La mayoría de las leyes que permiten el aborto establecen una serie de trámites que deben ser realizados antes de acoger la petición de quien desea abortar.
Por ejemplo, a veces se debe realizar un análisis para conocer el tiempo de embarazo, el número de semanas de vida del embrión o feto; según el resultado, se permite o se prohíbe el aborto. En otras leyes, se exige recurrir a una especie de consultorio para la mujer, con el fin de dialogar con ella y ver cuáles son sus motivaciones o problemas y si existan alternativas al aborto. En algunos casos, se solicita un certificado psicológico que compruebe la situación de angustia o la existencia de traumas, certificado que permitiría realizar el aborto en pleno respeto de la “legalidad” vigente.
A pesar de estas leyes, la gente percibe, y a veces la prensa denuncia, que no se respetan las normas ni los trámites que han sido establecidos para que se dé un “aborto legal”.
En ocasiones, surge la protesta ante los abortos realizados “fuera de la ley”. ¿Qué pensar de una clínica en la que, sin consultar con ningún psicólogo, se usan certificados ya firmados previamente por algún titulado en psiquiatría? ¿Cómo juzgar lo que ocurre en otros lugares donde no se ofrece ninguna alternativa al aborto a pesar de que la ley lo exija?
Ante estos escándalos, algunos piden que se respeten las leyes, que se apliquen las medidas previstas para disuadir a la mujer, para ayudarla, para permitirle un parto más sereno. Si luego, después de todo, ella insiste en pedir el aborto, habría que respetar la normativa vigente para que todo sea “legal”.
El deseo, incluso la exigencia de que se respeten las normas ante el aborto nace, en ocasiones, de una intención buena: usar los instrumentos previstos por la ley para que el aborto no se convierta en algo trivial, y para que no se salten normativas que habían sido pensadas precisamente para disminuir el número de abortos.
Pero, en realidad, los engaños y trucos de algunas clínicas abortistas, los certificados preparados de antemano, la violación de las normas de garantía que salvarían (hipotéticamente) la vida de muchos hijos, son parte de la misma mentalidad a favor del aborto, son un instrumento “coherente” con el mismo hecho del aborto.
Porque si todo aborto es un crimen, en cuanto elimina la vida de un hijo antes de nacer, ¿cómo exigir a quien comete abortos que respete otras normas legales, cuando ya en su corazón y desde sus manos va contra un principio básico de la vida social, que consiste en el respeto de la vida de los inocentes?
En otras palabras, violar las normas que regulan el aborto es, simplemente, vivir en la mentalidad abortista, acoger y practicar la cultura en la que vence el deseo del mal por encima de la justicia, de la solidaridad, de la ayuda a los indefensos (a la madre y a su hijo).
No tiene sentido, por lo tanto, vigilar y exigir que se respeten las leyes que regulan el aborto, porque lo único que reflejan esas leyes es una mentalidad en la cual se prepara el gesto que permite la injusticia como si fuera un derecho.
Lo urgente, entonces, es suprimir esas leyes, erradicar la mentalidad que las ha promovido, y ofrecer, con un esfuerzo eficaz y bien coordinado, ayudas a todas aquellas madres que tienen dificultades en su embarazo.
De este modo, podremos salvar no sólo dos vidas (la de una madre y la de su hijo), sino, sobre todo, ese ideal de justicia que permite construir un mundo un poco mejor, más incluyente y realmente comprometido a favor de los más débiles e indefensos: los hijos antes de nacer.
Fuente: Fernando Pascual.
¿Resulta correcto hacer comparaciones entre la guerra y el aborto? Las diferencias entre ambos hechos son notables, pero también hay puntos de semejanza.
En la guerra luchan entre sí adultos. Dos ejércitos se afrontan directamente, hombres armados combaten entre sí. A veces mueren civiles (les llaman víctimas o daños “colaterales”), pero lo que más buscan los militares es eliminar a los hombres o mujeres armados del bando contrario.
En el aborto se “enfrentan” pocos seres humanos: un “médico”, una mujer y su hijo no nacido. El pequeño es indefenso, no tiene armas, no puede hacer nada frente al deseo de quienes han decidido eliminarlo.
Las guerras provocan muertos y heridos “visibles”, al menos teóricamente. La prensa, la televisión, internet, pueden ofrecer imágenes de los cadáveres, de las víctimas. Los heridos hablan en la radio o en los periódicos. Los familiares y los supervivientes cuentan la historia de lo que está pasando.
El aborto se mueve en un horizonte de pocas imágenes. Nadie parece interesado en ver el cuerpo de la víctima, en saber qué ocurrió con el embrión o el feto asesinado. Una sombra de misterio y de ocultamiento busca que desaparezcan restos y recuerdos de lo ocurrido.
En todas las guerras siempre hay culpables, pues no habría guerra si no hubiera injusticias ni prepotencia. A veces los dos bandos que pelean entre sí son responsables directos, y culpables, del conflicto. Otras veces unos son culpables y otros son inocentes que buscan cómo defenderse ante un agresor injusto. Por desgracia, nadie se autoreconoce como culpable y todos buscan encontrar “justificaciones” para decir por qué atacan a los otros, para decir que la culpa la tienen los enemigos.
En el aborto el hijo es siempre, siempre, siempre, sin condiciones, una víctima inocente. La culpa está en los adultos: en la madre, que no lo acepta. En el padre, que presiona a la madre para que lo elimine. En el médico, que usa la ciencia de la salud para cometer un acto arbitrario, injusto, asesino: para ir contra lo que es la esencia de su profesión.
Existe toda una industria orientada al mundo de la guerra. Produce y vende armas ligeras o pesadas, aviones y torpedos, submarinos y radares. A veces, muchas veces, esa industria es un auténtico negocio de miles de millones de dólares (o de euros), que se invierten para la destrucción, mientras millones de personas no encuentran ayuda para tener comida o agua potable.
El mundo del aborto se ha convertido, para algunas organizaciones nacionales o internacionales, en un negocio triste, con el que obtienen abundantes “beneficios” económicos a costa de eliminar, como en la guerra, la vida de miles de seres humanos.
Miles de personas, organizaciones no gubernativas, reuniones internacionales, trabajan por eliminar las guerras, por paliar los efectos de las mismas, por ayudar a las víctimas, a los refugiados, a los heridos.
También frente al aborto una multitud de hombres y mujeres de buena voluntad ofrece ayudas a las mujeres para que no aborten, para que puedan llevan adelante su embarazo. Cuando una madre ha abortado, la asisten para que supere el síndrome postaborto y para que pueda reorientar su vida hacia horizontes de amor y de justicia.
Son evidentes las diferencias entre las guerras y el aborto, así como también encontramos elementos semejantes.
En ambos casos, guerras y abortos, mueren miles, millones de seres humanos. Seres humanos que no morirían si en el mundo hubiese más justicia, más esperanza, más amor, más respeto, más corazones disponibles a la acogida, a la escucha, a la vida.
La guerra y el aborto son dos productos de la cultura de la muerte, de esa mentalidad que recurre a la fuerza para hacer triunfar los propios proyectos personales a costa de eliminar a los “adversarios”, a quienes pueden exigirnos justicia y respeto.
La guerra y el aborto serán derrotados, serán extirpados, cuando promovamos una cultura de la vida. Hacerlo es una urgencia para todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Para que hoy, y mañana, los más débiles, los más vulnerables, los más necesitados, puedan ser acogidos en nuestro mundo, puedan recorrer el camino de la vida en la justicia y en el auténtico respeto de los derechos humanos de todos, especialmente de los hijos más débiles y más pequeños.
Fuente: Fernando Pascual
Categoría:Bioética
Etiquetas: Aborto, Bioética, Bioética para todos, Derechos Humanos, Guerra
María es una mujer de ochenta años que ha gozado de buena salud. En una visita rutinaria a su médico, se descubre que sufre de Cáncer de pulmón, en estado muy avanzado. El pronóstico es que María no podrá sobrevivir a la enfermedad y cuenta solamente con unos pocos meses de vida.
Al conocer la noticia, María se angustia mucho, no por ella, reconoce que a su edad es el camino natural. Su sufrimiento consiste en la incertidumbre de lo que ha de ocurrir, faltando ella, con su esposo mayor que ella, que no puede valerse por sí mismo y de su hija mayor que sufre de un retraso mental profundo. Si bien, cuentan con lo necesario para vivir modestamente gracias a la pensión de ambos, no hay quien vele por ellos faltando ella.
María y su esposo tienen otro hijo que vive en los Estados Unidos, tienen alguna comunicación, pero ni él puede visitarles por su situación económica, ni ellos pueden viajar a la ciudad en que vive.
Los especialistas que comienzan a atender a María, reconocen este como su mayor dolor y comienzan a hacer los esfuerzos necesarios para que el hijo se entere de la situación, visite a sus padres y pueda determinarse la forma en que esposo e hija de María reciban los cuidados necesarios al morir ella.
Pocas semanas después y gracias a sus gestiones, Marcos visita a sus padres, tiene la oportunidad de despedirse de María, dándole la tranquilidad de que él y su familia les han de atender faltando ella.
María muere a los pocos días, en paz, tranquila y alegre. Marcos cumple la promesa hecha a su madre y nuevamente con la ayuda de los médicos, consiguen la forma de llevar a su padre y hermana a vivir con él.
María no recibió ningún tratamiento para luchar contra su enfermedad.
Ustedes, queridos lectores, creen que este es un caso de ficción que me inventé con romanticismo y buena voluntad. Debo decir que poco más o menos es una situación real.
Estaremos movidos a juzgar con dureza y opinar que los médicos han hecho mal al distraer su atención en un tema “secundario”, en lugar de avocarse a tratar de prolongar la vida de María a través de tratamientos agresivos, quimioterapias, radioterapias o tratamientos experimentales.
Nuestra naturaleza, como ya hemos dicho, nos mueve en defensa de la vida, que es nuestro valor fundamental (en una adecuada jerarquía de valores). No obstante, como hemos dicho, María murió en paz cuando tuvo que morir y lo hizo llena de respeto y amor. Murió dignamente.
Los médicos que le atendieron, eran especialistas en medicina paliativa (de los cuales hay muy pocos en nuestro país).
Paliar, significa mitigar y en medicina mitigar los efectos de una enfermedad, incurable, irreversible, progresiva y que se pronostica con menos de seis meses de vida. Es decir, una enfermedad terminal.
Los objetivos de esta especialidad médica son muy concretos: mantener a la persona alimentada e hidratada; limpia y bien atendida en un lugar digno; hacer todos los esfuerzos para eliminar o disminuir el dolor y dar la atención humana y espiritual que el paciente requiere. A este esfuerzo llamamos métodos ordinarios o tratamientos ordinarios.
En nuestra cultura, el médico debe prevenir o curar, en esto se invierte muchísimo dinero. Al enfermo terminal se proporcionan cuidados paliativos, cuando ya se encuentra en franca agonía, habiendo desperdiciado un tiempo invaluable para que la persona llevara una buena calidad de vida.
Es conveniente, que cada uno de nosotros, con mucha madurez hablemos con los más cercanos, dándoles a conocer lo que nos gustaría que se hiciera en caso de ser víctimas de una enfermedad terminal.
Por otro lado, también es valioso saber que, en la Ciudad de México, existe la Ley de Voluntades Anticipadas, que garantiza que, al paciente en estado terminal, que no pueda expresar su voluntad en ese momento, le sea tratado conforme él o ella decidan, a través de un representante legal, específico para ello y que hará valer esa decisión.
El “testamento vital” debe hacerse ante Notario Público y no necesariamente debe renunciar a los cuidados extraordinarios, sino expresar con toda claridad la voluntad del paciente para ser atendido conforme su propia decisión, en caso de enfrentar, se repite, una enfermedad terminal.
Con esta reflexión quedamos, queridos lectores, esperando encontrarnos de nuevo, muy pronto.
MBPP.
La noticia aparece con cierta frecuencia y es recibida con aplausos por parte de algunos políticos y medios de comunicación social. Unos padres podrían transmitir a sus hijos defectos genéticos. Para “ayudarles” a tener un hijo sano, recurren a la fecundación artificial y a la selección de embriones. Los aplausos, sin embargo, ocultan una injusticia profunda que lleva a la discriminación de los embriones enfermos.
¿Cómo ocurre esto? El laboratorio de fecundación artificial pone en marcha un complicado proceso de trabajo para lograr el resultado: un hijo sano. Vamos a fijarnos en seis etapas del mismo.
Primera, inducir la ovulación de la mujer para obtener varios óvulos. Segunda, fecundarlos “in vitro” con el esperma del esposo. Tercera, esperar a que se fecunden. Cuarta, hacer un diagnóstico preimplantatorio para ver cuáles de esos embriones tendrían un ADN sano (es decir, no tendrían el defecto genético rechazado por los padres). Quinta, escoger a algunos de esos embriones sanos para transferirlos al seno materno y esperar a que nazcan.
En estas cinco etapas se incurre en los numerosos riesgos y contradicciones que caracterizan a todas las técnicas de fecundación extracorpórea. Pero existe una “sexta” etapa en este proceso, que consiste en la marginación, el abandono o la destrucción de los embriones enfermos.
En otras palabras, para conseguir un hijo sano se recurre a un proceso técnico en el que el laboratorio, de acuerdo con los padres, se convierte en agente que decide sobre la vida de unos seres humanos (los embriones sanos) y sobre el abandono o la muerte de otros seres humanos (los embriones declarados enfermos o defectuosos). Nace, ciertamente, un hijo sano, pero no nacen aquellos hijos que podrían estar enfermos.
Ante estas noticias, vale la pena recordar que la medicina existe para curar (cuando sea posible) al enfermo, para atenderlo en sus diversos sufrimientos, para prevenir contagios donde sea posible. Pero no será nunca propio de la medicina establecer un dominio arbitrario sobre la vida y la muerte de seres humanos, ni decidir quién merece vivir y quién será condenado a la muerte o al abandono por no poseer un mínimo nivel de “calidad” genética.
El que un hijo empiece a existir con defectos genéticos no da derecho a nadie para despreciarlo, marginarlo, abandonarlo, provocar su muerte. Sea cual sea su ADN, estamos ante un hijo débil, frágil, necesitado de más ayuda por parte de la verdadera medicina.
Por lo tanto, buscar que los hijos nazcan sanos no da permiso para discriminar o eliminar a los hijos enfermos. La medicina auténtica no puede olvidar principios éticos fundamentales para la vida social. Uno de esos principios nos dice que nadie debe ser discriminado por su sexo, por su raza, por su ADN, por sus patologías. Otro principio nos recuerda que toda vida humana merece respeto, protección y asistencia.
Es necesario confirmar que toda discriminación ejercida por cualquier poder sobre personas, pueblos o etnias en virtud de diferencias debidas a reales o presuntos factores genéticos es un atentado contra la misma humanidad. Hay que confirmar con fuerza la misma dignidad de todo ser humano por el hecho mismo de haber llegado a la vida.
Hace falta hacerlo presente, para no quedar cegados ante los aplausos de quienes ven la selección prenatal de seres humanos como una “conquista” médica. Nunca será progreso recurrir a métodos que llevan a seleccionar a los sanos y a marginar y despreciar a los más débiles y enfermos. No es una técnica “salva vidas” la que permite nacer a unos mientras destruye o abandona a otros.
El mundo empieza a ser más justo, más incluyente, más solidario, si sabe acoger al “diverso”, especialmente cuando ese diverso es un hijo débil, genéticamente “imperfecto”, pero no por ello menos digno. Su debilidad no debe convertirse en una sentencia de muerte, sino en un reclamo para recibir mayor asistencia por parte de todos, especialmente de sus propios padres y de los médicos.
Fuente: Fernando Pascual.
Categoría:Bioética
Etiquetas: Bioética, Bioética para todos, Embrionaria, in vitro, Nacer, Sano
La laicidad de un estado es sana cuando son aceptados y promovidos valores básicos sin los cuales no hay auténtica convivencia social. La defensa de la vida, la justicia y la igualdad ante la ley, la protección de los débiles, el apoyo a la familia, la tutela del derecho al trabajo, son temas no negociables: ningún estado puede dejar de lado la defensa de los derechos humanos fundamentales.
Coloquemos en este marco la pregunta: ¿debería el estado prohibir el aborto, o el aborto quedaría dentro del espacio de libertades individuales que las autoridades públicas deberían respetar? La respuesta puede parecer difícil si se enseñan ideas falsas sobre el embarazo y sobre el inicio de la vida humana. Pero si entendemos bien lo que ocurre a partir de la fecundación, entonces legalizar el aborto es simplemente permitir un acto sumamente injusto que va contra el derecho a la vida, contra la sana laicidad del estado.
Cada ser humano empieza a existir desde el momento de la concepción. Porque con la concepción inicia el camino singular, único, que es propio de cada vida humana. Un camino que avanza continuamente hacia nuevas metas (la implantación en el útero, el desarrollo a través de distintas fases, el nacimiento…), hasta que un día, a veces muy temprano, a veces después de muchos años, llega la hora de la muerte.
Porque fuimos acogidos, respetados, y amados, llegó el momento magnífico del parto. Luego, el afecto, algo mucho más profundo y rico que el respeto, protegió nuestros primeros pasos fuera del útero materno, y nos permitió crecer y recibir esa educación básica que dan a los niños millones de hogares en todo el mundo.
Existe, en cambio, aborto allí donde algunos deciden suprimir una vida humana no acogida, no respetada, no amada. Para llegar a un acto tan injusto hace falta que los poderosos, los adultos, cierran los ojos a la dignidad y maravilla que se esconde en el ser más débil e indefenso: el embrión, el feto.
Nos hacemos, por lo tanto, ciegos cuando no vemos en el hijo antes de nacer lo que es: un ser humano que vive en el seno materno, “alguien” que crece, poco a poco, hacia la conquista de nuevas etapas… que no serán posibles si el aborto lo destruye miserablemente.
Permitir que un estado apruebe leyes contra la vida de los hijos en el seno materno es caer en una ceguera injustificable y en una actitud gravemente discriminatoria. Es, en el fondo, la negación del mismo derecho. Porque un estado verdaderamente laico no puede dejar de lado al más débil entre los seres humanos, no puede permitir que ninguna vida sea destruida en el seno materno.
Oponerse al aborto, por lo tanto, es un deber de todo auténtico ciudadano, sea creyente o no pertenezca a ninguna religión. Porque el deber de respetar la justicia no depende de opiniones personales, de grupos políticos o de ideas religiosas. Es, más bien, un valor indiscutible, sin el cual perdemos los fundamentos auténticos de la convivencia humana.
No nos dejemos engañar: ir contra el aborto no es querer imponer una idea religiosa católica o una opinión de un partido político en la vida pública. Ir contra el aborto es, simplemente, querer ser justos. Y la justicia no es un monopolio de ningún grupo, sino una vocación de todos los seres humanos que pretendan participar rectamente en la sociedad.
No podemos aceptar, por tanto, que algunos ideólogos repitan, una y otra vez, que el estado debería legalizar el aborto en vista del respeto del pluralismo y a la “laicidad”. Porque la laicidad no es un pasaporte para pisotear el respeto de uno de los derechos humanos básicos: el derecho a la vida.
Defendamos, pues, la auténtica laicidad del estado a través de la protección y defensa de la vida de todos. La vida de quienes empiezan a organizar sus cuerpecitos en el seno materno. La vida de las madres, que muchas veces sufren por no recibir ayudas sanitarias y sociales en los meses del embarazo. La vida de los niños que nacen en familias pobres, necesitados de medicinas, alimentos, apoyo. La vida de los adolescentes, de los adultos, de los ancianos.
Sólo desde el respeto a la vida avanzaremos hacia la justicia que todos deseamos para un mundo más solidario y más feliz. Gracias a ese respeto conquistaremos una sana laicidad que dice “no” al aborto y sí al respeto hacia los más débiles: los hijos mientras recorren esos meses maravillosos de aventura humana en el seno materno.
Fuente: Fernando Pascual
Es notable la insistencia de algunos por investigar con células madres embrionarias o células troncales embrionarias. Aunque la medicina no tiene excesivas esperanzas sobre los posibles usos curativos de tales células, un importante grupo de investigadores sí desean tener puertas abiertas y dinero fresco en orden a llegar a descubrimientos que consideran “vitales” para el futuro biomédico.
Pero queda en pie una pregunta de enorme relevancia bioética: ¿cómo conseguir este tipo de células? Existen varios caminos. Uno de ellos consiste en usar embriones congelados (los llaman “pre-embriones” para tranquilizar a la opinión pública) que no han cumplido 14 días de vida y que han quedado “abandonados” o han sido donados por sus padres. Es evidente que el uso de tales embriones supone su destrucción, lo cual resulta sumamente injusto.
Otro camino consiste en manipular óvulos denucleados e introducir en los mismos núcleos de células adultas. Algunos creen o, si no lo creen, al menos lo dicen, que el resultado de esta activación no sería un embrión humano. En tal caso, al destruir esta “entidad” para obtener células madres embrionarias no se destruiría ningún embrión: no habría entonces objeciones éticas ante una técnica tan prometedora.
En realidad, sabemos que la transferencia de núcleos celulares de adultos en óvulos denucleados ya ha producido el nacimiento de algunos mamíferos. La oveja Dolly ha sido sólo la primera de una serie de éxitos. Hay que señalar, ciertamente, que muchos embriones “fabricados” para producir a Dolly (y otros famosos mamíferos clonados) murieron en el intento. El hecho de que esos embriones no hayan nacido, sin embargo, no nos permite decir que nunca fueron embriones. Muchos de ellos eran defectuosos o enfermos, es verdad, pero ello no quita que fuesen embriones.
En el caso de los seres humanos, quizá alguno diga que no sea posible “clonar” ni producir embriones al hacer las transferencias nucleares. Pero llegar a esta conclusión sólo es posible según lo propio del método científico, es decir, a través de la realización de numerosos experimentos.
Creo, sin embargo, que la búsqueda de tal seguridad es doblemente inmoral. En primer lugar, porque esos experimentos requieren el uso de un alto número de óvulos. Tales óvulos serían tomados de mujeres, muchas de las cuales se someterían a tratamientos hormonales peligrosos. Además, se correría el riesgo de ver a la mujer como fuente de material biológico para la experimentación, con lo que esto implica de despersonalización y de instrumentalización de la mujer, a través del uso de algo tan íntimo y tan precioso como son sus óvulos.
En segundo lugar, tales técnicas son inmorales porque en estos experimentos existe una zona de incerteza que cualquier científico honesto debería reconocer.
Al realizar una transferencia nuclear sobre un óvulo denucleado es posible que se produzcan tres tipos de realidades:
-La primera, un embrión sano y apto para un desarrollo completo (como ocurrió en Dolly).
-La segunda, un embrión con serios daños (como ocurrió en muchos de los “hermanos” de Dolly). Hay que reconocer, con honestidad, que un embrión dañado o enfermo es siempre embrión, aunque el científico sepa con certeza que tal embrión no será capaz de desarrollarse por las lesiones que haya sufrido por culpa de la técnica o por otros motivos más o menos conocidos.
-La tercera, una entidad biológica que no sea embrión, aunque se le parezca.
A cualquiera llama la atención que no será nada fácil distinguir entre el segundo resultado (un embrión dañado) y el tercero (una entidad que no llegue a ser embrión). Pero además resulta manifiesto lo fácil que sería para algunos científicos el engañar a la opinión pública al decir que el primer resultado (embriones verdaderos y sanos) “no se ha producido”, y que estaríamos (según ellos) ante entidades biológicas que no son embriones. ¿Qué político es capaz de estar vigilando para que un laboratorio sea honesto y no ofrezca datos engañosos a la hora de presentar los experimentos realizados?
Una sociedad verdaderamente justa se construye sobre el respeto de todos y cada uno de los seres humanos que inician la aventura de la vida humana. Si un estado establece leyes que permiten destruir embriones ya existentes o crear embriones para ser destruidos a través de técnicas de clonación mal llamada “terapéutica”, habrá aceptado como principio regulador de la vida social el que algunos seres humanos valgan menos que otros, que la vida de algunos pueda ser sacrificada por el progreso de la ciencia y de la medicina y por el posible bien de otros seres humanos.
No creemos que así se construya un mundo más justo. Habrá justicia cuando cualquier embrión sea respetado y, sobre todo, amado. Porque es un hijo, porque interpela a sus padres y a la sociedad, porque merece respeto simplemente, sin condiciones. Desde esta justicia, la verdadera medicina será capaz de lograr progresos auténticos, precisamente porque asumirá como propios dos principios básicos del quehacer sanitario: no dañar a nadie, y promover la salud y el bien de todos.
Fuente: Fernando Pascual
¿Qué es el embrión? Un jurista puede situarlo en dos categorías que se excluyen mutuamente: es una cosa (un objeto, un bien) o es una persona (un sujeto). Si es una cosa, su valor depende de parámetros establecidos por otros: el parlamento, el mercado, los padres, los científicos. Si es persona, tiene un valor intrínseco, sus derechos merecen ser respetados por encima de la prepotencia o de los abusos de cualquier otro sujeto.
Es cierto que tener derechos no garantiza su ejercicio. Muchos miles de seres humanos están privados del derecho a la salud, al trabajo, a la educación, a la casa. Pero el reconocer que cualquier ser humano tiene los mismos derechos que los demás seres humanos es el primer paso para el esfuerzo individual y colectivo en favor de la tutela y de la promoción de tales derechos.
Los embriones humanos, hoy por hoy, se encuentran sumamente desprotegidos, hasta el punto que en algunos lugares está penalizada la destrucción de huevos de ciertos animales mientras se puede practicar el aborto o destruir embriones sin incurrir en ningún delito.
¿Por qué ocurre esto? Porque algunos estados y modelos sociales han olvidado o negado el estatuto humano del embrión durante las primeras semanas (a veces durante los primeros meses) de su vida en el seno materno o en el laboratorio. Porque el embrión humano ha sido puesto en manos de científicos que pueden producirlos, seleccionarlos, congelarlos, transferirlos, usarlos o destruirlos según criterios que varían mucho entre estado y estado. Porque ha sido abandonado a su suerte en numerosas legislaciones que han legalizado o despenalizado el aborto provocado. Porque el embrión humano ha sido dejado de lado u olvidado en el horizonte de miles de hombres y mujeres de buena voluntad que luchan por los derechos civiles de otros seres humanos, pero que olvidan al más pequeño y más indefenso miembro de nuestra especie.
Frente a visiones insuficientes del derecho, frente a la ausencia de una sana antropología, hace falta una reflexión serena y seria sobre lo que inicia desde que se unen un óvulo y un espermatozoide. ¿Cuál es el resultado de este complejo y magnífico acontecimiento?: es una nueva realidad biológica, es un ser que se autoorganiza en vistas a seguir su desarrollo, es una vida que está en continuo diálogo con el ambiente que lo rodea, es un individuo que avanza poco a poco, si no hay enfermedades u obstáculos, hacia nuevas etapas. En cierto modo, y a su nivel, actúa como actuará apenas nazca, cuando cumpla 2 años, cuando vaya al kinder, cuando inicie las siguientes etapas: como alguien que modifica el ambiente y que es modificado por aquello que lo rodea.
El mundo jurídico necesita acoger los datos de la ciencia y la reflexión antropológica. Aunque es verdad que los datos científicos no pueden decir si algo/alguien sea “sujeto”, sea persona con derechos, también es verdad que la ciencia permite identificar cuándo inicia una nueva vida humana, cuáles son las condiciones para hablar de un ser que existe con una individualidad propia.
De este modo, el derecho podrá reconocer en cada embrión a un “alguien”, a un sujeto que merece ayuda en cuanto sujeto débil, en camino hacia nuevas etapas de desarrollo, con un proyecto orientado a la conquista de la plena realización.
En cierto modo, lo anterior vale para cualquier individuo humano, también para el adulto: tener 40 años no implica “detenerse”, dejar de buscar metas, interrumpir el camino de la vida. Resulta obvio que el modo de actuar de un adulto es distinto del de un embrión. El adulto (si no está afectado por ciertas enfermedades o por otras situaciones sumamente dramáticas) decide, desde el ejercicio de su inteligencia y su voluntad, qué hará para alcanzar su objetivos existenciales. El embrión, en cambio, no tiene la posibilidad actual de realizar actos libres ni de mostrar un pensamiento maduro. Pero ello no significa que su etapa de desarrollo pueda ser catalogada como menos digna de respeto.
Numerosos países del mundo han sabido erradicar, en los últimos dos siglos, la terrible injusticia de la esclavitud, en la que unos eran vistos como subhumanos o, en el mejor de los casos, como seres humanos subordinados y sometidos en casi todo a otros seres humanos, a los que se autodeclaraban “superiores”, “civilizados”, auténticamente hombres. Llega el momento de acometer una reflexión profunda sobre el embrión humano que permita reconocer que todo embrión humano, desde el momento de su concepción, es ya un sujeto tutelar de aquellos derechos básicos que corresponde a cualquier existencia humana, empezando por el derecho a la vida y a la integridad física.
Las Naciones Unidas, la Unión Europea, y cada uno de los estados, pueden dar un paso decisivo en este sentido. De este modo, el aborto, la producción de embriones en laboratorio, su destrucción en experimentos abusivos, serán vistas como tratamientos injustos y discriminatorios. Algo que será posible cuando no sólo se reconozca el estatuto de sujeto jurídico que merece el embrión humano sino, sobre todo, cuando toda la sociedad se comprometa a una acción positiva en favor de la tutela de su vida, de su salud, en el primer ambiente natural que le sabrá acoger de la mejor manera posible: el seno de la propia madre.
Fuente: Fernando Pascual
El 3 de mayo de 2008, después de haber sido firmada por más de 100 países y ratificada por 20 gobiernos o parlamentos, entró en vigor la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad. La Convención había sido aprobada por la Asamblea general de las Naciones Unidas en diciembre de 2006.
Estamos ante un esfuerzo notable para ayudar a millones de personas discapacitadas. Pero surge una pregunta inquietante: ¿qué sentido tiene aprobar esta Convención sin garantizar, al mismo tiempo, la integridad física y la misma existencia de los embriones y fetos humanos con alguna discapacidad?
La vida de cualquier ser humano antes de su nacimiento merece un cuidado especial. Si esa vida ha iniciado con heridas o daños, genéticos o de otro tipo, necesita mayores atenciones durante el embarazo e inmediatamente después del parto.
Resulta un contrasentido promover los derechos de los discapacitados ya nacidos mientras se guarda un silencio cómplice ante la masacre continua y discriminatoria de miles de hijos antes de nacer, abortados simplemente porque tenían alguna discapacidad.
El espíritu que ha llevado a aprobar la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad podría cambiar la situación, si nos llevase a promover un esfuerzo conjunto para evitar las discriminaciones prenatales.
Si leemos el artículo 1 de la Convención se hace evidente cuál sea el objetivo que se busca con ella:
“El propósito de la presente Convención es promover, proteger y asegurar el goce pleno y en condiciones de igualdad de todos los derechos humanos y libertades fundamentales por [para] todas las personas con discapacidad, y promover el respeto de su dignidad inherente”.
En el mismo artículo 1 se explica qué se entiende por “persona con discapacidad”:
“Las personas con discapacidad incluyen a aquellas que tengan deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás”.
En el artículo 2, dedicado a las “Definiciones”, se explica el sentido de la expresión “discriminación por motivos de discapacidad”:
“Por ‘discriminación por motivos de discapacidad’ se entenderá cualquier distinción, exclusión o restricción por motivos de discapacidad que tenga el propósito o el efecto de obstaculizar o dejar sin efecto el reconocimiento, goce o ejercicio, en igualdad de condiciones, de todos los derechos humanos y libertades fundamentales en los ámbitos político, económico, social, cultural, civil o de otro tipo”.
Dejamos de lado otros aspectos de la Convención que necesitarían un análisis más detallado. Sólo resulta oportuno notar aquí un punto preocupante: la inclusión en el artículo 25 del confuso concepto de “salud sexual y reproductiva” que para no pocos países es sinónimo, entre otras cosas, del así llamado (abusivamente) “derecho al aborto”.
Dejando de lado lo anterior, sea bienvenido el esfuerzo mundial por ayudar a los cientos de millones de discapacitados en el ejercicio de sus derechos fundamentales. Sea bienvenido el trabajo de los gobiernos y de la sociedad para que nadie sufra daños en su integridad física ni sea marginado en los diversos ámbitos en los que pueda desarrollar sanamente sus proyectos existenciales.
Sea bienvenido, sobre todo, en el espíritu de la Convención, y por encima del silencio que en el texto actual reina sobre el tema, el esfuerzo de todos por erradicar cualquier aborto sobre seres humanos con discapacidades. Ellos, como cualquier otro hijo, tienen derecho a nacer, sin discriminaciones. Tienen, especialmente, necesidad de amor, que es lo más hermoso que los adultos podemos ofrecer a cada uno de los miembros de la familia humana.
Fuente: Fernando Pascual
A veces tenemos la idea de que la historia humana avanza siempre hacia el progreso y el bien. La realidad, sin embargo, contradice esa apreciación, porque no son pocas las ocasiones en las que caminamos hacia la barbarie y el mal.
En el tema de la justicia, por ejemplo, ha habido importantes conquistas, se han superado discriminaciones infames. El esclavismo ha sido abolido en casi todo el mundo. El desprecio a la mujer cada vez es más rechazado. El racismo recibe una condena casi universal. El odio a quienes son de ideas o religiones distintas está siendo fuertemente perseguido.
Sin embargo, y junto a tantos progresos, hay muchos lugares en los que nace y se difunde el “genetismo”. ¿Qué es esto del “genetismo”? Es una tendencia social, muy extendida entre los “países desarrollados”, que permite la eliminación de los seres humanos genéticamente diferentes, defectuosos o “inferiores”.
Esto es posible gracias a que las técnicas de diagnóstico prenatal permiten descubrir cada vez más enfermedades. Por lo mismo, disminuyen los nacimientos de niños enfermos, precisamente porque la sociedad ve casi como normal el que sean eliminados antes de nacer. Como si fuese un triunfo médico el matar al enfermo para que haya menos enfermedades…
Al mismo tiempo, en los países donde se usa y se abusa de la fecundación in vitro, cada vez hay más voces que aplauden el uso del diagnóstico preimplantatorio (en los primeros 14 días posteriores a la fecundación) para prevenir enfermedades genéticas. De este modo, dicen, nacerán sólo hijos sanos. Olvidamos así que tal “éxito” es posible gracias a la eliminación de todos aquellos embriones descartados como “imperfectos”.
Los resultados del genetismo son cada día más alarmantes. En algunos países, por ejemplo, el 90 % de los embriones y fetos con síndrome de Down son abortados como en España, o en Finlandia que ya es el 100%., sin que tal eliminación discriminatoria produzca protestas, ni movilizaciones, ni escándalos.
En Gran Bretaña, el diagnóstico genético preimplantatorio se usa sobre todo para enfermedades genéticas muy graves, como la fibrosis quística. Pero algunos ya están pidiendo que se aplique a enfermedades más sencillas y no siempre transmitidas a través de los genes, como el cáncer de pecho o de colon.
El genetismo es la última y más reciente frontera del racismo. Ahora se aplica a los seres más indefensos, los embriones y fetos. No tardará en aplicarse a los adultos genéticamente defectuosos, sobre todo cuando intenten hacer seguros de vida o a la hora de pedir la aceptación en algunos puestos de trabajo.
La dignidad de una vida humana no está en sus genes. Está en su condición de persona, que va más allá de las razas, del sexo, de la genética. Hace falta proponer con energía esta verdad, para que el mundo moderno y la tecnología no sean instrumentos usados para destruir y para marginar, sino para defender, curar y proteger la vida de todos, sin discriminaciones.
Fuente: Fernando Pascual
Categoría:Bioética
Etiquetas: Bioética, Bioética para todos, Discriminación, Ética, Genetismo
Muchos hombres y mujeres de buena voluntad trabajan intensamente para prohibir el aborto o para impedir su legalización. Consideran que es un tremendo mal para la sociedad el que el aborto llegue a ser admitido, despenalizado-legalizado, incluso financiado con dinero público.
Pero no faltan personas que afirman que no vale la pena dedicar tantas energías a combatir las leyes abortistas, sino que habría que invertirlas de otra manera. ¿Por qué? Porque el aborto, ilegal o legal, existe por falta de amor, de apoyo, de principios éticos profundos. Según estas personas, que dicen defender el derecho a la vida de los hijos no nacidos, habría que dejar las batallas legales, que normalmente son perdidas ante una clase política cada vez más vacía de principios éticos, para concentrar los esfuerzos en crear una cultura de la vida y para la vida, de la paternidad y de la maternidad, del amor y del respeto.
El razonamiento es sugestivo, pero engañoso. Tiene elementos verdaderos, pero olvida aspectos importantes de la vida de los pueblos y del sentido de la ley.
Es verdad que una ley que permite el aborto no “obliga” a nadie a abortar. Es verdad que ante el aborto legalizado (o despenalizado) una mujer que empieza su embarazo jamás pensará en abortar si ama a su hijo, si cree que Dios es el origen de la vida, si tiene principios sanos, si considera que por encima del egoísmo están la justicia y el amor. Es verdad que las leyes en favor del aborto seguramente tendrán un efecto mínimo en las convicciones de quienes (y no son grandes números) pertenecen a los distintos grupos y movimientos pro-vida (pro-life).
Pero también es verdad que las leyes tienen un valor educativo o deseducativo enorme en la vida de los pueblos y en la formación de la conciencia de las personas. Una ley que permite una injusticia tan grave como la del aborto hiere en lo más profundo de su ser a un pueblo y a miles de personas que se dejan desorientar fácilmente, porque pensarán: si algo es legal no debe ser tan malo, o incluso tal vez sea algo bueno.
No podemos olvidar nunca que la ley, para ser justa, debe señalar y perseguir los delitos más graves con penas adecuadas a los mismos. Despenalizar el delito es, simplemente, legalizarlo.
Como bien saben los especialistas del derecho, un delito no castigado se convierte en “no delito”, empieza a ser algo aceptado como correcto en la vida social. Legalizar un delito despenalizándolo (o incluso a través de una ley plenamente legalizadora) daña enormemente las relaciones humanas y destruye en lo más profundo el tejido social.
¿Podríamos imaginar un estado que despenalice los robos de pequeñas cantidades de dinero? Tal despenalización no hará que las personas honestas roben, es verdad. Pero herirá enormemente a víctimas de pequeños robos que verán cómo son robados algunos de sus bienes ante la indiferencia de un estado que acepta como algo “no punible” un delito contra la propiedad. El robo es siempre robo, es un delito, aunque lo robado sea simplemente una caja de caramelos, un bolígrafo o unas pocas monedas del bolsillo.
Por eso vale la pena luchar contra el aborto a todos los niveles: individual, familiar, local, regional, estatal, internacional. Vale la pena combatir las ideas y los comportamientos que llevan a miles de mujeres, cada año, a destruir la vida de sus hijos no nacidos. Vale la pena promover una cultura de la vida en la que la sexualidad sea vista en toda su riqueza y protegida de cualquier tipo de abuso, en la que el matrimonio y la familia sean el lugar de acogida de la vida, en la que cada hijo sea visto como un tesoro de valor infinito.
Por lo anterior, también vale la pena, precisamente para fomentar la cultura de la vida, luchar firmemente contra cualquier ley que trivialice el aborto como si fuese algo plenamente normal, incluso como si fuese un “derecho”, cuando en el fondo se trata de uno de los delitos más graves que puedan darse en el mundo. Porque destruye la vida de un hijo completamente indefenso. Porque va contra la conciencia de una madre que está llamada, como todo ser humano, a amar y darse a los demás, pero de un modo mucho más intenso a cada uno de sus hijos. Porque aniquila la ética profesional de cientos de médicos y profesionales de la salud que deben servir la vida, no destruirla. Porque adormece a la sociedad al reducir el sexo y la procreación a caprichos en los que siempre se pueden evitar “consecuencias indeseadas”, al haber dado permiso de asesinar con una facilidad fría y despiadada a los hijos que no sean acogidos con amor.
Defender y promover la cultura de la vida implica, por lo tanto, combatir con todas nuestras energías el aborto: el ilegal (siempre será ilegal por ser injusto), y el mal llamado “legal”, que no dejará de ser un crimen aunque esté apoyado por leyes inicuas.
Luchar contra las leyes abortistas es mucho más que una buena estrategia contra el aborto: es un deber de todo ciudadano que quiera construir un estado justo y un mundo capaz de respetar y tutelar el derecho básico de la convivencia social, el derecho a la vida.
Fuente: Fernando Pascual