Imaginemos que un profesor ha puesto la siguiente pregunta en un examen: ¿creen ustedes que todos los seres humanos son personas? Entre las respuestas, quizá podríamos encontrar algunas como estas: “Sólo son personas los blancos”. “Sólo son personas los negros”. “También son personas los orangutanes”. “No son personas los fetos”. “Son personas sólo los que acaban de nacer”. “Dejan de ser personas los que no pueden entender ni razonar de un modo normal”. “No sé qué significa ser persona”. “Los varones no son personas”. “Los chicos no son personas”. Y las posibilidades se podrían alargar hasta el infinito.
Desde luego, si alguien nos dijese que ser persona es el resultado de creencias subjetivas, pues no todos pensamos lo mismo. Si además afirmase que hay algunos hombres que son personas y otros que no lo son, las consecuencias podrían ser trágicas. Seríamos capaces de repetir páginas de la historia tan tristes como el Holocausto de los judíos, el genocidio de los armenios, la esclavización de los negros, la opresión de la mujer, el sacrificio de los prisioneros de guerra a los dioses, el infanticidio como sistema para eliminar los defectos en los recién nacidos, y el uso del aborto como “método” para evitar que nazcan seres humanos no deseados.
Es cierto que algunos se dedican a discutir por discutir, y son capaces de afirmar que no es posible saber lo que significa la palabra “persona”. Pero no podemos quedarnos en la pura discusión, pues al político, al parlamentario, al médico y al ciudadano normal nos interesa establecer con la mayor precisión posible quiénes son personas y quiénes no lo son. Tal vez podríamos concordar en algunos parámetros objetivos para llegar a un acuerdo. Incluso, para empezar, podemos dejar de lado por un momento el uso de la palabra “persona” y fijarnos solamente en lo que significa el pertenecer a la especie humana.
El primer parámetro fundamenta todo lo demás: todo individuo de la especie humana debe ser respetado en sus derechos, por el simple hecho de que es individuo de la especie humana, sin mayores especificaciones. No podemos fijarnos en su tamaño (si mide un metro, dos metros o 3 centímetros), ni en su coeficiente intelectual, ni en su sexo, ni en la situación económica de su familia, ni en la claridad u oscuridad de su piel, ni si entra en una mezquita o en una iglesia o en una asociación de ateos. Basta con que sea hombre para que podamos defenderlo en su dignidad. Por desgracia, no todos llegan a esta convicción básica sobre la que puede construirse un derecho mínimamente justo, pues las discriminaciones y los juicios sumarios sobre grupos distintos del propio son algo tan viejo y tan actual como los moretones en las cabezas de los niños.
El segundo parámetro debería ser la consecuencia lógica del primero: si ser individuo de la especie humana es la fuente del respeto y del valor de cada uno, entonces cualquier discriminación que vaya contra ese respeto es una injusticia. Es claro, lo repetimos, que existen las diferencias. No habla igual un chileno que un japonés, ni tienen el mismo color de ojos un niño ruso y un niño africano. Son distintos los pasteles en Alaska y en Filipinas, y la camiseta que usa un futbolista no sirve para vestir a Susanita que acaba de cumplir tres años.
Soñar con que todos seamos iguales es algo absurdo, porque existen millones de diferencias entre unos y otros. Pero las diferencias que nos separan no quitan la unidad profunda: el embrión y el anciano, el canadiense y el sudanés, el rico y el pobre, un famoso actor de cine y el hombre que vive en cavernas del Suroeste de África, son igualmente dignos, igualmente valiosos, igualmente personas, y nadie puede cometer ninguna injusticia contra otro ser humano, aunque uno sea un rico encorsetado y el otro un pobre más lleno de parches que de bolsillos.
Por lo tanto, y ese es el tercer parámetro, una sociedad verdaderamente justa será aquella que sepa respetar a cada ser humano en sus derechos más elementales. El primero de esos derechos, el que permite defender los demás, es el derecho a la vida. Como toda vida empieza antes del nacimiento (porque sería un milagro que sólo empezase cuando vimos la luz al terminar el embarazo), el aborto es un acto injusto, es un crimen.
No todos acepten esta verdad evidente (también es evidente que los “indígenas” son seres humanos, y no han faltado “hombres de cultura” que han dudado de esta evidencia…), pero no por ello deja de ser válida. Dos más dos serán cuatro aunque alguno siga diciendo que son tres, sobre todo a la hora de presentar sus cuentas al estado.
Como toda vida necesita un poco de comida y de protección (casa, vestidos, cariño), es injusto cualquier sistema económico que impida a algunos lo necesario para vivir mientras otros dejan pudrirse toneladas de alimentos “sobrantes”. Como toda vida humana está llamada a crecer y a desarrollarse de modo racional y responsable, habrá que eliminar cualquier forma de imposición o de amenaza que impida el acceso a la educación y al uso correcto y ordenado de la libertad, en el respeto que siempre merecen los demás.
Podríamos seguir con toda una lista de derechos y de deberes que nacen del punto de partida: todos los hombres somos concebidos con una misma dignidad, y nadie, amparado en ninguna ideología o visión totalitaria o eugenismo discriminatorio, podrá eliminar esa dignidad, aunque lo pretenda de palabra o con comportamientos o leyes llenas de injusticia y de maldad.
A la pregunta inicial respondemos con seguridad: creemos que todos los seres humanos somos personas. Esperamos, además, que este milenio, que ha iniciado con la marca de injusticias y violencias (guerras, atentados terroristas, hospitales que practican el aborto, economías que privilegian sólo a los ricos, rencores hacia quienes son de otra raza o de otra cultura) pueda cambiar de ruta para empezar a vivir aquello que se firmó en las Naciones Unidas un 10 de diciembre de 1948: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…” (art.1).
Fuente: Fernando Pascual.