Mucho he pensado en las últimas semanas tras experimentar durante 14 días el miedo a haber sido contagiada después de haber estado, en dos ocasiones, expuesta por contacto con personas que han dado positivo al COVID-19.
Después de experimentar la rabia primero y el pánico después, he empezado a asentar los sentimientos y a ubicarlos, a reconocer las mociones interiores y a nombrarlas pero también y, sobre todo, a ponerlas delante de Dios y orarlas.
El miedo ha sido mucho y con él, viene el deseo de, como diría San Ignacio con el mal espíritu, mostrarle mucha cara para ver si disminuye o, al menos, se amedrenta de la misma forma en que lo hace conmigo, la valentía y bravuconería ayudan, momentáneamente, a sentirme invencible y capaces de luchar contra quién sabe qué, quién sabe cómo. Pero esto viene de mi humanidad, de mi muy herido ego que se empeña en enfatizar mi autosuficiencia y grandeza. Aún no me había abierto a la gracia.
Seguido a esta primera etapa entro en un momento de resignación, en donde me doy cuenta de que ni mis 37 años han acumulado sabiduría ni astucia suficiente para luchar contra este virus, inmune a cualquier cura, tan camaleónico como para adherirse a superficies que a diario toco y con las que a diario mis pies tienen contacto, un virus incapaz de morirse y resistente a todo! Y a todos! Y así poco a poco voy experimentando la frustración y el sabor del fracaso, la sensación que carcome la otrora fuerza y resiliencia, y caigo en el mar de la tempestad donde reconozco que, haga lo que haga, sigo expuesta y que no hay medida suficiente para prevenirlo, que tarde o temprano todos estaremos enfermos sin importar las medidas que tomemos.
En este momento todo se ve oscuro y me siento hundir, sólo me queda esperar a que llegue, a que aparezca la fiebre y la dificultad para respirar, a que mis sueños se vengan abajo y mis ilusiones vuelen con el viento de la tarde, caigo en el aletargamiento que experimentan los que ven la batalla perdida y sólo aguardan la declaratoria final.
Sin embargo, a ratos mi fe se sobresalta, hace un intento por revivir y me recuerda que un hombre de 83 años, en la soledad y el silencio del dolor y de la muerte, se encamina hacia el altar, con la firmeza de quien está siendo impulsado por el Espíritu, no duda en seguir caminando bajo la lluvia y cuando resuena su palabra, no es él quien habla, hay alguien más y él sólo es su instrumento.
Sus palabras resuenen en el más absoluto silencio, palabras que declaran que no hay cabida al fracaso ni lugar para la desolación por que Jesús está en nuestra barca y confía en el Padre. Cada frase parece resurgir de las tinieblas, iluminar el cielo mientras su frágil figura se sumerge en la noche de Roma. Y ahí está, ahora ha aparecido la esperanza, el sabernos en la misma barca y con Jesús en la proa y algo se va abriendo en mí: sigo escuchando y experimento el pasar, poco y sutilmente, de la resignación al abandono.
Si la resignación me llevaba a la ausencia de esperanza, el abandono me abre a la dimensión de la fe donde todo es posible. La resignación no nos deja ver porque nos nubla e impone la trampa de la tentación de sentir la tempestad y creer que nos hundimos, de sacar a Jesús de nuestra barca y confiar en las fuerzas humanas más que en la gracia divina. En cambio, el abandono nos remite a la confianza y a la esperanza, a creer que estamos en las manos del más experimentado de los capitanes y que, aunque arrecie la tormenta y a ratos perdamos el rumbo, Él va con nosotros y no nos dejará naufragar.
Cierto, el abandono no quita el miedo pero nos permite experimentarlo distinto, no como miedo si no como temor porque reconocemos que la oscuridad, la lluvia y el silencio no tienen la última palabra. Con el abandono, la fragilidad se torna milagro y penetramos en el misterio de la Cruz. Un sufrimiento que pudo haber sido evitado y que, sin embargo, se vivió desde la convicción más íntima de sabernos hijos amados.
Así, mientras que veo como algunos pasan del miedo a la resignación, yo voy encontrándome con el abandono y quisiera que todos vivieran así: serenamente abandonados en las manos del Padre, porque la tempestad seguirá pero la tempestad interior cederá, sea cual sea nuestro destino, contraer el virus o no, será para la mayor gloria de Dios como lo fue la muerte y resurrección de Lázaro, mientras hay algunos que dudan como los judíos, como la misma Martha en su diálogo con Jesús, yo hoy decido creer y decido conservar la esperanza de que, con Él a nuestro lado, no hay cabida para el miedo ni para la desolación.
Autor: María Elizabeth de los Ríos Uriarte
Categoría: Vida
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