Necesitamos recordarlo una y otra vez. No existe ni puede existir ningún aborto inducido que sea legal.
Porque la ley, si es verdadera ley, no puede permitir un crimen. Porque la ley deja de ser ley cuando viola los derechos humanos fundamentales. Porque una injusticia nunca dejará de serlo por más que esté sostenida por normas, decretos, votaciones parlamentarias, plebiscitos populares.
El aborto provocado es siempre un crimen. Contra el más indefenso de los seres humanos, contra el hijo que vive en su primer hogar: el seno materno.
Hace falta tener valor para mirar al aborto de frente y declarar que un estado pisotea la justicia y los derechos humanos fundamentales cuando despenaliza o legaliza cualquier forma de aborto.
Por eso es injusto e incompleto arrestar y condenar sólo a los médicos o pseudomédicos que practican abortos contra los límites establecidos por la ley. Porque también los mal llamados «abortos legales» son siempre un grave delito contra el derecho básico que debe ser protegido en cualquier sociedad civilizada: el derecho a la vida.
En el pasado hubo hombres y mujeres valientes que supieron combatir y extirpar la enorme injusticia de la esclavitud. También hoy existen y trabajan hombres y mujeres dispuestos a que ninguna mujer sea obligada, presionada, engañada o abandonada en su maternidad, empujada a abortar, a terminar con la vida de su hijo.
El aborto existe allí donde las leyes o las costumbres permiten que los fuertes puedan eliminar a los más débiles. En cambio, el aborto disminuye drásticamente cuando nos comprometemos en la construcción de una sociedad en la que cualquier ser humano, sano o enfermo, microscópico o de más de 2 metros de altura, sea acogido, respetado, tutelado en sus derechos humanos fundamentales. Sobre todo (algo que va mucho más lejos que cualquier ley), cuando sea amado así, sencillamente, en su magnífica y misteriosa riqueza humana, por la que es tan digno y valioso como tú y como yo.
Fuente: Fernando Pascual