El tema de la enfermedad ocupa un lugar privilegiado en los estudios bioéticos, en parte porque la bioética profundiza y amplía la así llamada deontología médica, y en parte porque la ética de la vida tiene que ayudar en la búsqueda de respuestas correctas a la hora de afrontar la enfermedad, propia o ajena.
Como acabamos de ver, muchas enfermedades surgen desde comportamientos humanos responsables o desde situaciones de pobreza. Todo ello explica el que millones de personas contraigan enfermedades que podrían haber sido evitadas con relativa facilidad con vacunas (como la de la poliomielitis), con una mayor higiene y con una dieta mejor equilibrada. Además, muchas personas que contraen o que heredan ciertas enfermedades no reciben la atención debida, sea por falta de medicinas, sea porque los equipos médicos son insuficientes para cubrir todas las necesidades que surgen (por motivos de pobreza o de mala organización: hay países ricos en los que una cita médica sólo se consigue después de meses de espera).
Todos los seres humanos, también quienes viven en una situación económica más favorecida, están bajo la constante amenaza de la enfermedad: llega a todas las edades y a veces en forma totalmente imprevista. Existen, es verdad, hospitales con tratamientos muy sofisticados, pero los costes están creando serios problemas tanto a nivel particular (el enfermo y su familia) como a nivel social. El estado tiene la misión de ayudar en todo lo que fuera posible para que los avances médicos estuviesen disponibles para todos, pero la situación económica concreta de muchos países impone opciones de ahorro que crean problemas humanos concretos, a veces muy dramáticos, en aquellas personas que no tienen los medios para pagar los gastos necesarios para una buena atención sanitaria.
Un dato relevante que ha surgido en las últimas décadas consiste en el hecho de que, en los países más desarrollados, y en países en vías de desarrollo, se ha dado un notable alargamiento de la esperanza de vida. Este fenómeno ha traído consigo un aumento cada vez más consistente de enfermedades propias de la ancianidad, lo cual implica dificultades de peso en la vida familiar y exige a la sociedad una mayor inversión (no sólo económica) para atender el número elevado de enfermos crónicos. Como ejemplo, bastaría recordar las muchas familias que cuidan a ancianos afectados durante años y años por el Alzheimer o por otras enfermedades que disminuyen enormemente la autonomía de las personas.
Esta situación ha llevado al resurgimiento de grupos que piden la legalización de la eutanasia, pues con la misma, según los defensores de la “muerte dulce”, se evitarían sufrimientos físicos y psicológicos prolongados en el tiempo; y porque (este motivo tiene un peso mayor del que aparece en la prensa) se ahorrarían importantes cantidades de dinero público que ahora los gobiernos tienen que destinar a la atención de la población de más edad o a los enfermos “terminales”.
Una temática que ha recibido gran atención desde los últimos años es la que ha surgido con la aparición del SIDA (en inglés, AIDS) y con el resurgimiento de otras enfermedades de transmisión sexual (ETS), como vimos al hablar de la sexualidad humana. El SIDA es, en la actualidad, una epidemia que afecta la vida de millones de personas, especialmente en el África subsahariana, aunque también en otras partes del planeta, hasta el punto de provocar un número muy elevado de muertes y una disminución sensible de la esperanza de vida en los países más afectados.
Corresponde a la comunidad internacional y a los gobiernos locales tomar aquellas medidas eficaces y éticamente aceptables que permitan evitar nuevos contagios y que lleven a una atención adecuada a los enfermos. Es una injusticia lamentable constatar cómo en los países más ricos quienes han sido contagiados por el virus del SIDA reciben una asistencia médica bastante buena (aunque no en todos los casos), mientras que en los países más pobres carecen de medicinas básicas.
Respecto de la prevención, conviene recordar que la mejor manera de evitar el contagio consiste en modificar aquellos comportamientos que difunden la enfermedad. Una educación a la castidad y a la fidelidad conyugal, como ha sido ya comprobado en algunos lugares de África, lleva a resultados positivos y respeta principios éticos válidos también ante circunstancias más difíciles.
Conviene añadir aquí que la atención ofrecida al SIDA no debería provocar una desatención hacia otras enfermedades sumamente perniciosas y que afectan a millones de personas, como la malaria, la disentería o la tuberculosis, algunas de las cuales podrían disminuir drásticamente con mejoras higiénicas y con acciones concretas sobre las causas, en vez de haber aumentado en las últimas décadas como ha ocurrido en algunos lugares del planeta. En este sentido, buscar maneras eficaces para detener e incluso erradicar la transmisión de la malaria en las zonas más pobres, como ha sido posible en lugares donde la enfermedad estaba muy arraigada, es una obligación que afecta a toda la comunidad humana.
La búsqueda de una atención integral al enfermo y la salvaguarda del sentido genuino del actuar de los profesionales sanitarios llevan a la bioética a desarrollar, profundizar y mejorar (donde haga falta) los códigos deontológicos formulados desde hace siglos en el mundo de la medicina. A la vez, hace falta una profunda reflexión para comprender el sentido y lugar de la enfermedad en la existencia humana, según una visión ética y antropológica correcta, que ayude a descubrir que nunca una discapacidad puede convertirse en un motivo para olvidar la dignidad de la persona enferma. El profesional sanitario, la familia y la sociedad, están llamados a ofrecer aquellas atenciones que correspondan mejor a cada caso, en el respeto de los principios de justicia y de beneficencia, y con una actitud de escucha de las peticiones legítimas que pueda formular el mismo enfermo, el cual no puede ser tratado simplemente como alguien que sólo obedece, sino como parte activa en las decisiones sanitarias.
Para ello, en casi todo el mundo urge revisar y mejorar los sistemas sanitarios en sus distintos niveles, para ofrecer consultas médicas eficaces y ágiles, para organizar los hospitales de modo realmente humano y acogedor, para acompañar a los enfermos también en sus hogares con una asistencia eficaz, para subvencionar, en los casos que lo ameriten, los costos de aquellos tratamientos básicos que necesitan los más pobres. Resulta una injusticia a erradicar el que todavía en algunos lugares no se atienda a un enfermo necesitado de una atención urgente si no muestra su tarjeta de crédito o si carece de documentos exigidos por quienes dirigen un centro sanitario.
Un capítulo importante se refiere al modo de tratar a los enfermos en su última fase (los así llamados enfermos “terminales”), y a las opciones médicas a adoptar respecto de los mismos. Como criterio general, hay que evitar dos extremos sumamente perniciosos. El primer extremo consiste en el ensañamiento terapéutico, entendido como esfuerzo por prolongar inútilmente y a un costo muy elevado (de dolor físico y espiritual) un proceso de muerte a través de intervenciones médicas excesivas. El segundo extremo sería la aceleración de la muerte a través del abandono terapéutico o incluso a través de acciones orientados directamente a provocar la muerte del enfermo (es decir, a través del recurso a la eutanasia). Frente a estos dos extremos hace falta recurrir a una buena medicina, en la que tienen una importancia cada vez mayor los así llamados “cuidados paliativos”, y a un trato integral (familiar, espiritual) que ofrezca al enfermo las atenciones debidas a su situación y según su dignidad intrínseca.
Sería necesario mencionar otros aspectos de la medicina que harían demasiado largo el presente trabajo, especialmente respecto a las obligaciones de los médicos y de todos los que tienen alguna responsabilidad, directa o indirecta, hacia los enfermos, inclusive las compañías farmacéuticas.
Fuente: Fernando Pascual