ovárica; que se extraerían varios óvulos; que luego se tomaría el semen del esposo obtenido a través de una masturbación; que luego se haría la fecundación in vitro de varios de esos óvulos…
Al llegar a este punto, quiso aclarar que los óvulos fecundados, eran, durante los primeros días, sólo un puñado de células. A ese “algo” muchos lo llaman con el nombre de “pre-embrión”, pues, dicen, todavía no sería ni embrión ni hijo.
De este modo, el médico intentaba tranquilizar a los esposos: no “fabricaba” hijos en el laboratorio, sino pre-embriones. Quizá uno o dos de ellos serían transferidos a las trompas de falopio de la mujer, otros serían congelados, otros morirían o serían destruidos por ser de “baja calidad”.
Lo que acabamos de presentar, si bien con algunas diferencias, ha ocurrido y es posible que ocurra más frecuentemente de lo que pensamos. Hay laboratorios que hablan de pre-embriones, y que explican que esos organismos pequeñísimos son simplemente un puñado de células que no merece ser valorado como si fuese un ser humano.
La realidad, sin embargo, no corresponde a lo que se dice en esos laboratorios. Nos bastaría con recordar lo que nos dicen las ciencias biológicas: cuando un espermatozoide penetra en un óvulo, se desencadena toda una serie de reacciones y procesos que son señal del inicio de una nueva vida. Una vida que es distinta tanto de la madre como del padre. Una vida pequeña, sí, formada al inicio por una célula, luego por dos, luego por cuatro, etc.; pero vida con un sistema genético diferente, con una cierta autonomía, con una orientación hacia nuevas etapas de crecimiento.
Decir que “eso” sería simplemente un puñado de células es un error desde muchos puntos de vista. Pensemos, por ejemplo, en nuestros propios cuerpos. Podemos decir, con verdad, que estamos hechos de miles y miles de millones de células. A la vez, sabemos que nuestra unidad es algo más que la suma de todas esas células. Lo mismo ocurre tras la concepción: estamos ante un ser que tiene muy pocas células (al inicio solamente una). Su unidad y su identidad, sin embargo, no depende del número de células, sino de algo distinto que explica cómo esas células se relacionan entre sí y se orientan hacia el desarrollo.
Es cierto, hay que recordarlo, que en los laboratorios es posible hacer cultivos de células humanas sin que tales cultivos sean un ser humano. En esos casos, sí estamos ante un “puñado de células”, que muestran tener funciones y reacciones vitales pero no son individuos humanos, por la sencilla razón de que ni se estructuran ni se orientan hacia las estructuras y hacia el crecimiento que son propios de un individuo autónomo.
En cambio, los mal llamados pre-embriones son seres humanos porque tienen las señales propias de cualquier organismo viviente unitario: un código genético, unas reacciones químicas muy concretas, un desarrollo ordenado y por etapas, una interacción con el medio externo que explicará si puede sobrevivir o si morirá en pocos días.
Hemos de tener valor y mirar a esos embriones de laboratorio como lo que son: hijos. Merecen todo el amor y el respeto de sus padres, de los médicos, de la sociedad. Han sufrido una primera injusticia al ser concebidos en una probeta, fuera del lugar natural que merecen y que sería, para ellos, más seguro: el seno de sus madres. Pero a esa injusticia no podemos añadirle una nueva, más grave todavía: negarles su condición humana y tratarlos como si fuesen “un puñado de células”.
Sólo si los miramos con honestidad, si les damos el nombre que merecen, seremos capaces de reconocer toda la serie de peligros y de amenazas a la vida que se producen desde el momento en el que se promueve la fecundación in vitro, una técnica llena de errores éticos y a la que no debería recurrir ninguna pareja de esposos.
Ante los problemas reales de la esterilidad, hay que promover con urgencia una cultura de la fecundidad que enseñe a conservar y vivir esta maravillosa dimensión del amor humano. Pero cuando sea imposible conseguir una concepción de modo natural, en el respeto que merece la vida del hijo y la dignidad de sus padres, entonces habría que descubrir nuevas dimensiones para la vida matrimonial, quizá a través de la adopción de algún niño abandonado o de otras formas de servicio a tantos miles de personas que desean un poco de cariño y de ayuda.
Ningún embrión puede ser visto simplemente como un “puñado de células”. Cuando abramos los ojos a esta verdad, habremos dado un paso serio para promover una cultura de la verdad, que es el camino mejor para respetar y, sobre todo, para amar, a cada uno de nuestros hijos.
Fuente: Fernando Pascual
La pregunta parece sencilla. ¿Qué es un embrión humano? La respuesta resulta más sencilla de lo que parece, aunque algunos la hayan hecho compleja.
Como primera respuesta, podemos decir que el embrión es un organismo (uni o pluricelular) dotado de vida. Científicos y filósofos aceptarían, sin graves problemas, esta afirmación. También un niño y un anciano son organismos dotados de vida, pero mucho más complejos y más desarrollados. El embrión y el niño son más pequeños y tienen mucho futuro ante sus ojos. El anciano tiene menos futuro, pero no por ello deja de ser organismo.
La segunda respuesta es también sencilla: el embrión es un organismo humano en sus primeras fases de desarrollo.
Salta a la vista que las diferencias entre el embrión, el niño, el adulto y el anciano resultan notables. Porque un niño tiene corazón y pulmones, cerebro y columna vertebral. El embrión, al menos en los primeros días, no tiene ninguno de los órganos típicos del adulto. Pero ello no implica que no tenga ninguna “organización”: en sus pocas o muchas células hay una estructura compleja que avanza, si nada lo impide, hacia nuevas etapas de desarrollo.
La tercera respuesta va un poco más lejos, y suscita la oposición de diversos pensadores y científicos: es un ser humano digno de respeto.
Para justificar esta respuesta necesitamos recurrir a algo distinto de la ciencia empírica. Porque la idea de dignidad no es asequible ni a las básculas ni al microscopio. No depende ni del color de la piel, ni del hecho de tener más centímetros de altura, ni de la “perfección” del ADN (sin aparentes enfermedades hereditarias), ni de empezar a existir en un país desarrollado.
La idea de dignidad es descubierta desde la filosofía. Gracias a ella, si es usada de modo adecuado, podemos ver en cada ser humano algo que escapa a la observación científica: posee un valor que supera los límites del espacio y del tiempo.
La idea de dignidad se aplica a todo ser humano en sus distintas etapas de existencia: desde que inicia a vivir, tras la concepción, hasta que termina su recorrido terreno, e incluso más allá del mismo.
Volvamos a nuestra pregunta: ¿qué es un embrión humano? Es un ser humano que ha empezado a vivir. Tiene pocas horas o pocos días. Está sano o quizá morirá pronto por culpa de algún defecto genético. Será amado por sus padres o sufrirá una muerte silenciosa.
Lo que le pueda ocurrir no quita en nada su dignidad. Vale lo mismo que tú o que yo; como también necesita lo mismo que tú y que yo: amor, respeto, acogida, alimentos, y un lugar en este planeta de aventuras. Luego, como tú y como yo, con pocos gramos o después de haber visto a los hijos de sus hijos, partirá a otros rumbos.
Por eso, por ser lo que es, sin adjetivaciones, todo embrión humano merece nuestro respeto. Y lo recibirá, seguro, por parte de tantos millones de seres humanos, ya adultos, que también un día fueron embriones; seres humanos que hoy trabajan y se esfuerzan para ayudar y defender a los más débiles y necesitados: los niños, los ancianos, los pobres, los enfermos… y los embriones.
Fuente: Fernando Pascual
Al ser fundada en 1948, la Organización Mundial de la Salud (OMS) definió la salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social y no la simple ausencia de enfermedades o de malestar”. Desde luego, a la luz de esta definición, podríamos decir que muy pocos tienen “salud”, pues un completo bienestar en todas las dimensiones enumeradas (física, psíquica y social) resulta algo así como ganar la lotería todas las semanas… (más…)