La discusión sobre el aborto sigue en pie. Los argumentos de los defensores de la mal llamada “libertad de elección” (libertad para decidir la muerte de un hijo) y los argumentos de los defensores de la vida (del hijo y de su madre, porque los dos son iguales en dignidad) repiten una y otra vez sus argumentos, tal vez los mismos durante años y años de debate.
Mientras la discusión continúa, miles, millones de hijos son eliminados, son abortados. Unos, bajo el amparo de las leyes que han despenalizado o liberalizado el aborto. Otros, en la clandestinidad, porque ni siquiera desaparece el aborto clandestino allí donde ha sido legalizado.
Todos, los unos y los otros, mueren, y dejan una herida profunda en el corazón de sus madres.
El dato frío de los millones de víctimas del aborto no debe dejarnos insensibles. No hemos de pensar que será la historia, el mañana, quien juzgue con dureza a la actual generación por haber asistido con frialdad a una masacre de proporciones apocalípticas, con millones y millones de hijos asesinados cada año.
Ya ahora el corazón denuncia que estamos en un mundo injusto y cruel, donde la vida de los más indefensos y pequeños, los hijos, vale muy poco, pues pueden ser eliminados por motivos muy variados: a veces por el simple deseo de tener más tiempo para acabar la carrera, o para no perder el trabajo, o para evitarse un problema en familia, o porque el hijo tenía algún “defecto” que lo convertía en “indigno” de continuar la aventura de la vida.
Mientras discutimos sobre el aborto, en este día, morirán miles de hijos. Su muerte deja un hueco en la historia humana. Sus vidas provocan un vacío no sólo de bocas, de manos, de corazones, sino de libertades, de ideas, de sueños, que no llegaron a ponerse a trabajar porque otros decidieron que no nacieran.
Mientras discutimos sobre el aborto, mientras buscamos cómo convencer a la otra parte de su error, una vida acaba de ser cercenada en sus inicios. Quizá también él querría haber dado su punto de vista, quizá habría dicho que vale la pena respetar a los que ya existen, aunque sean muy pequeños o lleguen en un momento difícil para la mujer o para la familia.
Ese hijo no podrá reprocharnos tanta cobardía, tanto egoísmo, tanto retorcimiento dialéctico cuando todo es mucho más sencillo y claro: cada embrión, cada feto, es un hijo.
Así de sencillo y así de hermoso, así de comprometedor y así de magnífico. Como lo fuimos tú y yo y todos los que ahora respiramos.
Nos corresponde, por eso, poner en marcha un esfuerzo sincero para que todos, en un mundo más justo y más lleno de amor, puedan nacer con la ayuda y la asistencia de quienes vivimos a su lado.