La ecología parece ser una ciencia reciente, pero no lo es. En mayor o menor medida los hombres del pasado se han preocupado por el ambiente: por la limpieza de los ríos, por la belleza de los bosques, por la salud y conservación de los animales y de los peces. Muchas veces han pensado cómo adornar las ciudades, cómo levantar nuevos parques, cómo conocer más y mejor los misterios de la vida.
Podemos recordar, en el mundo griego, los proyectos de Platón para construir una ciudad ideal, pensada para vivir en armonía con el ambiente exterior, o en los estudios de Aristóteles sobre los animales y las plantas. Los hebreos soñaban una tierra prometida donde abundase la leche y la miel, o donde el niño pudiese jugar con el león. Muchos otros pueblos han celebrado ritos y fiestas por los cambios de la luna, por la llegada de las lluvias, por la primera cosecha, y han soñado en momentos de paz y de equilibrio entre hombres y animales.
A simple vista, todas las ecologías podrían ser iguales. Buscarían conocer a fondo las distintas relaciones que existen entre los seres vivos y el ambiente que los rodea. Pero enseguida notamos diferencias profundas. Intentemos presentar, entre otros, tres modelos distintos de ecología.
El primer modelo se limita simplemente a ver cómo están las cosas y qué cambios se están produciendo, sin decir nada sobre si es bueno o es malo lo que ocurre. Es una ecología “neutra”. Si un volcán quemó miles de árboles e hizo que muriesen ardillas, jabalíes y coyotes, constatará el hecho, sin mayores problemas. Ocurrió esto y basta. Lo mismo se aplica a la contaminación: los hombres crean fábricas que contaminan, y los animales (no sólo animales, sino también muchos hombres) mueren por culpa de los gases tóxicos. ¿Es esto algo bueno o malo? La ecología neutra no se pronuncia ni quiere pronunciarse sobre esto: describe y basta.
El segundo y tercer modelo se parecen, pues creen que se puede distinguir entre cambios buenos y cambios malos. Se diferencian, sin embargo, a la hora de determinar cuáles cambios ecológicos sean buenos, cuáles malos, y por qué. El segundo modelo toma como punto de referencia una situación ideal, en la que sería bueno que todos los organismos pudiesen convivir con un cierto equilibrio, sin realizar entre las especies animales y vegetales ninguna discriminación. Así, consideran que el clima de los últimos siglos, sus glaciares y desiertos, las especies animales y vegetales que han dominado en amplias llanuras o en selvas ecuatoriales, son algo bueno en sí, que habría que conservar. Algunos de estos ecologistas ven, como principal enemigo de este equilibrio ecológico, al ser humano (no a todos), en cuanto que ha creado industrias y sistemas de vida que han destruido millones de hectáreas de bosques, han contaminado ríos y mares, y han terminado con la vida de millones de animales y plantas. Algunas especies, incluso, se han extinguido para siempre.
Según el criterio de bien que se escoge en este modelo, habría que tomar soluciones profundas, aunque nos puedan resultar dolorosas: disminuir el nivel de vida de los ricos, impedir a los pobres que copien los malos ejemplos de los países industrializados, controlar la natalidad. Habría que conseguir, por ejemplo, la eliminación radical de los coches de combustión; o volver al sistema de cultivos naturales sin el uso de fertilizantes (aunque baje la producción: ya luego veremos cómo dar de comer a todos los hombres que piden alimento…). No falta quien dice que sería bueno disminuir el número de seres humanos del planeta, para conseguir así un equilibrio ecológico idealizado. Los caminos para esta disminución pueden ser muchos: desde la esterilización de millones de mujeres (a veces incluso por medio de engaños o de presiones de todo tipo) hasta el aborto promovido como medio de control natal. Dentro de esta perspectiva hay quien ha llegado a decir que el ser humano es como un tumor o un cáncer que está dañando a la tierra. Quien afirma esto sabe cuál es la “solución”: los tumores se curan eliminándolos…
El tercer modelo de ecología también habla de un “bien” y un “mal” a la hora de valorar cada ecosistema, pero establece el criterio de lo que se debe hacer o evitar no en función del equilibrio en sí, sino en función del ser humano. Es una ecología de tipo humanístico. Es bueno cuidar el agua, el aire, la temperatura o la belleza de los bosques, y es bueno porque todo ello hace más hermosa y más digna la vida de los hombres. De los de hoy, de los que ya están viniendo (esos millones de embarazos que se producen cada mes), y de los que vendrán. El hombre, en esta perspectiva, no es el malo del planeta, ni un “cáncer”. No hay que promover la esterilización ni el aborto ni cámaras de gas para eliminar a los hombres que “sobran” o para impedir que puedan nacer más. El hombre es el que administra un tesoro, un sistema de vida y de muerte, que nunca acaba de controlar del todo, y que debe respetar, si quiere sobrevivir y si quiere hacer más amable la existencia de todos los demás seres humanos y otras formas de vida que alegran y embellecen nuestros bosques y praderas. El hombre, que en sí no es malo, puede serlo si vive de modo irresponsable y arbitrario, si daña de modo indiscriminado el ambiente o destruye a los animales y las plantas por puro capricho egoísta.
Es cierto (primer modelo) que el equilibrio actual no es estático, y que basta un volcán o un meteorito para que empiece a llover en el Sahara y se seque la selva del Amazonas. Pero no podemos quedarnos con los brazos cruzados: podemos hacer algo (tal vez mucho) para controlar la contaminación de las ciudades, para defender los bosques de los incendios o las montañas de la erosión por falta de árboles. Es cierto también (segundo modelo) que algunos hombres han abusado de los bienes de la tierra y han destrozado un equilibrio que era bastante bueno, aunque no perfecto. Pero la culpa de esos hombres (muchos o pocos, no importa) no puede ser nunca motivo para acusar a todo el género humano como si fuese el “animal malo” del planeta. Además, la idealización de un modelo ecológico no podrá justificar nunca el que unos nuevos poderosos, en nombre del ecologismo internacional, quieran eliminar a otros o controlar de modo salvaje e inhumano su fertilidad o su misma existencia.
Pero lo más cierto (tercer modelo) es que la ecología verdadera debe ser humanista: debe defender el valor de todos y de cada uno de los seres humanos, o no podrá ofrecer criterios justos para defender el patrimonio terráqueo de todos. Sólo por amor al hombre protegeremos y conservaremos las riquezas de un planeta que, gracias al trabajo y al ingenio de millones de hombres que han vivido antes que nosotros, nos han permitido nacer, ser curados y alimentados. Gracias a sus conquistas y progresos podemos hoy disfrutar de la salida del sol, del canto de un jilguero y, lo que es más hermoso todavía, de los ojos de un niño que miran al futuro y piden un poco de amor y de esperanza.
La ecología no puede no ser humanística. Necesita conocer y amar al hombre, a cada hombre. De este modo podremos proteger e, incluso, mejorar, algunos ecosistemas en los que se desarrolla nuestra vida y en la que vivirán, si así lo quiere Dios y lo permiten los hombres, las generaciones que vendrán en los siglos futuros.
Fuente: Fernando Pascual