Muchos embriones están congelados a temperaturas muy bajas, a unos 190 grados bajo cero. Son embriones “de reserva” o “sobrantes”, producto de la fecundación artificial.
Hoy se discute mucho sobre estos embriones. ¿Qué hacer con ellos? Nos olvidamos que tienen padres, que alguien los hizo, que existen responsables de su vida y de su congelación. No deberían haber sido concebidos así, en una probeta, ni mucho menos ser congelados. Muchos de ellos ahora están abandonados, a merced de los científicos que decidirán sobre su vida o su muerte.
Algunas personas consideran a los embriones abandonados como si fuesen sólo “material” biológico disponible para uso comunitario. Algo así como ocurre en algunos almacenes: sobran productos a punto de caducar, y son dados a casas de beneficencia, o enviados a fábricas de reciclaje.
Nos damos cuenta de que hablar así respecto de embriones humanos nos deja inquietos, al menos nos obliga a alguna reflexión de tipo bioético. Lo primero que debemos tener en cuenta es el origen de esos embriones, la “intención” de quienes los “preparó”. Cada uno de esos embriones se originó con un proyecto muy claro: estaban pensados para ser transferidos en el cuerpo de una mujer. Como no siempre se consigue un embarazo a la primera, es bueno tener embriones “de reserva” para un segundo o un tercer intento. Cuando ya se ha conseguido el embarazo programado, algunos embriones “sobran”. ¿De verdad pueden “sobrar” seres humanos? Es cierto que son muy pequeños, débiles, a veces abandonados u olvidados, pero siguen siendo seres humanos: merecen todo el respeto y cariño que es debido a cada individuo de nuestra especie.
Se ha introducido, además, una sutil distinción entre estos embriones congelados. Unos serían “viables” y otros “no viables”. Sólo que esta distinción puede encerrar muchos engaños. Es verdad que el congelar embriones implica un elevado riesgo de daños: muchos embriones mueren en el proceso de descongelación. Este dato, de por sí, nos ilustra hasta qué punto es injusto permitir que se fecunden embriones humanos fuera del seno de la madre. También es verdad que otros embriones, al ser descongelados, siguen vivos, y pueden continuar su existencia si son acogidos por sus madres naturales o por alguna mujer que quiera darles la oportunidad de vivir. Pero algunos de estos últimos embriones quedan tan dañados que se les da el título de “no viables”: el científico declara que no podrían sobrevivir incluso si se les transfiriese al útero de una mujer.
Distinguir entre unos y otros, viables y no viables, es establecer discriminaciones que van contra los derechos humanos. Algunos científicos piden y obtienen permiso para experimentar con los embriones no viables o con los viables abandonados (al estar abandonados se convertirían, según ellos, en “no viables”). Pero nunca un ser humano puede ser usado como instrumento, como medio, como cosa, ni siquiera para que “progrese” la ciencia. Más aún: no puede haber auténtico progreso científico si una conquista de la ciencia implica dañar o destruir seres humanos, o alterar de un modo salvaje el ambiente, el clima, la naturaleza. La vida humana merece respeto, también cuando podemos prever que un embrión (o un feto, un adulto o un anciano) no vivirá mucho tiempo.
Algunos dicen: “como el embrión morirá de todos modos, mejor usarlo, para que su muerte tenga un sentido, sirva para algo”. Si somos honestos, hemos de decir que todos los hombres, también los científicos, un día moriremos. Esta realidad, sin embargo, no da permiso a nadie para que nos “usen”. Si cada vida humana, aunque esté a pocos días u horas de la muerte, merece nuestro respeto, hemos de tratar de modo justo a los embriones que, tal vez, morirán al ser descongelados o se encuentran totalmente abandonados a su suerte.
Para respetar a un embrión, un niño o un adulto, no tenemos que preguntarnos si es “viable” o “no viable”. Basta que respondamos a la pregunta: ¿es o no es un ser humano? Decir que el embrión no es un ser humano es como afirmar que tú y yo procedemos de algo no humano, de algún ser misterioso que vivió durante un cierto tiempo pero que no éramos ni tú ni yo, y que un día se convirtió en hombre o mujer. Esto es tan absurdo como decir que un embrión de ballena no es ballena: hemos de ser honestos y reconocer que cada embrión humano ya es un individuo humano. Pequeño y débil, cierto, pero precisamente por eso más necesitado de ayuda y protección.
Los embriones no viables son seres humanos. Algunos están congelados, y esperan la atención de la sociedad para que se defienda su dignidad. Aunque en muchos países la ley no reconozca personalidad jurídica a un ser humano hasta el momento del nacimiento, sin embargo los embriones, por ser lo que son, tienen una dignidad, merecen respeto.
Ningún derecho nos viene porque una ley lo defienda, sino por lo que somos. Seremos “viables” o “no viables”, tendremos mayor o menor esperanza de vivir muchos años (sólo esperanza: un accidente puede terminar completamente, en pocos segundos, con toda nuestra “viabilidad”). En una o en otra situación, mereceremos siempre ser respetados, con o sin ley, congelados o muertos de calor en un día de verano. Sólo nos basta una cosa: ser hombres, y no es poca cosa…
Fuente: Fernando Pascual
Algunos autores se han preguntado si existe un “pensamiento masculino” y un “pensamiento femenino”. Otros han lanzado una pregunta parecida en el campo de las acciones: ¿existe una ética del hombre y otra ética de la mujer?
Son preguntas que han cobrado fuerza en las últimas décadas, pero que habían sido formuladas ya en la Antigüedad. Platón, por ejemplo, no reconocía ninguna diferencia entre el hombre y la mujer en lo que se refiere a la vida del alma, es decir, en lo que se refiere al pensamiento y al actuar moral. Para Platón, tanto los hombres como las mujeres eran capaces de resultados muy similares en estos campos de la acción humana.
Conviene recordar el presupuesto desde el cual Platón llegó a esta idea “revolucionaria” en su tiempo: establecer una fuerte distinción entre el alma y el cuerpo. La sexualidad quedó situada en el ámbito de lo corporal, de lo contingente, de lo inferior. El actuar, en cambio, nacía desde el alma, que tenía un valor muy superior respecto del cuerpo, y no existía diferencia alguna entre el alma del hombre y el alma de la mujer.
En la actualidad también hay pensadores que ven el sexo como algo marginal o inferior, en parte debido a las contingencias corporales, en parte promovido por formas de educación de tipo discriminatorio. Entre estos autores es fácil intuir, en un modo más o menos escondido, una cierta concepción dualista del ser humano, en la que la vida intelectual y la vida moral puede superar las contingencias corporales para llegar a una uniformidad tal que no sea posible encontrar, en ese ámbito, diferencia alguna entre hombres y mujeres.
Pero las cosas no están tan claras. Según otros pensadores, existen diferencias intelectuales y diferencias morales que tienen su raíz en la constitución somática de cada uno, en lo genético, entre lo cual se encuentra también la propia sexualidad.
No es el momento de dirimir aquí un problema tan complejo, sino de considerar una teoría ética que se ha desarrollado en este contexto, y que subraya precisamente la dimensión afectiva de nuestras conductas por encima de visiones y de sistemas que miran, más bien, a normas universales más o menos abstractas. Nos estamos refiriendo a las éticas del cuidado (conocidas por su término en inglés como “ethics of care”).
En general, la ética del cuidado quiere recuperar la importancia de las dimensiones emotivas y los sentimientos, de las relaciones y del interés, en la vida moral.
Frente a éticas que buscan lo puramente formal (como el kantismo), lo meramente legal (como algunas interpretaciones de las éticas del derecho), o que deciden en función de los beneficios individuales o sociales (como el utilitarismo), la ética del cuidado quiere centrarse en el sujeto, en sus relaciones y afectos, en su manera de “imbuirse” en una situación o problemática ética, y en su deseo de decidir del modo que más favorezca el bienestar del otro, incluso por encima de reglas abstractas que no llegan a comprender las dimensiones emotivas de cada situación.
Es conocido que algunos autores han relacionado la ética del cuidado con el modo de pensar y actuar típicamente femenino. Podemos recordar aquí los nombres de Carol Gilligan (1982), y de Annette Baier (1985).
Para Gilligan, por ejemplo, los hombres (en general, no de modo exclusivo) tienden a subrayar la importancia de los derechos y la justicia, de los principios abstractos, mientras las mujeres (también en general) darían mayor importancia al sentido de responsabilidad que nace de las relaciones humanas, sentido que se hace especialmente fuerte en las relaciones entre padres e hijos.
No han faltado autores, también en las filas del feminismo, que han criticado esta posición por considerarla reductiva y promotora de injusticias. La mujer, dicen estos autores, no piensa sólo en clave de afectos y de responsabilidad, ni los hombres se reducen a hacer cálculos en función del derecho o de los principios universales. Igualmente, los críticos han notado que la diferencia de comportamientos éticos entre hombres y mujeres puede ser el resultado de la educación e, incluso, de una situación discriminatoria en la cual la mujer se ha visto siempre relegada a funciones de servicio y de atención de las necesidades domésticas.
Más allá de esta discusión, podríamos notar que el comportamiento ético de todo ser humano (hombre o mujer) implica la relación de muchos elementos. Por un lado, tenemos una inteligencia que recoge informaciones, que analiza una situación más o menos compleja, que entrevé diversas líneas de acción. Entre las posibilidades operativas, algunas se presentan como más fáciles, otras más difíciles; unas pueden ser legales y otras no; unas pueden producir un resultado en breve tiempo y otras a más largo plazo.
La visión religiosa influye también a la hora de decidir, lo mismo que la visión sobre lo que significa ser individuo de la especie humana. Un materialista cierra el horizonte de la acción a lo intramundano, mientras que un espiritualista se abre a lo transcendente y a la vida después de la muerte. En cada perspectiva el modo de juzgar la misma situación puede ser muy distinta.
Luego llega el momento de la decisión, en la que la voluntad se pone en juego. La complejidad del ser humano nos hace reconocer que no actuamos según lo que la inteligencia haya considerado como lo mejor, pues hay situaciones en las que tenemos claro que algo debe hacerse y no lo hacemos, y otras en las que consideramos injusta una estrategia operativa, y luego la llevamos a cabo. Elementos como el miedo, algún interés más o menos honesto, presiones familiares, sociales o de trabajo, llevan a poner en práctica comportamientos que habían sido inicialmente considerados como inmorales.
Un encargado de contratar personal, por ejemplo, cree (a nivel intelectual) que el sexo no debe establecer discriminaciones a la hora de asumir a un nuevo empleado. Sin embargo, puede encontrarse con una directiva de la empresa según la cual no hay que contratar a mujeres en edad fértil para determinados puestos de trabajo. Su actuación puede seguir su conciencia (a riesgo de ser despedido) o someterse al miedo y actuar, así, de forma discriminatoria.
En este complejo cuadro de las opciones morales, la ética del cuidado ofrece elementos interesantes, pero no suficientes, para determinar un comportamiento ético.
Son importantes, reconoce esta ética, las dimensiones emotiva y la responsabilidad, pero los sentimientos y el grado de implicación afectiva que pueden nacer en nosotros frente a otra persona no son suficientes para determinar una línea de acción éticamente correcta. Si el afecto familiar puede llevar a proporcionar dinero al hijo drogadicto que pide ayuda a sus padres, ese mismo afecto debería descubrir la importancia de otros principios éticos (también el de justicia) por el cual el modo de tratar al hijo puede ser radicalmente distinto.
Desde luego, los principios de justicia, respeto de la ley, fidelidad a la conciencia, no deberían contraponerse al afecto que une y que relaciona entre sí a los seres humanos, no sólo en el ámbito de la familia, sino también en las múltiples situaciones sociales que pueden crearse en la vida (encuentros casuales, relaciones de trabajo o de estudio, amistades, etc.). El verdadero afecto implica la integración de los deberes éticos en el ámbito de las relaciones, y esto vale tanto para el hombre como para la mujer.
En este sentido, la ética del cuidado no puede ser una ética sólo “para las mujeres” (algunas feministas defienden con firmeza esta idea), sino que corresponde a las exigencias más profundas de todo ser humano, llamado a existir desde los demás y para los demás. Un actuar ético que no tenga en cuenta al otro en su valor y dignidad como ser humano no corresponde al verdadero bien, que podemos descubrir todos, hombres o mujeres, desde el corazón que ama a los demás por lo que son y por lo que significan para nosotros.
Si ésta puede ser una contribución importante de la ética del cuidado, conviene subrayar que no es un signo discriminatorio el reconocer que las mujeres tienen una mayor capacidad de vivir de esta manera. Todo lo contrario: es una cualidad y una invitación a todos, también a los varones, a elevar el estándar moral, a pensar y a actuar “con una voz diferente” (parafraseando el título de la obra de Gilligan), con una voz capaz de acoger al otro en cuanto ser valioso en sí mismo.
Fuente: Fernando Pascual
En muchos debates son admitidas personas de opiniones distintas, contrapuestas, apasionadas. Los temas de discusión varían enormemente: la vida y la muerte, el aborto y la eutanasia, la fe y el ateísmo, el cambio climático y la globalización, los toros y las medicinas alternativas.
Podemos preguntarnos si ayudan las modalidades que se siguen en la discusión, si el pluralismo convertido en regla a la hora de escoger a los invitados sirve para acercarse a la verdad o crea confusiones en los muy variados televidentes, radioescuchas o internautas. Otras veces, hay que decir la verdad, los debates están muy manipulados y el pluralismo es solo aparente, pues los organizadores han favorecido enormemente una opinión y han dejado muy mal representada a la opinión opuesta.
Para juzgar el valor que tiene el pluralismo, cuando es auténtico pluralismo, imaginemos por un momento un debate sobre matemáticas en el que se usase el método que se sigue en algunos debates sobre el aborto: permitir que hablen los que están a favor y los que están en contra con un amplio espacio de libertad.
«Moderador: Un saludo a todos. Tenemos en el estudio a AA, que defiende la validez de la suma clásica según el sistema decimal. Está presente BB, que niega tal validez y propone una matemática anárquica y creativa. Y hemos invitado a CC, que considera que hay que ir más allá de la matemática para construir un mundo sin números.
AA: Un saludo a los espectadores. Gracias al sistema numérico decimal, o a otros sistemas compatibles, como el sistema binario, las ciencias han logrado un desarrollo imparable en los últimos 500 años de historia humana.
BB: Un saludo a los televidentes. Considero que la perspectiva de AA, además de dogmática e intolerante, atenta contra la fantasía y la creatividad, crea enormes traumas en millones de niños que son acusados de graves errores en sus tareas, y permite que los bancos persigan a través de tribunales arbitrarios a quienes no pagan sus deudas.
CC: Un saludo a todos. El mundo ha sido esclavo de los números durante años y años. No sólo hay que suprimir la matemática tradicional, sino también otras matemáticas alternativas, como la libertaria. Necesitamos vivir sin matemáticas, sin números, sin contabilidades. Podremos recuperar así un estado primitivo, original, como el de las tribus que muchos consideran retrasadas pero en las que se viven profundos y magníficos valores que el mundo mal llamado occidental ha olvidado durante siglos.
Moderador: Millones de personas hemos aprendido que 2+2 son 4, y la cosa funciona. ¿Podrían, de modo ágil, expresar su opinión sobre las operaciones más básicas que muchos conocemos y que tanto nos han ayudado?
AA: Es claro que 2+2 son, eran y serán siempre 4, a pesar de las oposiciones de libertarios o de anarquistas que buscan negar lo evidente. No podemos ir contra una verdad tan básica y tan sencilla, porque entonces negaríamos nuestra condición racional, la cual nos permite descubrir y aceptar lo evidente como algo connatural e indiscutible. Una vez asumida esta verdad, se convierte en fuente de paz y facilita los intercambios justos entre los seres humanos.
BB: Con posiciones como las de AA volvemos a visiones dogmáticas e intolerantes que han llenado de sangre la historia humana. Necesitamos superar esas ideas inquisitoriales de quien dice “yo tengo la razón” y los demás están equivocados. ¿Por qué no dar un premio a los niños que digan que 2+2 son 5? ¿Por qué imponer la tabla del 7 como fija e inalterable? ¿Por qué no convertir al número 0 en un dígito mucho más rico y simpático de lo que ahora significa?
CC: No hace falta proponer una matemática alternativa, por más novedosa que pueda ser, porque lo que necesita el mundo es renunciar a la matemática y al mal llamado progreso. Hemos de volver a sistemas de organización en los que el número no tenga presencia alguna. De lo contrario, seremos individuos empobrecidos, esclavos de presuntos saberes que reducen las casi infinitas posibilidades de realización de la naturaleza humana cuando consigue liberarse de pasados absurdos y de matemáticas esclavizantes.
AA: No podemos acusar a la matemática de intolerante, porque la verdad no crea ni daña a nadie. Aprender a interpretar y conocer los números sirve para miles de cosas, y permite alcanzar conquistas científicas que mejoran la calidad de vida de los seres humanos.
BB: Pero también, tienes que reconocerlo, los números encadenan a millones de personas con deudas externas asfixiantes. ¿Por qué no convertir mil millones de dólares de deuda, gracias a una nueva matemática, en un pago a realizar de 500 dólares en 5 meses?
CC: Aplicar los números a la economía, al trabajo de los pastores (“tengo 100 ovejas y 20 vacas”), a la familia (“tenemos 4 hijos”), a todo… es la fuente de los males más profundos. Si vamos más allá de las matemáticas construiremos un mundo sin fronteras, sin geometría, sin relojes, sin carreteras, libre hasta límites de fantasía insospechada.
Moderador: El tiempo es inflexible y tenemos que dejar espacio a la publicidad. Ha sido un debate apasionado y lleno de dinamismo, donde hemos podido enriquecernos ante perspectivas muy opuestas, todas ellas llenas del deseo de avanzar a nuevas conquistas culturales, etc., etc.»
Se trata, ciertamente, de una exageración, aunque no es totalmente inverosímil escuchar a veces razonamientos parecidos sobre temas de importancia vital.
Pero cuando escogemos como argumento de debate si una mujer puede decidir sobre la vida o la muerte del hijo que ya vive en sus entrañas (y que muchos no permiten llamarle así, “hijo”), ¿no ponemos en tela de juicio una de los principios más profundos que permite la convivencia humana, el del respeto a la vida? ¿No aceptamos que lo más hermoso y lo más noble, el amor y el cuidado que merece el más pequeño entre los humanos, sea tratado ante unos micrófonos como si fuese un tema discutible en el que cualquier opinión tiene derecho a expresarse? ¿No sería mejor, como alternativa, no poner nunca en debate que un hijo vale simplemente como hijo, y que vale la pena todo esfuerzo individual, familiar, social, para ayudarle antes y después de su nacimiento?
El aborto no es un tema sujeto al pluralismo. Habrá quien lo defienda, como hay quien defiende el terrorismo, pero no merece un espacio en el mundo de las comunicaciones humanas.
Nunca la vida de un ser humano puede ser objeto de debate público. Lo que sí podemos y debemos debatir, para llegar a resultados concretos, es cómo mejorar las condiciones de vida de millones de mujeres que no tienen ni asistencia sanitaria ni medios de subsistencia para ofrecer a sus hijos, antes y después de nacer, aquellos alimentos, medicinas y ayudas que les permitan una existencia saludable y bien asistida. A ellas y a sus hijos, que ya existen y que merecen todo el apoyo de cualquier sociedad que tenga un mínimo de justicia y de dignidad.
Fuente: Fernando Pascual
En la sociedad en la que vivimos, que difícil es aceptar que una persona de avanzada edad que sufre de demencia senil o que un pequeño que ha nacido con una grave discapacidad, física o mental puedan gozar de una buena Calidad de Vida.
En algunos países, al anciano se le consideraría candidato a la eutanasia y en un ultrasonido el pequeño con discapacidad estaría en peligro de ser abortado. En ambos casos uno de los argumentos sería: La Calidad de Vida.
Y es que hoy, entre otras cosas, consideramos sinónimo de Calidad de Vida al no sufrir, no tener dolor, estar completamente sano, con la menor cantidad de problemas posibles.
Esto es un engaño. La verdadera Calidad de Vida, se obtiene del sano equilibrio entre lo que nos causa dolor, la adversidad y lo que nos produce placer. Ese sano equilibrio, no solamente nos impulsa a ser mejores personas, sino que a la larga es motivo de satisfacción y alegría.
Es muy legítimo que la ciencia y la tecnología promuevan nuevos conocimientos, metodologías y medios para conservar la salud del cuerpo, de hecho, esta búsqueda de una vida mejor ha impulsado a lo largo de la historia a la humanidad para su desarrollo.
La Bioética, nos aporta lo necesario para que las decisiones que tomemos en relación a la salud y a lograr una vida de calidad, sean realmente las mejores y que nos beneficien en todas las facetas de la vida.
Hace algunos años, una famosa artista de Hollywood decidió enfrentar una mastectomía en ambos pechos por un análisis genético que le hacía tendiente al Cáncer de Mama. Ambos senos le fueron extirpados estando perfectamente saludables.
Si bien esta persona, no tendrá que enfrentar esa enfermedad, si deberá hacerlo ante las consecuencias de haber mutilado su cuerpo sano. De cualquier modo, su Calidad de Vida se vio vulnerada. Cada parte de nuestro cuerpo es parte de nosotros mismos y no es lícito éticamente deshacerse de ninguna, siempre y cuando funcionen adecuadamente y su presencia no ponga en riesgo la vida.
En cambio, habría que observar a los ancianos que a pesar de sus problemas de cognición o a tantos jóvenes con discapacidad, que vuelven su efecto contrario y les hace ejemplo para los que gozamos de buena salud. Eso es una buena Calidad de Vida.
No olviden escribirnos, diciéndonos los temas que les interesan y sus opiniones con respecto a las reflexiones de esta columna.
Hasta la próxima.
MBPP
Los progresos en medicina han cambiado la vida de muchas personas. Son notables los avances técnicos de los últimos 100 años. Gracias a descubrimientos y a aparatos altamente sofisticados, muchas enfermedades antes incurables pueden ser vencidas o, al menos, pueden evitarse muertes prematuras.
Junto al desarrollo técnico, la ética ha tenido que ofrecer sus reflexiones sobre los valores y los principios que deben acompañar el ejercicio de la medicina.
Existen, sin embargo, situaciones en las que no resulta claro hasta dónde debería llegar la intervención médica, o cuál debería ser la mejor manera de tratar a un enfermo. De manera especial, cuando el equipo médico no puede curar a una persona, cuando constata cómo la enfermedad avanza inexorablemente, surgen no pocas veces dudas sobre hasta dónde es lícito actuar, y cuándo habría que suspender terapias ineficaces, costosas o dañinas para el mismo enfermo al que se pretende ayudar.
No es fácil ofrecer criterios generales para las distintas situaciones por las que atraviesan los enfermos terminales. Vamos a limitarnos a recorrer algunos principios que son en parte el resultado de la reflexión ética elaborada recientemente.
El primer criterio nos dice: cada enfermo conserva siempre su dignidad, y goza de una vida que le permite seguir entre nosotros. Por lo mismo, merece el máximo respeto y las mejores atenciones médicas, psicológicas, afectivas.
Imaginemos un enfermo que sufre mucho, que depende de complicados aparatos, que necesita la ayuda de calmantes que lo privan de la plena conciencia, que debe recibir frecuentes transfusiones de sangre. Este enfermo no puede ser visto simplemente como “una cama ocupada” o como un “gasto excesivo” para el hospital. Debemos recordar siempre que estamos ante un ser humano, un ser humano que merece el mismo respeto y amor de todos. Considerar que su vida vale menos porque no es productiva, o porque no puede realizar muchas actividades humanas, o porque depende de la ayuda de la ciencia médica y de tecnologías más o menos costosas, es caer en una mentalidad discriminatoria que ha provocado injusticias sumamente graves a lo largo de la historia humana.
El segundo criterio depende en parte del anterior: el enfermo ha de ser informado de su estado de salud y de las alternativas que la moderna medicina ofrece para atender la última etapa de su vida. Esta información debería incluir aquellas terapias experimentales que tal vez serían capaces de lograr un importante beneficio terapéutico. A partir de la información recibida, el enfermo debe ser escuchado y comprendido en sus deseos y aspiraciones, incluso cuando rechaza algún tratamiento que puede ser visto como excesivamente doloroso. Sin embargo, cuando el enfermo pide al equipo médico que realice algún acto que vaya contra la moral médica (como, por ejemplo, un suicidio asistido o un acto de eutanasia), tal petición no debe ser atendida, en cuanto contraria a la deontología médica y al respeto debido al mismo enfermo (necesitado, en esas ocasiones, de una especial ayuda espiritual y psicológica).
Son muchos los casos, especialmente cuando se pierde completamente la conciencia, en los que el enfermo no podrá manifestar su parecer. En tales casos, toca a los familiares el determinar con los médicos el mejor tratamiento a ofrecer, siempre en vistas a lograr buenos resultados según el estado general del enfermo y los progresos actuales de la medicina.
El tercer criterio nos recuerda la obligación moral de omitir aquellos actos técnicos que llevan a prolongar la agonía innecesariamente o a aumentar los dolores del enfermo sin ningún beneficio para su salud. Es decir, hay que evitar cualquier tipo de “ensañamiento terapéutico”.
¿Cómo saber si este acto médico es excesivo, es ensañamiento? A través de la constatación de dos aspectos: primeramente, por su ineficacia (no produce la curación o no conduce a una mejora sustancial); en segundo lugar, por producir graves dolores para el paciente.
El cuarto criterio nos dice que deben ser aplicados en favor del enfermo todos aquellos tratamientos que puedan aliviar su dolor y hacer más llevadero el decurso de su enfermedad en la etapa final. Tales tratamientos necesitan ser valorados atentamente en función de los beneficios concretos que se espera produzcan en el enfermo terminal. En concreto, respecto a cualquier posible tratamiento, habría que considerar:
-De qué tipo de acto terapéutico se trata: uso de un calmante, de una operación quirúrgica…
-El grado de dificultad y riesgos que conlleva.
-Los gastos que supone (para el enfermo, para la familia, para la sociedad).
-Las posibilidades de su aplicación en esta situación concreta.
-El resultado esperado según las condiciones del enfermo, su estado de ánimo, sus fuerzas físicas, etc.
Junto a los tratamientos orientados a la curación y a la paliación del dolor (a través del uso de analgésicos y calmantes), existen una serie de atenciones que deben ser ofrecidas siempre, como son la nutrición/hidratación, la atención del dolor y la higiene física. Omitir estos tratamientos implica abandonar al enfermo a su suerte y provocarle, por omisión, la muerte. Es decir: cometer un homicidio, hacer un acto de eutanasia.
Otra obligación del personal médico consiste en la prevención y tratamiento de eventuales llagas que pueden formarse si se está demasiado tiempo en la cama, etc.
En cambio, merece una valoración distinta, según cada caso, el uso de medios más complejos, como la diálisis, las transfusiones de sangre, la ventilación mecánica, el recurso a un pulmón artificial, etc.
Respecto al tratamiento del dolor, conviene recordar que el enfermo puede decidir, si es consciente, la renuncia en parte al mismo, sobre todo si quiere conservar la lucidez mental o si quiere dar algún sentido religioso o ético a su sufrimiento. Pero también puede pedir sin ningún remordimiento de conciencia una mayor atención a sus dolencias a través del uso de calmantes y analgésicos eficaces. Incluso los médicos pueden facilitar tales medicinas a pesar de que pueden reducir en parte la duración de la agonía. No pueden, sin embargo, dar una dosis excesiva de analgésicos o calmantes con la intención explícita de provocar la muerte del enfermo.
Es oportuno añadir, al concluir estas reflexiones, que la medicina puede ayudar mucho al enfermo en su etapa final. Pero a pesar de los progresos técnicos, el dolor y la muerte siguen siendo un misterio ante el cual todos sentimos una invitación especial a valorar aún más la belleza de la vida y a interrogarnos sobre su sentido y su significado más profundo. A la vez, no debería faltar nunca junto al enfermo el acompañamiento del afecto de los familiares y amigos, un acompañamiento que es capaz de producir un alivio mucho mayor que el que pueda ser resultado de un aumento de la dosis de calmantes.
Fuente: Fernando Pascual
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