Salvar el ambiente parece una meta urgente. En noticias, libros, artículos, debates, se repite continuamente que estamos ante amenazas que pueden destruir la biodiversidad y los frágiles equilibrios de nuestro planeta.
Vivimos, según muchos, en una situación de alarma. Por lo mismo, el hombre moderno debería acometer un esfuerzo ingente para garantizar la existencia de la vida humana y no humana sobre la Tierra en los próximos años.
No es el momento de sopesar la validez de los estudios y de los argumentos que se usan a favor de estas ideas. Corresponde a los científicos estudiar la situación, ver los hechos, explorar las soluciones. Luego, toca a la sociedad, desde la seriedad de dirigentes maduros y responsables, tomar aquellas medidas que sean necesarias para el presente y para el futuro.
Pero sí resulta importante preguntarnos: ¿dónde se funda el “deber” de trabajar por el futuro del planeta? ¿En qué basar los esfuerzos de todos para conservar la biodiversidad? ¿Qué sentido tiene defender el ambiente que ahora tenemos y buscar que no se produzcan cambios en el clima y en la atmósfera que pueden ser (o parecer) hostiles a las formas de vida que ahora conocemos?
Una mirada retrospectiva nos lleva a reconocer que no siempre ha existido vida humana en la tierra, que muchas especies vivientes antes no existían, y que el clima ha cambiado numerosas veces a lo largo de los millones de vida de historia terráquea.
De nuevo, la pregunta: ¿por qué queremos conservar la situación que ahora tenemos y que “conocemos”, el hábitat en el que vivimos, el clima en el que nacimos y crecimos? Las respuestas pueden ser muchas: porque creemos que “esta” forma de vivir es buena, porque esperamos en la eficacia de nuestros esfuerzos, porque buscamos un mundo que continúe, al menos por varios siglos, tal y como ahora lo tenemos, o incluso un poco “mejor”.
Si vamos más a fondo, reconoceremos que nuestra visión tiene algo (más bien, mucho) de antropocéntrico: somos nosotros los que consideramos el clima y el ambiente actual como bueno. Porque a nosotros, seres humanos de Europa y de Asia, de América y de Oceanía, de África y de los polos, nos gusta “este” mundo, con sus equilibrios actuales, con sus fríos y sus calores, con sus tempestades periódicas y sus momentos de sequía.
Entonces, ¿por qué nuestro deseo de conservar lo que ahora tenemos puede llegar a convertirse en un “deber” ético, puede cristalizarse en un esfuerzo por “salvar” nuestro planeta?
La existencia de deberes implica conocer un orden de valores objetivos. La marcha de la historia humana, en cambio, nos ha mostrado cómo diferentes pueblos y personas han defendido ideas distintas, incluso contrapuestas, a la hora de determinar cuáles son los valores importantes y cuáles son los valores que pueden ser dejados en segundo plano.
En el pasado (por desgracia, también en el presente) hay quienes han dicho y dicen que la guerra es buena, mientras que otros defienden la paz. Unos están a favor del aborto, mientras que otros quieren garantizar la vida de los hijos antes de nacer. Hay economistas que promueven el mercado libre, mientras que otros insisten en una mayor intervención del estado en el mundo de la empresa.
El pluralismo ético ha llevado a algunos a creer que no es posible encontrar valores absolutos, principios éticos aceptables para todos, y así valdría la tesis del relativismo. Pero frente a la “urgencia” ambiental, ¿no se hace necesario llegar a descubrir que sí existen verdades absolutas, normas morales que valen para todos?
En realidad, no sólo la situación del ambiente nos ayuda a descubrir la necesidad de superar el relativismo ético. La misma injusticia del aborto, con millones y millones de hijos que mueren cada año, nos dice que algo debe cambiar en el mundo para que la división de opiniones no sea una excusa para permitir la muerte de inocentes.
Si el ambiente está realmente mal, tomar medidas serias es un deber de todos, guste o no guste. Como también si cada vida humana merece respeto, hemos de formular un “no” decidido al aborto. No podemos cruzarnos de brazos ante la muerte de tantos hijos mientras damos el grito de alarma para salvar el “futuro” de la Tierra.
Sólo tiene sentido un compromiso serio por la ecología cuando rompamos los moldes del relativismo ético y cuando optemos por defender, de modo prioritario, la vida de todos los seres humanos.
Es para ellos, los hombres y las mujeres de ahora y de mañana, los ya nacidos y los que nacerán, por los que queremos luchar por un planeta más limpio, más seguro, más bello. La urgencia ambiental vale si es urgencia por la vida humana. Y la urgencia por la vida humana no puede esperar ni ver con indiferencia la muerte de los más débiles e indefensos: los hijos antes de nacer.
Fuente: Fernando Pascual
Categoría: Bioética
Etiquetas: Bioética para todos, Medio Ambiente, Naturaleza