El médico explicaba a los esposos algunos detalles de la fecundación in vitro. Les decía que había que provocar a través de diversas hormonas la estimulación ovárica; que se extraerían varios óvulos; que luego se tomaría el semen del esposo obtenido a través de una masturbación; que luego se haría la fecundación in vitro de varios de esos óvulos…
Al llegar a este punto, quiso aclarar que los óvulos fecundados, eran, durante los primeros días, sólo un puñado de células. A ese “algo” muchos lo llaman con el nombre de “pre-embrión”, pues, dicen, todavía no sería ni embrión ni hijo.
De este modo, el médico intentaba tranquilizar a los esposos: no “fabricaba” hijos en el laboratorio, sino pre-embriones. Quizá uno o dos de ellos serían transferidos a las trompas de falopio de la mujer, otros serían congelados, otros morirían o serían destruidos por ser de “baja calidad”.
Lo que acabamos de presentar, si bien con algunas diferencias, ha ocurrido y es posible que ocurra más frecuentemente de lo que pensamos. Hay laboratorios que hablan de pre-embriones, y que explican que esos organismos pequeñísimos son simplemente un puñado de células que no merece ser valorado como si fuese un ser humano.
La realidad, sin embargo, no corresponde a lo que se dice en esos laboratorios. Nos bastaría con recordar lo que nos dicen las ciencias biológicas: cuando un espermatozoide penetra en un óvulo, se desencadena toda una serie de reacciones y procesos que son señal del inicio de una nueva vida. Una vida que es distinta tanto de la madre como del padre. Una vida pequeña, sí, formada al inicio por una célula, luego por dos, luego por cuatro, etc.; pero vida con un sistema genético diferente, con una cierta autonomía, con una orientación hacia nuevas etapas de crecimiento.
Decir que “eso” sería simplemente un puñado de células es un error desde muchos puntos de vista. Pensemos, por ejemplo, en nuestros propios cuerpos. Podemos decir, con verdad, que estamos hechos de miles y miles de millones de células. A la vez, sabemos que nuestra unidad es algo más que la suma de todas esas células. Lo mismo ocurre tras la concepción: estamos ante un ser que tiene muy pocas células (al inicio solamente una). Su unidad y su identidad, sin embargo, no depende del número de células, sino de algo distinto que explica cómo esas células se relacionan entre sí y se orientan hacia el desarrollo.
Es cierto, hay que recordarlo, que en los laboratorios es posible hacer cultivos de células humanas sin que tales cultivos sean un ser humano. En esos casos, sí estamos ante un “puñado de células”, que muestran tener funciones y reacciones vitales pero no son individuos humanos, por la sencilla razón de que ni se estructuran ni se orientan hacia las estructuras y hacia el crecimiento que son propios de un individuo autónomo.
En cambio, los mal llamados pre-embriones son seres humanos porque tienen las señales propias de cualquier organismo viviente unitario: un código genético, unas reacciones químicas muy concretas, un desarrollo ordenado y por etapas, una interacción con el medio externo que explicará si puede sobrevivir o si morirá en pocos días.
Hemos de tener valor y mirar a esos embriones de laboratorio como lo que son: hijos. Merecen todo el amor y el respeto de sus padres, de los médicos, de la sociedad. Han sufrido una primera injusticia al ser concebidos en una probeta, fuera del lugar natural que merecen y que sería, para ellos, más seguro: el seno de sus madres. Pero a esa injusticia no podemos añadirle una nueva, más grave todavía: negarles su condición humana y tratarlos como si fuesen “un puñado de células”.
Sólo si los miramos con honestidad, si les damos el nombre que merecen, seremos capaces de reconocer toda la serie de peligros y de amenazas a la vida que se producen desde el momento en el que se promueve la fecundación in vitro, una técnica llena de errores éticos y a la que no debería recurrir ninguna pareja de esposos.
Ante los problemas reales de la esterilidad, hay que promover con urgencia una cultura de la fecundidad que enseñe a conservar y vivir esta maravillosa dimensión del amor humano. Pero cuando sea imposible conseguir una concepción de modo natural, en el respeto que merece la vida del hijo y la dignidad de sus padres, entonces habría que descubrir nuevas dimensiones para la vida matrimonial, quizá a través de la adopción de algún niño abandonado o de otras formas de servicio a tantos miles de personas que desean un poco de cariño y de ayuda.
Ningún embrión puede ser visto simplemente como un “puñado de células”. Cuando abramos los ojos a esta verdad, habremos dado un paso serio para promover una cultura de la verdad, que es el camino mejor para respetar y, sobre todo, para amar, a cada uno de nuestros hijos.
Fuente: Fernando Pascual