La ley de la oferta y de la demanda se aplica también en el mundo de la droga. Quizá incluso de una forma más intensa, más dramática, más profunda.
La economía funciona, en buena parte, porque unos desean algo y otros ofrecen ese algo. Lo vemos, por ejemplo, respecto de la comida y de la ropa, de la vivienda y de los electrodomésticos, de los libros y de los coches.
Lo vemos, en muchos lugares del mundo, también respecto de la droga: miles de jóvenes, y también de adultos, desean consumir droga. Y cientos de personas la producen, la comercializan, la venden. Demanda y oferta conviven y se apoyan mutuamente.
La prohibición de la droga puede ayudar, a veces mucho, a controlar gravísimos daños que nacen del hecho de consumirla. Pero no basta: necesita ser acompañada por un proyecto mucho más serio y más eficaz: reducir la demanda.
Para ello, hace falta promover todo un sistema social y educativo en el que el centro de la propia vida no sea el placer, ni lo novedoso, ni lo más excitante, sino principios y virtudes auténticas: la solidaridad, la justicia, el servicio, la abnegación, la austeridad, la firmeza de carácter.
Donde faltan sanos principios educativos, donde se vive bajo la tiranía de los placeres y de los caprichos, será inevitable que exista una demanda fuerte, constante, de droga. Esa demanda inicia cuando la carencia de principios éticos y de voluntades firmes lleva a los jóvenes o adultos a “probar” la droga. Esa demanda aumenta hasta límites insospechados por culpa de los efectos psicológicos y morales que las drogas dejan en quienes las consumen, en la esclavización radical con la que destruyen a miles y miles de personas.
Por eso, la lucha contra la droga debe contar no sólo con policías y jueces honestos, sino con padres de familia, educadores, maestros, líderes políticos, pensadores, periodistas, que emprendan una batalla decidida en favor de aquellos valores y principios que aparten a los jóvenes de ese ambiente de vacío espiritual que tanto ha ayudado a difundir la drogadicción.
El mundo necesita ese esfuerzo educativo. Porque queremos el bien de todos, porque buscamos eliminar los males de la droga, y porque sabemos que un hombre y una mujer bien formados, con principios honestos y una disciplina vivida desde convicciones interiores, pueden hacer cosas grandes. Sabrán despreciar la droga, pero sobre todo sabrán comprometer la propia existencia en buenos proyectos, esos que hacen al mundo un poco más justo.
Fuente: Fernando Pascual
¿Cómo afrontar el hecho de que muchas personas tengan consigo droga para uso personal? El Estado, ¿tiene la obligación de castigar a quienes poseen pequeñas cantidades de droga? ¿No debería más bien perseguir solo a los traficantes y dejar tranquilos a los consumidores particulares, muchos de ellos víctimas de la drogadicción?
La pregunta se repite en diversos contextos y exige una respuesta, pues según la misma los legisladores y los gobiernos, la policía y los jueces, podrán actuar de modo tempestivo y con la eficacia que se espera para el bien de las personas y de toda la sociedad.
Es oportuno evidenciar que la “droga en el bolsillo” no se reduce a la problemática que pueda tener el consumidor (ocasional o habitual, en sus momentos iniciales o ya sumergido en la dependencia), sino que involucra de modo más o menos directo a otras personas: al productor de droga, al traficante, a los que la venden como “mayoristas” o como minoristas, a los familiares del “consumidor”, a las estructuras sanitarias (que atienden a cientos, incluso miles, de adictos), a los educadores y amigos, a los compañeros de trabajo, etc.
Además, el tema “droga” toca muchas dimensiones, físicas, psíquicas, espirituales, familiares, escolares, sociales, culturales, económicas, políticas, etc. Por lo mismo, hablar sobre el consumo personal de drogas en su dimensión legal, dejando de lado los demás contextos, es siempre algo insuficiente y parcial, aunque resulta útil centrarse en el mismo para analizarlo en profundidad. En ocasiones será posible aludir a otras dimensiones del fenómeno, pero por motivos de brevedad concentraremos la atención en la relevancia jurídica que nace del hecho de tener droga para uso personal.
Partimos de una reflexión a la que se recurre al tocar esta temática. Sabemos que no todo lo éticamente incorrecto debería convertirse en algo punible por la ley. Al mismo tiempo, todo lo que sea o pueda llegar a ser peligroso para terceras personas, y en algunos casos también para uno mismo, es no solo éticamente incorrecto, sino también algo que va contra la justicia y el orden social, por lo que las autoridades tienen la obligación de intervenir para impedir daños y para castigar a quienes promueven o ejecutan actuaciones de ese tipo.
Expliquemos más a fondo esta idea. Existen miles de comportamientos erróneos e inmorales sobre los que el Estado no tiene que intervenir. Por ejemplo, si uno es egoísta y en casa escoge siempre la fruta más sabrosa y deja la peor a los demás, si no ayuda en las tareas familiares porque prefiere “navegar” en internet, si no hace los deberes universitarios, si grita al vecino porque tiene un perro que ladra mucho…
Esas y otras muchas situaciones parecidas tienen un peso social reducido, no dañan la justicia de modo relevante. Sería absurdo proponer intervenciones policiales y juicios en los tribunales (de por sí ya saturados, en muchos países, por todo tipo de querellas) para eliminar ese tipo de comportamientos. Nadie irá a un juzgado porque no visitó a un amigo enfermo, aunque éticamente es bueno no dejar solos a quienes necesitan más ayuda. Pedir que el Estado intervenga en comportamientos de este estilo llevaría, además, a una inflación del poder público que llegaría a asfixiar casi por completo la legítima libertad de las personas y de los grupos sociales.
Otros comportamientos, en cambio, implican daños sociales de importancia, hieren derechos de otras personas, promueven el desorden, alimentan la delincuencia, socavan los cimientos en los que se construye la sociedad. Ante los mismos el Estado tiene la obligación de intervenir con leyes concretas y con acciones “represivas”, en orden a impedir tales comportamientos y a castigar a quienes los ejecuten.
Apliquemos lo anterior a un tema concreto: la posesión de armas de fuego. ¿Es lícito adquirirlas libremente, conservarlas en el propio hogar, o incluso llevarlas consigo en la calle, en el trabajo, en lugares públicos?
En Estados Unidos, con ciertos límites, se ha dado una respuesta más bien afirmativa a algunas de estas preguntas. Los resultados, sin embargo, no son muy halagüeños. En otros lugares, la respuesta ha sido claramente negativa en la mayoría de los casos, para evitar situaciones de peligro. Los Estados “prohibicionistas” tienen que combatir, desde luego, la posibilidad de un tráfico ilegal de armas, que se concreta allí donde exista una mayor “demanda” de posesión de tales armas.
Añadimos, porque es algo que algunos olvidan y que aplicaremos al tema de la droga, que el simple hecho de legalizar la posesión de ciertas armas de fuego no elimina el tráfico y la venta ilegales de las mismas. Existen muchos productos legalizados (un caso clásico es el del tabaco) sobre los que existe todo un mundo sumamente rentable de ventas clandestinas.
El criterio de fondo en este tipo de intervenciones legislativas y jurídicas es el siguiente: el Estado no puede permitir que los individuos, amparados en presuntos derechos personales, tengan pertenencias o realicen comportamientos (inclusive a través del simple uso de la palabra: es delito en muchos lugares la apología del terrorismo o del racismo) que implican peligros potenciales o daños concretos a la salud, a la vida, a la fama y a otros derechos fundamentales de algunos seres humanos. Por lo mismo, allí donde un comportamiento o un objeto particular signifique un primer paso para el desorden social, para el daño (de relevancia) de otros (a veces, también, de un mismo), es plenamente lícito, incluso es un deber ineludible, intervenir de modo represivo, sea evitando las situaciones de peligro, sea castigando a quienes violan las leyes (en el caso de las armas, a través de la tenencia, producción y comercio de armas ilícitas).
Con la reflexión que acabamos de ofrecer podemos afrontar ahora el tema de la droga, y volvemos a las preguntas iniciales. ¿Es lícito que el Estado establezca leyes prohibitivas y penalice el hecho de poseer droga para uso personal? ¿No sería mejor que las leyes permitiesen a las personas particulares llevar consigo “cantidades mínimas” de drogas (estupefacientes, psicotrópicos, etc.) para uso y consumo personal?
Para agilizar el desarrollo de las reflexiones, hablaré de “droga personal” para referirme a cantidades de droga en posesión de una persona que se supone sirven solo para el propio uso y consumo.
El camino hacia la respuesta supone una reflexión atenta sobre la posible peligrosidad social del consumo de drogas. Ha quedado claro que el Estado no interviene (no debería intervenir) en aquellas situaciones éticamente reprobables que no tengan relevancia social. ¿Es tan peligrosa la “droga personal” como para justificar una intervención “represiva” contra la misma?
Es oportuno poner ante nuestros ojos los distintos niveles del problema droga. Uno de ellos sería el nivel fisiológico: analizar los componentes de las diversas drogas y sus efectos en el organismo humano. Otro sería el nivel psicológico: estudiar los efectos de las drogas en el desarrollo o “involución” de la personalidad de quienes las consumen, especialmente cuando provocan dependencia psicológica (que puede o no estar acompañada de dependencia fisiológica). Otro sería el nivel social: evidenciar en qué sentido el consumo de drogas modifica las relaciones con los demás, enrarece las relaciones familiares y de otro tipo, llevando a situaciones de enorme daño para las distintas personas que están más o menos cerca de quien vive esclavo del mundo de la droga.
El nivel social incluye también la actividad económica que permite la adquisición de la “droga personal”, actividad que, en cuanto demanda, despierta en algunas personas interesadas y hábiles el deseo de corresponder a esa demanda con la “oferta” de drogas, obtenidas por caminos, en muchos países, ilegales, con lo que implica de fomento de la criminalidad organizada (narcotraficantes, grupos terroristas financiados a través de la droga, mafias de diverso tipo, etc.). Además, el consumidor de drogas, sobre todo si se encuentra en una fase de dependencia aguda (estado de drogadicción) puede incurrir en delitos más o menos graves para conseguir el dinero que necesita para seguir comprando drogas.
Distinguir los niveles ayuda, ciertamente, a clarificar las reflexiones y a discutir de modo ordenado. Pero en el ser humano esos niveles se dan relacionados: lo que ocurre en la propia sangre o en las neuronas lleva consigo consecuencias psicológicas y comportamentales, que repercuten en la vida social, etc. Al revés, una situación de tensión familiar o de desazón psicológica puede preparar a una persona a introducirse en el mundo de la droga o del abuso de bebidas alcohólicas, provocando así reacciones en cadena que pueden agravar y empeorar la situación.
Fijémonos ahora en el nivel fisiológico. Sabemos que un alimento normal, tomado en cantidades excesivas o según la situación particular en la que se encuentre una persona concreta, puede convertirse en fuente de enfermedades o incluso provocar la muerte. El diabético, por ejemplo, es consciente de que no debe tomar azúcar u otros alimentos. ¿Son las drogas sustancias que pueden ser vistas como alimentos o sustancias “normales” para la gente en general, y solo peligrosas para algunas personas concretas?
No es fácil responder ante la gran variedad de drogas que existen y las que puedan aparecer en el futuro. Sintéticamente podemos dar una respuesta negativa: las drogas provocan importantes alteraciones en el organismo, daños a corto o a largo plazo en el cerebro, estados de alteración más o menos graves en el comportamiento. Conllevan, además, el peligro de inducir a una creciente dependencia o al paso de drogas “menos peligrosas” a drogas más peligrosas. Añadimos aquí que la distinción entre “drogas blandas” y “drogas duras” ha sido puesta en discusión y se prefiere más bien clasificar las drogas según los efectos farmacológicos y psicológicos que cada sustancia produce en el organismo humano.
Por lo que respecta a las alteraciones psicológicas y comportamentales que produce la droga, vemos cómo en muchos casos son asimilables a las que produce el exceso de alcohol. Si reconocemos que el abuso de bebidas alcohólicas ya está ampliamente penalizado en muchos lugares del mundo precisamente por la peligrosidad social que se genera a causa de las borracheras, entonces es fácil concluir que la “droga personal”, en cuanto sustancia peligrosa, exige una intervención penal en vistas a apartar a las personas de su consumo y a evitar los daños sociales que se siguen del mismo.
Desde luego, la penalización del consumo de droga implica automáticamente la prohibición de su venta, de su comercialización y de su producción, siempre que tales actividades estén orientadas a abastecer el mercado de la “droga personal”. No se excluye, lo cual toca decidir a las autoridades después de haber escuchado a los expertos en medicina, el que algunas drogas concretas puedan ser usadas (producidas, comercializadas) como sustancias farmacéuticas y con un estricto control médico y social, para evitar el que lleguen a ser vendidas con otros fines.
Por todo lo expuesto, creemos posible dar respuesta a la pregunta inicial: ¿el Estado tiene obligación de castigar a quienes poseen pequeñas cantidades de droga? Sí, porque la “droga personal” no solo provoca graves daños personales, a nivel fisiológico y comportamental, sino que lleva a graves daños sociales, en dos niveles. Un nivel de daños surge desde la misma alteración fisiológica y psíquica: quien consume drogas llega con facilidad a situaciones de semi-inconsciencia o de euforia que afectan, incluso gravemente, a otras personas.
Otro nivel nace del simple hecho de que consumir droga solo es posible después de haber comprado droga (una sustancia ilegal); es decir, la compra de drogas alimenta y sostiene el mundo de la delincuencia, una delincuencia sumamente peligrosa, como se está demostrando en la existencia de mafias y de grupos terroristas alimentados con el tráfico de drogas, y que han alcanzado un poder económico tan elevado que puede poner en peligro la vida y la estabilidad de algunos Estados del planeta.
Bastaría este segundo nivel (sin dejar de lado el primero) para prohibir la “droga personal”. Porque una persona llega a conseguir un producto ilegal si lo ha comprado (directamente o a través de otros) en el mundo de la delincuencia y la ilegalidad, en el reino del poder del narcotráfico. Este simple motivo, sin desconocer todos los daños personales y sociales que genera la drogadicción, y sin dejar de lado los enormes costos sanitarios que suponen para la administración pública tener que crear y mantener estructuras para atender a los drogadictos, bastaría para considerar necesario la intervención punitiva contra quienes colaboran con la criminalidad al adquirir “droga personal”.
En conclusión, ¿hay que despenalizar la droga para uso personal? No. Lo que sí es urgente es promover una sociedad con valores y principios claros, que permita a jóvenes y adultos vivir sanamente, y que les aparte de las redes de las dependencias (droga, alcohol, prostitución, etc.) que provocan enormes daños individuales y sociales, y que alimentan un mundo de delincuencia que no puede coexistir con un Estado sano.
Prohibir la “droga personal” es solo un aspecto, importante ciertamente, de la lucha contra la droga. Saber integrarlo con otras acciones, según una visión equilibrada sobre lo que significa la vida humana y sobre las virtudes que llevan a un desarrollo integral de la propia personalidad, es uno de los grandes retos que deben asumir todos los que, de cualquier forma, intervienen en la tarea educativa.
Fuente: Fernando Pascual.
La bioética, en cuanto reflexión ética sobre la vida, tiene que hablar sobre aquellos comportamientos elegidos libremente que implican peligros para la salud o para la vida de las personas.
En concreto, la bioética debe pronunciarse sobre la seguridad en el trabajo, sobre la sana alimentación, sobre cómo comportarse en las carreteras, sobre el abuso de sustancias como la droga y el alcohol, sobre los “deportes extremos”, y un largo etcétera.
Numerosos comportamientos ponen en peligro no sólo la propia integridad física, sino también la de otras personas. Por eso hace falta promover una cultura de la prudencia, de la seguridad, del cuidado, que venza la inercia de sociedades en las que el riesgo llega a ser presentado incluso como un reto o como un camino para la autoafirmación.
Al mismo tiempo, la bioética tiene que seguir con atención de qué manera el mundo del trabajo puede ganar en seguridad para evitar accidentes y situaciones de peligro que dejan miles y miles de heridos y de muertos cada año.
Un capítulo importante se refiere al abuso de sustancias que provocan la pérdida de la propia conciencia y responsabilidad moral, además de producir enormes daños a nivel físico, psíquico y social. La droga y el alcohol necesitan una atención más incisiva y eficaz por parte de los estudiosos de bioética, para poder indicar a la sociedad pautas y estímulos que ayuden a erradicar los males del alcoholismo y de la drogadicción en millones de seres humanos.
Estos temas tocan en lo profundo toda la vida social. No basta con avisar de los peligros y denunciar los actos que dañan a la gente. Hay que saber dialogar con las autoridades públicas, con los educadores, con las familias, para que se transmitan valores y virtudes que preparen a los niños y adolescentes a ser responsables y a evitar comportamientos que luego se pagan a un precio excesivamente alto.
Al mismo tiempo, hay que ofrecer la asistencia necesaria a tantas personas que han sucumbido por causa de un accidente o por vicios arraigados, de forma que la sanidad pública y los grupos sociales puedan ayudarles y acompañarles a alcanzar la curación (donde sea posible) o a convivir con la enfermedad de modo digno y adecuado.
La prevención ante los comportamientos peligrosos será mucho más eficaz si está acompañada de una buena enseñanza sobre la higiene, el deporte, las maneras correctas de comer, etc. Millones de personas en algunos países pobres sufren por enfermedades debidas a una nutrición poco balanceada o al consumo de agua en malas condiciones. Otros caen en el extremo opuesto, de forma que una alimentación excesiva y desordenada ha convertido a la obesidad en uno de los mayores problemas sanitarios en algunos países “desarrollados”.
Tener presente esta dimensión de la bioética puede llevar a un cambio radical en los estilos de vida de las personas y de las sociedades. De este modo, será posible trabajar por mejoras profundas en pueblos y aldeas donde ahora se sobrevive de modo muy precario. Habrá menos accidentes de trabajo y de tráfico. Y los jóvenes y los adultos aprenderán a tomar las debidas distancias ante sustancias y comportamientos peligrosos que pueden destruirlos en su vida física y en su integridad personal.
Fuente: Fernando Pascual