María es una mujer de ochenta años que ha gozado de buena salud. En una visita rutinaria a su médico, se descubre que sufre de Cáncer de pulmón, en estado muy avanzado. El pronóstico es que María no podrá sobrevivir a la enfermedad y cuenta solamente con unos pocos meses de vida.
Al conocer la noticia, María se angustia mucho, no por ella, reconoce que a su edad es el camino natural. Su sufrimiento consiste en la incertidumbre de lo que ha de ocurrir, faltando ella, con su esposo mayor que ella, que no puede valerse por sí mismo y de su hija mayor que sufre de un retraso mental profundo. Si bien, cuentan con lo necesario para vivir modestamente gracias a la pensión de ambos, no hay quien vele por ellos faltando ella.
María y su esposo tienen otro hijo que vive en los Estados Unidos, tienen alguna comunicación, pero ni él puede visitarles por su situación económica, ni ellos pueden viajar a la ciudad en que vive.
Los especialistas que comienzan a atender a María, reconocen este como su mayor dolor y comienzan a hacer los esfuerzos necesarios para que el hijo se entere de la situación, visite a sus padres y pueda determinarse la forma en que esposo e hija de María reciban los cuidados necesarios al morir ella.
Pocas semanas después y gracias a sus gestiones, Marcos visita a sus padres, tiene la oportunidad de despedirse de María, dándole la tranquilidad de que él y su familia les han de atender faltando ella.
María muere a los pocos días, en paz, tranquila y alegre. Marcos cumple la promesa hecha a su madre y nuevamente con la ayuda de los médicos, consiguen la forma de llevar a su padre y hermana a vivir con él.
María no recibió ningún tratamiento para luchar contra su enfermedad.
Ustedes, queridos lectores, creen que este es un caso de ficción que me inventé con romanticismo y buena voluntad. Debo decir que poco más o menos es una situación real.
Estaremos movidos a juzgar con dureza y opinar que los médicos han hecho mal al distraer su atención en un tema “secundario”, en lugar de avocarse a tratar de prolongar la vida de María a través de tratamientos agresivos, quimioterapias, radioterapias o tratamientos experimentales.
Nuestra naturaleza, como ya hemos dicho, nos mueve en defensa de la vida, que es nuestro valor fundamental (en una adecuada jerarquía de valores). No obstante, como hemos dicho, María murió en paz cuando tuvo que morir y lo hizo llena de respeto y amor. Murió dignamente.
Los médicos que le atendieron, eran especialistas en medicina paliativa (de los cuales hay muy pocos en nuestro país).
Paliar, significa mitigar y en medicina mitigar los efectos de una enfermedad, incurable, irreversible, progresiva y que se pronostica con menos de seis meses de vida. Es decir, una enfermedad terminal.
Los objetivos de esta especialidad médica son muy concretos: mantener a la persona alimentada e hidratada; limpia y bien atendida en un lugar digno; hacer todos los esfuerzos para eliminar o disminuir el dolor y dar la atención humana y espiritual que el paciente requiere. A este esfuerzo llamamos métodos ordinarios o tratamientos ordinarios.
En nuestra cultura, el médico debe prevenir o curar, en esto se invierte muchísimo dinero. Al enfermo terminal se proporcionan cuidados paliativos, cuando ya se encuentra en franca agonía, habiendo desperdiciado un tiempo invaluable para que la persona llevara una buena calidad de vida.
Es conveniente, que cada uno de nosotros, con mucha madurez hablemos con los más cercanos, dándoles a conocer lo que nos gustaría que se hiciera en caso de ser víctimas de una enfermedad terminal.
Por otro lado, también es valioso saber que, en la Ciudad de México, existe la Ley de Voluntades Anticipadas, que garantiza que, al paciente en estado terminal, que no pueda expresar su voluntad en ese momento, le sea tratado conforme él o ella decidan, a través de un representante legal, específico para ello y que hará valer esa decisión.
El “testamento vital” debe hacerse ante Notario Público y no necesariamente debe renunciar a los cuidados extraordinarios, sino expresar con toda claridad la voluntad del paciente para ser atendido conforme su propia decisión, en caso de enfrentar, se repite, una enfermedad terminal.
Con esta reflexión quedamos, queridos lectores, esperando encontrarnos de nuevo, muy pronto.
MBPP.
La noticia aparece con cierta frecuencia y es recibida con aplausos por parte de algunos políticos y medios de comunicación social. Unos padres podrían transmitir a sus hijos defectos genéticos. Para “ayudarles” a tener un hijo sano, recurren a la fecundación artificial y a la selección de embriones. Los aplausos, sin embargo, ocultan una injusticia profunda que lleva a la discriminación de los embriones enfermos.
¿Cómo ocurre esto? El laboratorio de fecundación artificial pone en marcha un complicado proceso de trabajo para lograr el resultado: un hijo sano. Vamos a fijarnos en seis etapas del mismo.
Primera, inducir la ovulación de la mujer para obtener varios óvulos. Segunda, fecundarlos “in vitro” con el esperma del esposo. Tercera, esperar a que se fecunden. Cuarta, hacer un diagnóstico preimplantatorio para ver cuáles de esos embriones tendrían un ADN sano (es decir, no tendrían el defecto genético rechazado por los padres). Quinta, escoger a algunos de esos embriones sanos para transferirlos al seno materno y esperar a que nazcan.
En estas cinco etapas se incurre en los numerosos riesgos y contradicciones que caracterizan a todas las técnicas de fecundación extracorpórea. Pero existe una “sexta” etapa en este proceso, que consiste en la marginación, el abandono o la destrucción de los embriones enfermos.
En otras palabras, para conseguir un hijo sano se recurre a un proceso técnico en el que el laboratorio, de acuerdo con los padres, se convierte en agente que decide sobre la vida de unos seres humanos (los embriones sanos) y sobre el abandono o la muerte de otros seres humanos (los embriones declarados enfermos o defectuosos). Nace, ciertamente, un hijo sano, pero no nacen aquellos hijos que podrían estar enfermos.
Ante estas noticias, vale la pena recordar que la medicina existe para curar (cuando sea posible) al enfermo, para atenderlo en sus diversos sufrimientos, para prevenir contagios donde sea posible. Pero no será nunca propio de la medicina establecer un dominio arbitrario sobre la vida y la muerte de seres humanos, ni decidir quién merece vivir y quién será condenado a la muerte o al abandono por no poseer un mínimo nivel de “calidad” genética.
El que un hijo empiece a existir con defectos genéticos no da derecho a nadie para despreciarlo, marginarlo, abandonarlo, provocar su muerte. Sea cual sea su ADN, estamos ante un hijo débil, frágil, necesitado de más ayuda por parte de la verdadera medicina.
Por lo tanto, buscar que los hijos nazcan sanos no da permiso para discriminar o eliminar a los hijos enfermos. La medicina auténtica no puede olvidar principios éticos fundamentales para la vida social. Uno de esos principios nos dice que nadie debe ser discriminado por su sexo, por su raza, por su ADN, por sus patologías. Otro principio nos recuerda que toda vida humana merece respeto, protección y asistencia.
Es necesario confirmar que toda discriminación ejercida por cualquier poder sobre personas, pueblos o etnias en virtud de diferencias debidas a reales o presuntos factores genéticos es un atentado contra la misma humanidad. Hay que confirmar con fuerza la misma dignidad de todo ser humano por el hecho mismo de haber llegado a la vida.
Hace falta hacerlo presente, para no quedar cegados ante los aplausos de quienes ven la selección prenatal de seres humanos como una “conquista” médica. Nunca será progreso recurrir a métodos que llevan a seleccionar a los sanos y a marginar y despreciar a los más débiles y enfermos. No es una técnica “salva vidas” la que permite nacer a unos mientras destruye o abandona a otros.
El mundo empieza a ser más justo, más incluyente, más solidario, si sabe acoger al “diverso”, especialmente cuando ese diverso es un hijo débil, genéticamente “imperfecto”, pero no por ello menos digno. Su debilidad no debe convertirse en una sentencia de muerte, sino en un reclamo para recibir mayor asistencia por parte de todos, especialmente de sus propios padres y de los médicos.
Fuente: Fernando Pascual.
Categoría:Bioética
Etiquetas: Bioética, Bioética para todos, Embrionaria, in vitro, Nacer, Sano
Algunos defensores de los animales denuncian la injusticia del “especismo”, una actitud discriminatoria que debería ser superada como habrían quedado superadas, en el pasado, otras graves discriminaciones.
Un autor que hace suya esta denuncia contra el “especismo” es Peter Singer. Singer explica que la humanidad ha logrado eliminar, con gran esfuerzo y después de muchos siglos, actitudes y modos de organizar la vida social basadas en el racismo y en el sexismo. Tocaría ahora, según este autor, superar el “especismo”, una actitud basada sobre una tesis insostenible: creer que entre hombres y animales existen diferencias esenciales, y que el hombre sería siempre superior a todos los animales.
Desde una reflexión sobre el racismo y sobre el sexismo podremos afrontar mejor el tema del especismo.
Racismo y esclavismo
El racismo afirmaba que había razas inferiores y superiores, y que según las razas se podría también concluir que había seres humanos inferiores y superiores.
El racismo establecía, por lo tanto, una radical distinción entre seres humanos. Unos, normalmente los de la propia raza, gozarían del ejercicio de un buen número de derechos. Otros, de razas diferentes, estarían privados de derechos humanos fundamentales. Incluso podrían ser tratados como esclavos, sometidos en todo a sus señores, y vejados a través de diversas formas de violencia.
El trato violento de unos seres humanos sobre otros, en el pasado y el presente, no se ha basado sólo en el racismo. Han existido y existen ideologías que consideran a algunos seres humanos como “superiores” y a otros como “inferiores”. En el esclavismo ocurría esto incluso entre personas de la misma raza: ¿es que no hay quienes esclavizan a niños que tienen el mismo color de la piel de los adultos y que hablan el mismo idioma de sus “señores”?
Algo parecido podemos decir de algunas aplicaciones del marxismo: los líderes revolucionarios y los miembros de la clase proletaria eran tratados como superiores, mientras que los enemigos de la revolución y los burgueses-capitalistas eran tratados como inferiores. Y lo mismo se aplica en algunos sistemas totalitarios: quienes apoyan al dictador de turno se convierten en privilegiados, y los opositores son tratados, en muchas ocasiones, peor que los esclavos en el pasado.
El racismo, conviene siempre tener presente esto, no era ni es la única ideología que establece discriminaciones arbitrarias entre los hombres, sino que existen otros modos de despreciar a unos seres humanos y de sobrevalorar a otros. En ese sentido, algunos análisis sobre el tema suelen resultar bastante incompletos, al limitarse muchas veces a hablar sobre el racismo como fuente de discriminaciones gravemente injustas, y olvidar otros fenómenos de igual o de mayor gravedad. ¿No es también una fuerte discriminación, muy presente en nuestros días, el aborto de miles de hijos porque tales hijos no tienen las características deseadas por sus padres?
Sobre el esclavismo hay que añadir una ulterior reflexión. El esclavismo ha tenido (y tiene, pues no ha desaparecido) muchas formas y muchos matices. Hay esclavismos coyunturales, por ejemplo cuando los vencidos en una guerra se convierten en esclavos de los vencedores. Hay esclavismos raciales: algunos blancos esclavizaban a algunas poblaciones de raza negra, o algunas tribus de una etnia esclavizaban a tribus de otra etnia, aunque fuesen de la misma raza. Hay esclavismos incluso dentro de una misma tribu o nacionalidad, o esclavismos respecto a personas de nacionalidades distintas, aunque pertenezcan a la misma raza. Hay esclavismos en los así llamados países ricos sobre mujeres sometidas por la fuerza a convertirse en prostitutas.
Por eso, nos encontramos ante una simplificación errónea cuando alguien piensa que el racismo y el esclavismo tienen una única modalidad y una única teorización. Creer, por ejemplo, que los hombres de una raza son inferiores y, por lo tanto, deberían ser siempre esclavos o sometidos a otros, es algo que puede haber sido pensado por diversas personas, pero no por todas, ni siempre.
Las ideas racistas y esclavistas, que suponen despreciar a unos y sobrevalorar a otros, tienen orígenes variados, y no constituyen un factor uniforme a la hora de establecer discriminaciones entre los seres humanos.
En el mismo mundo griego, por ejemplo, donde se daban diversas formas de racismo y de esclavismo, Platón realizó una interesante crítica a este fenómeno en alguno de sus escritos. Por ejemplo, en el diálogo titulado Leyes, Platón constataba la existencia de teorías distintas sobre la esclavitud, y pedía que, donde hubiera esclavos, fuesen de lengua distinta de la de sus dueños, y que recibiesen un trato justo (Leyes 777ce). Incluso el texto pide explícitamente que se cometan menos injusticias con los esclavos que con los iguales (los libres), como si se tratase de una especie de discriminación al revés…
En otro diálogo platónico, el Político, los esclavos son presentados como seres humanos sometidos al arte política, al igual que están sometidos los libres (Político 311bc). En otros textos, ciertamente, Platón habla de los esclavos como de hombres privados de muchos derechos, pero nunca dice que los esclavos sean menos hombres que los demás.
Por su parte, Aristóteles consideraba que los esclavos tenían inteligencia y voluntad, si bien no podían “poseerla”, no podían ejercitarla (Política I 13). Esta idea aristotélica muestra un reconocimiento de la igual naturaleza humana entre unos y otros, al mismo tiempo que constataba la existencia de un distinto posicionamiento en la vida social: los libres pueden ejercitar sus derechos (poseen su voluntad), y los esclavos están sometidos en sus derechos a otros.
Que tal sometimiento fuera debido a la “naturaleza” (una idea que expone Aristóteles en Política I 2-4) no debería entenderse como si Aristóteles afirmase la existencia de dos “sub-especies” humanas (los esclavos y los libres), sino desde la constatación de la existencia de características reconocidas que permitían establecer diferencias entre unos y otros, si bien tales características, añade Aristóteles, eran vistas de modo diferente entre los griegos y los “bárbaros”. Para Aristóteles, conviene recordarlo, tanto el esclavo como el libre eran seres humanos.
Las ideas en las que se basaba el sistema esclavista eran tan “débiles” que en algunos pueblos antiguos el esclavo (o alguien en su nombre) podía “comprar” o conseguir la propia libertad, pasar del estado de esclavitud al estado de la libertad (algo que podría valer para esclavos de razas distintas). Si el esclavismo de esos pueblos se basase sobre una distinción “natural” entre unos y otros, el dejar de ser esclavos habría sido algo impensable, cuando en realidad era posible…
Es oportuno añadir aquí el hecho de que los cristianos acogieron con pleno favor a los seres humanos de razas diferentes y de clases sociales muy variadas, inclusive a los esclavos. Todos los seres humanos, ricos o pobres, blancos o negros, hombres o mujeres, esclavos o libres, podían recibir el bautismo y participaban en las mismas ceremonias religiosas.
También es cierto que hubo cristianos que no se opusieron al sistema esclavista, o incluso que tenían sus propios esclavos. Pero el reconocer que los esclavos tenían derecho al bautismo, que podían convertirse en “hermanos” y que había que tratarlos como tales era una clara admisión de su dignidad y de la existencia de una naturaleza humana común, por encima de las diferencias de color, de condición económica o de derechos políticos.
Podemos concluir, por lo tanto, que no existía (ni existe) una única forma de racismo ni una única forma de esclavismo, y que en muchas ocasiones el racismo no se ha basado en la afirmación según la cual entre los seres humanos habría diferencias esenciales entre unos y otros, sino que ha supuesto la igual condición humana de los esclavos y de los libres, aunque luego aplicase un trato distinto para unos y para otros.
Sexismo
Pasemos ahora al tema del “sexismo”. Según Singer, durante siglos se ha considerado a la mujer como un ser inferior. Habría sido tratada de modo discriminatorio, habría sido privada de derechos fundamentales por una ideología según la cual el sexo sería motivo suficiente para declarar quién era “superior” (el varón) y quién era “inferior” (la mujer).
De nuevo, habría que hacer muchas precisaciones sobre el análisis anterior. Ha habido culturas y pueblos donde las mujeres podían participar plenamente en la vida profesional, sea en el campo, sea en otras actividades (textiles, mercantiles, incluso militares), a un nivel en el que se daba cierta “paridad” entre el hombre y la mujer.
En el pasado encontramos historias de mujeres que tuvieron un gran papel en la vida política. Recordemos, entre tantos nombres que podrían mencionarse, a Isabel la Católica en España o a Isabel I en Gran Bretaña.
Entre algunas teorizaciones antiguas que hablan de la mujer como “inferior” respecto del hombre, observamos detalles importantes. Platón, por ejemplo, consideraba a la mujer inferior respecto de su cuerpo; en cambio, en lo que se refiere al alma, a las facultades superiores (inteligencia, voluntad), la mujer sería idéntica al hombre, apta también para las actividades políticas y militares.
Esta idea platónica está construida sobre un punto clave: el reconocimiento del alma espiritual, respecto de la cual se da una igual dignidad entre hombres y mujeres. Al revés, si se niega la espiritualidad del alma humana, es casi imposible no caer en posiciones como las de Peter Singer (que no reconoce ninguna dignidad especial en el ser humano) y como las de numerosos ideólogos defensores de la opresión de los fuertes sobre los débiles.
Aristóteles, por su parte, hablaba de la mujer de forma semejante a como hablaba de los esclavos: la mujer tendría “razón” (facultades espirituales) pero no la “poseería”; en otras palabras, aunque se reconocía su condición humana (al tener racionalidad), la mujer estaría sometida en parte al hombre en el ejercicio de su racionalidad y libertad.
No se trata, por tanto, de una diferencia esencial (respecto a su alma) entre hombres y mujeres, sino de una diferencia basada en datos biológicos o sociológicos. Si miramos a lo específico del ser humano, a su racionalidad y a su espiritualidad, hombres y mujeres gozarían de la misma dignidad.
En el cristianismo es patente el reconocimiento de la igual dignidad entre el hombre y la mujer. Los dos tenían el mismo origen, creados directamente por Dios. Los dos estarían destinados a la vida eterna. Los dos estarían capacitados para hacer un acto libre de fe y recibir el bautismo que los convierte en hijos de Dios.
Por lo tanto, afirmar que el pasado el “sexismo” defendió una diferencia “esencial” entre el hombre y la mujer es no sólo inexacto, sino que en muchas ocasiones es completamente falso, sobre todo cuando miramos a lo propio del ser humano, su espiritualidad.
Especismo
La idea presente en algunos animalistas según la cual el mundo moderno habría superado el racismo y el sexismo, pero todavía no habría superado el “especismo”, es inexacta y errónea. Porque hay que hacer muchas aclaraciones sobre el “racismo” y sobre el “sexismo” en el pasado y el presente, como acabamos de ver; y porque la noción de especismo es equívoca, como queremos mostrar ahora.
¿Qué se entiende por especismo? La palabra fue divulgada por un psicólogo de Oxford, Richard Ryder, conocido como defensor del movimiento animalista. Ryder definió especismo (en inglés “speciesism”) como la discriminación o abuso, por parte de los seres humanos, de algunas especies animales en base a la idea de que existiría una superioridad humana respecto de los animales.
En otras palabras, el especismo admitiría la existencia de una superioridad humana y basaría sobre la misma un comportamiento discriminatorio respecto de los animales (todos o algunos, también respecto de aquellos animales capaces de experimentar dolor).
En realidad, entre los seres vivos es algo común y generalizado considerar a los miembros de la propia especie como más afines a uno mismo, con una actitud que algunos califican como “discriminatoria”, y a los miembros de otras especies como lejanos según diversos grados.
Por ejemplo, los animales carnívoros actúan de modo particularmente agresivo respecto de muchos otros animales y no toman ninguna precaución o “respeto” hacia cientos de las plantas pisoteadas en sus correrías por las praderas. Los herbívoros, por su parte, tratan con un respeto casi “nulo” a muchas plantas y a aquellos animales pequeños que sucumben aplastados por falta de atención de los herbívoros más grandes.
Que el hombre muestre una especial afinidad hacia otros seres humanos y les ofrezca (por desgracia, no siempre) un trato privilegiado es algo normal en el mundo de los vivientes, y no puede ser considerado un comportamiento antinatural.
Pero si además reconocemos, como hemos visto, que el hombre tiene unas facultades particulares, inteligencia y voluntad; si vemos que tales facultades nos llevan a demostrar que es un ser espiritual y, por lo tanto, digno; entonces no podemos no considerarlo como esencialmente diferente de los animales, lo cual conlleva un sinfín de consecuencias que sería injusto ver como “especistas” o discriminatorias.
Sólo existe discriminación allí donde es tratado como diferente lo que es igual en dignidad. Los seres humanos, todos, gozan de la misma dignidad, mientras que los animales no tienen ni pueden tener la misma dignidad que los seres humanos, porque no están dotados de espiritualidad.
Podemos, por lo tanto, concluir que no es apropiado hablar de especismo a la hora de juzgar el modo según el cual los hombres se comportan respecto de los animales y de las plantas. Ciertamente, ello no es motivo para que el ser humano pueda abusar de modo totalmente egoísta, o con actitudes que podríamos calificar como crueles, de los muchos seres vivos que comparten nuestro planeta. Pero condenar abusos no es lo mismo que hablar de especismo, porque tal noción es errónea y sin apoyo en la realidad.
Mientras algunos animalistas usan un término incorrecto y dedican ingentes esfuerzos para “mejorar” el trato que los seres humanos otorgan a algunos animales, millones de hombres y mujeres, niños o adultos, nacidos o sin nacer, son despreciados en su vida y en su salud, en sus derechos fundamentales y en su vocación profunda al amor.
La urgencia del mundo moderno no consiste en encontrar maneras para mejorar el trato de los animales, sino en trabajar para que todo hombre y mujer sea respetado y tratado según su dignidad intrínseca.
Por eso vale la pena invertir lo mejor de nuestras energías para proteger y tutelar la vida de los hombres y mujeres, de los no nacidos y de los ancianos, de los pobres y de los enfermos. Vale la pena evitar cualquier discriminación injusta basada en el color de la piel, en el tamaño, en las condiciones sociales, en las nacionalidades, en las creencias religiosas. Vale la pena, sobre todo, evidenciar por qué el hombre es un ser digno de respeto y esencialmente diferente de los animales, merecedor de nuestros mejores esfuerzos en favor de la realización de un mundo más justo y más solidario.
Fuente: Fernando Pascual.
Uno de los principales campos de trabajo de la bioética (no el único) es el de la medicina.
Al hablar de medicina a algunos nos viene a la mente diversas imágenes: el médico de familia (donde todavía exista), el cirujano, el dentista, el pediatra, el farmacéutico. Recordamos a aquel doctor que nos libró de la bronquitis, o al que nos operó de un cáncer de piel, o al que nos aconsejó una alimentación más equilibrada.
Todos, más o menos, tenemos nuestra pequeña historia médica, y agradecemos a tantos alumnos de Hipócrates (o de las modernas escuelas) sus atenciones y sus aciertos. También, alguna vez, les perdonamos sus errores, si fueron sin culpa y con la mejor voluntad del mundo…
Al hacer este recuerdo agradecido podemos caer en un error: creer que el protagonista de la medicina es el médico. La verdad es un poco más complicada, pues el médico es sólo un “servidor”, una persona que pone toda su ciencia y su buena voluntad (esperamos) para que el enfermo se cure o, al menos, esté muy bien atendido.
En otras palabras, el verdadero protagonista de la medicina es el enfermo con su enfermedad. Esto no significa que el médico sea una especie de esclavo que hace todo lo que pida su paciente, sobre todo cuando éste exige algo injusto o contra las reglas de la ética. El protagonismo y la libertad del paciente terminan allí donde también el médico tiene que respetar unas reglas éticas que valen para todo ser humano.
La medicina es un actuar de un hombre libre sobre otro hombre libre. Por lo mismo, necesita una ética propia, se desarrolla según principios de comportamiento. Esta ética es recogida, normalmente, en documentos que reciben el nombre de “códigos deontológicos” (o códigos éticos).
Existen códigos de deontología médica que sirven para un país, y otros que tienen un valor internacional. Podemos ver, por ejemplo, algunas partes de un código reciente:
“* La Medicina es una profesión al servicio del ser humano y de la salud pública, debiendo ser ejercida en el respeto de la vida y de la persona, sin discriminación de ninguna naturaleza.
* El médico debe prestar su concurso a la acción llevada a cabo por las autoridades competentes en vista de proteger la salud y el medio ambiente.
* El médico debe ejercer la Medicina con diligencia, honra y dignidad.
* El médico, al encontrarse en presencia de un enfermo o de un herido en peligro, debe prestarle su asistencia asegurándose que reciba los cuidados de que disponga en el lugar y en el momento.
* El médico debe tratar con la misma conciencia a todos sus enfermos, cualesquiera que sea su condición, su nacionalidad, su credo religioso, su reputación o cualquier sentimiento que le inspire”.
Desde luego, el hecho de que exista un “Código deontológico” no garantiza automáticamente que el médico actúe siempre bien.
En primer lugar, porque algunos códigos han recogido normas injustas. Así, pudimos leer en un código médico, hace no mucho tiempo, que se prohibía al médico atentar contra cualquier vida humana y, en seguida, se apostillaba, “menos en los casos de aborto legal”. Quien elaboró este código parece suponer que el hecho de que se legalice el aborto otorga un permiso para matar a seres humanos indefensos…
En segundo lugar, porque siempre existe el peligro de actuar en contra del código, de engañar a la sociedad o a los enfermos. Sabemos que las leyes nos ayudan a ser buenos ciudadanos, pero no impiden que haya ladrones. Pasa algo parecido en medicina: algunos médicos han recibido una educación excelente, pero no dejan de ser hombres y tienen el peligro de abusar de su saber en contra de los enfermos o de la sociedad.
Por ello, en muchos hospitales se han constituidos comités éticos que ayuden a tomar decisiones justas y a evitar abusos cuya gravedad es mayor cuando las “víctimas” son enfermos que pueden hacer muy poco para defenderse a sí mismos (como ocurre especialmente en los casos del aborto y de la atención a los enfermos terminales). De todos modos, los “comités éticos” también están formados por hombres, y pueden tomar decisiones equivocadas o incluso inmorales…
Hasta ahora hemos hablado, sobre todo, del médico. Pero la ética también toca al enfermo. El enfermo es cada vez más protagonista de su tratamiento, pues se le pide su opinión e, incluso, su permiso, antes de aplicar un método u otro.
A pesar de este protagonismo reconocido, es necesario recordar que el enfermo siempre se encuentra en una doble condición de inferioridad.
Primero, porque es enfermo, y su enfermedad puede dañar en mayor o menor medida su modo de ver las cosas.
Segundo, porque normalmente el enfermo no sabe lo que objetivamente sea mejor para él. Puede saberlo el médico, aunque también puede equivocarse. Incluso si el enfermo es médico, no será un buen juez en su propia causa, pues la angustia de prever una serie de dolores más o menos seguros pueden oscurecer su mente hasta el punto de no aceptar caminos de solución que le presenten los colegas que quieren ayudarle.
Por lo anterior, todo lo que hagamos para defender al enfermo es poco: merece, por parte del médico y de la sociedad, la máxima protección en sus derechos y en su necesidad de ayuda corporal y espiritual.
Medicina y ética necesitan, por lo tanto, vivir íntimamente unidas. Si hemos inventado el término “bioética” es precisamente para dar mayor realce a esta verdad.
Desde la bioética pedimos a los médicos que sean buenos científicos, pero, sobre todo, que sean, simplemente, humanos y honestos. Quizá eso valdrá más que los muchos títulos en las paredes de sus despachos, aunque también su misma honestidad llevará a los médicos a capacitarse continuamente, para el bien de todos aquellos enfermos que se pongan, confiadamente, en sus manos.
Fuente: Fernando Pascual
Recuerdo vívidamente la tristeza y frustración de mi hija, al comentarnos aquella primera vez en que fue testigo de la muerte de un paciente en el hospital en el que realizaba sus primeras prácticas de medicina. No podía comprender como médicos y enfermeras detuvieron todo esfuerzo por reanimar a la persona.
La medicina es para curar y los médicos para defender la vida, pero ¿Hasta dónde es bueno, llevar este esfuerzo?
Nos aferramos naturalmente a la vida, es el medio para trascender y procurar la felicidad. Amamos la vida como el mayor de los dones, pero la muerte, es tan natural como la vida. Llegará inexorablemente a cada uno de nosotros, cuando así deba ser. Es un gran misterio, pero misterio que hay que aceptar con toda humildad.
Es por ello, que la Bioética procura una atención especial a los tratamientos médicos que se practican, sobre todo en personas que sufren de enfermedades crónicas o terminales.
Siempre será el primer criterio, pensar en la persona y no en la enfermedad. Hay circunstancias en que será más valioso procurar la mejor calidad de vida, mientras esta se conserva, que luchar por prolongarla.
De lo contrario, sin juicio de la intención que motive a médicos o familiares, se cae en el gran riesgo de prolongar inútilmente la vida a costa de un mayor sufrimiento del paciente enfermo a través de la aplicación de tratamientos excesivos, experimentales o artificiales (tratamientos extraordinarios). A esto llamamos, ensañamiento terapéutico.
¿Cómo juzgar, si un esfuerzo terapéutico es excesivo o no?, es complicado. No hay recetas y depende estrictamente de cada caso, no obstante, será necesario considerar:
A). La condición de edad y salud del paciente. Si se trata de un enfermo crónico (enfermedad incurable, progresiva e irreversible) o terminal (las mismas condiciones del enfermo crónico, agravadas por un pronóstico de vida menor a seis meses).
B). El beneficio que el paciente ha de obtener, equiparado a las molestias y reacciones colaterales que ha de sufrir con el tratamiento.
C). La disposición del paciente para recibir el tratamiento (sin que esto suponga acceder a un deseo de muerte).
Si bien estos criterios son de carácter bioético, la legislación mexicana las observa, especialmente en la NOM-011-SSA3-2014, Criterios para la atención de enfermos en situación terminal a través de cuidados paliativos.
Cabe aclarar, que debido al temor de caer en el ensañamiento (obstinación) terapéutico, algunos países han legislado sobre el derecho de las personas para decidir de manera anticipada sí su voluntad es recibir o no tratamientos extraordinarios (especialmente resucitación y conexión a ventiladores). Es ya el caso de la Ciudad de México, que cuenta con la Ley de Voluntades Anticipadas, que en la actualidad es demasiado ambigua, no obstante, esto lo trataremos de manera más profunda en un artículo posterior.
MBPP.
Vivimos en un mundo donde algunos aplican dos pesos y dos medidas. Por ejemplo, cuando se da más importancia a los huevos de águila que a los embriones humanos.
Constatamos, en efecto, la existencia de países en los que los embriones humanos pueden ser abortados si no han cumplido un número de semanas fijados por la ley. Porque, según se dice, todavía no están desarrollados, no son “personas” ni merecen protección legal.
Al mismo tiempo, esos mismos países aprueban normativas que prohíben la destrucción de los huevos fecundados de águila, ni siquiera cuando el desarrollo embrionario de esos huevos apenas está en sus inicios.
Es obvio que resultaría ridículo aprobar una ley para proteger aves en peligro de extinción que tuviese una formulación como la siguiente: “Serán multadas aquellas personas que destruyan huevos fecundados de águilas que tengan más de 10 días de incubación. Cuando sea destruido un huevo fecundado que tenga menos de 10 días de incubación el acto no adquiere responsabilidad penal”.
Los amigos de las águilas y los ecologistas dirían que esa ley es absurda. Y tendrían toda la razón. Para proteger la reproducción de un ave se requiere aprobar normas que garanticen al máximo la integridad de todos sus huevos fecundados.
Establecer una línea divisoria entre huevos protegidos y huevos no protegidos llevaría a permitir que los enemigos de las aves pudiesen destruir cientos de huevos “prematuros” o de pocos días sin ser castigados por ello, lo cual implicaría gravísimas consecuencias para la supervivencia de la especie que se desea proteger.
Pero no nos damos cuenta de que es mucho más grave el absurdo de aquellas “leyes de plazos” que permiten el aborto de los embriones humanos cuando son muy pequeños, y luego protegen a los embriones cuando están más crecidos. ¿Es que es menos importante un hijo que una cría de águila?
Frente al absurdo de situaciones como las que ya se dan en algunos países que se consideran “progresistas”, “democráticos”, y promotores de los derechos de la mujer, hay que abrir los ojos y despertar las conciencias: nadie, por ningún motivo, debería tratar a otro ser humano como un objeto que pueda ser destruido a placer, y nunca, por ningún motivo, deberíamos aceptar que un animal cuente con más protección legal que un hijo.
Garantizar la oportunidad de nacer a todos los hijos, ayudar a sus madres, promover y aprobar leyes auténticamente justas, es una urgencia mayor que la que algunos sienten por rescatar los huevos de algunas aves consideradas muy valiosas. Porque la vida de un niño siempre será más importante que la vida de un águila, y porque si queremos salvar las aves de nuestro planeta es para que puedan disfrutar de su presencia, algún día, hijos que han sido respetados y amados en su dignidad maravillosa y en sus derechos fundamentales.
Fuente: Fernando Pascual.
Las discusiones sobre el aborto no llevarán a ninguna parte si no tenemos ante nuestros ojos el motivo más profundo que lleva a una madre a abortar a su hijo.
¿Cuál es ese motivo? Ver al propio hijo como un obstáculo para los propios proyectos y planes personales, como alguien que no encaja en el momento en el que atraviesa la mujer.
A veces el hijo no es querido porque llega en un momento inesperado, o porque la familia tiene problemas económicos, o porque el matrimonio atraviesa una etapa de fuertes tensiones, o porque el hijo es el resultado de una infidelidad, o porque el embarazo puede llevar a un despido en el trabajo, o porque tiene “defectos” o características no deseadas.
La lista puede ser larga, pero en ella brilla siempre la misma idea de fondo: la madre no desea asumirlo, no desea amarlo, no desea que entre en la propia vida.
Otras veces, por desgracia muchas, una mujer aborta por presiones. En ese caso, son otros los que rechazan al hijo porque no les interesa, no les gusta, no lo aman, no quieren asumir sus propias responsabilidades, no creen que llegue en un “momento adecuado”. Pero si la mujer ama al hijo, si está abierta a la vida y al amor, sabrá buscar ayuda y fuerzas en Dios y en corazones buenos para que su hijo se salve de una muerte injusta.
La perspectiva opuesta, la que lleva a recibir la noticia de un embarazo con alegría y esperanza, tiene también un motivo muy sencillo. El hijo merece ser acogido, ayudado, defendido, amado, simplemente porque vale por sí mismo, y porque el mejor modo de vivir como madre (y como padre: todo embarazo involucra también a un padre) consiste en abrirse generosamente a la vida de los más indefensos, los más pobres, los más necesitados, los más pequeños: los hijos antes de nacer.
Ahí está el mejor antídoto contra el aborto: el amor verdadero, que es generoso, abierto, disponible, fecundo.
Causa una alegría muy honda conocer y tratar a familias abiertas a los hijos que llegan, sean sanos o enfermos, sean varones o mujeres, vengan muy seguidos o muy distanciados, sean pocos o muchos. En esas familias se percibe una actitud maravillosa, bella, de generosidad, de espíritu de sacrificio, de amor. El centro de la propia existencia no son los planes personales, sino lo que la marcha misma de la vida, llevada con responsabilidad, con cariño, y con alegría, va indicando.
Muchas veces esa marcha de la vida pide apretar los espacios del hogar, reducir las posibilidades económicas, incluso (en un mundo sumamente injusto) perder el puesto de trabajo. Pase lo que pase, ocurra lo que ocurra, digan lo que digan, la apertura del amor hace posible ese milagro maravilloso que consiste en el sí a la vida del hijo, en un gesto de amor que da sentido al mundo y que ha precedido y acompañado el nacimiento de millones de seres humanos.
El aborto será derrotado definitivamente cuando rompamos la mentalidad egoísta que sólo acoge al hijo cuando cumple unos requisitos y cuando llega según unos planes muy estrechos, fuera de los cuales la supresión de una vida se convierte en el naufragio completo de la vocación humana al amor. Lo cual es lo mismo que decir que el aborto será vencido cuando fomentemos una actitud íntima y radical de apertura y de entrega a los demás.
La falta de amor lleva a la muerte. La plenitud de amor ha permitido, permite y permitirá el nacimiento de millones de seres humanos de un modo maravilloso, fecundo y bueno: desde padres enamorados, generosos, con los brazos siempre abiertos a la llegada de todos y de cada uno de sus hijos.
Fuente: Fernando Pascual
Principio y final de la vida, temas trascendentales para la persona humana que le interesan a cada uno de nosotros. Todos hemos llegado al mundo y algún día tendremos, inexorablemente que irnos. Es por ello que la Bioética, debe considerarlos fundamentales.
El conocimiento de la anatomía y fisiología del cuerpo humano, que permanentemente descubre alguna maravilla más de nuestros cuerpos permite también el que tengamos una idea más clara de cuando nos vamos.
Antaño, el paro cardiorrespiratorio, era indicio innegable de nuestra partida. Aun y cuando, desde el siglo XVI se hablaba de la “insuflación artificial”, no fue sino hasta 1960, cuando formalmente se reconocen e implementan los procedimientos de Reanimación Cardiopulmonar (RCP), que han permitido desde entonces, salvar muchas vidas.
Entonces, ¿Cuándo sobreviene la muerte? No deja de ser aun un gran misterio.
Actualmente, se considera que la muerte sobreviene cuando el cerebro, el cerebelo y el tallo cerebral han perdido sus funciones. Es el tallo cerebral el que controla las funciones vitales. La circulación de la sangre por acción del corazón y el trabajo pulmonar, dependen de ello. Esto se considera “muerte encefálica”, irreversible del todo.
Sin embargo, es importante distinguir que no siempre que hay un daño cerebral, hay muerte encefálica. El cerebro humano puede perder algunas de sus funciones, incluso a un grado muy profundo, sin que esto suponga la muerte.
Puede ocurrir, por ejemplo, que un paciente presente en un estudio de encefalograma, actividad casi nula, lo que llaman los médicos un “encefalograma en línea”. Esto representa que la corteza cerebral (la parte más superficial del cerebro y que es responsable de las funciones complejas) está dañada, pero no que la persona esté muerta; incluso si los reflejos (reacción de las pupilas) no responden, tampoco representan la muerte.
Nuestra legislación previene con claridad, que, para declarar la muerte clínica de una persona, deberán presentarse al menos dos encefalogramas en línea, falta de reflejos y la imposibilidad de respirar de manera autónoma.
Si bien el cadáver de una persona, siempre debe ser respetado, es una responsabilidad de familiares, equipos médicos y de apoyo sanitario reconocer, que mientras que la muerte clínica no sea declarada, que mientras hay vida, nos encontramos frente a una persona, que por incapacitada que esté, merece todo el respeto a su dignidad.
Quede hasta aquí la reflexión querido lector y hemos de continuar con este tema en los próximos artículos.
MBPP.
La ley de la oferta y de la demanda se aplica también en el mundo de la droga. Quizá incluso de una forma más intensa, más dramática, más profunda.
La economía funciona, en buena parte, porque unos desean algo y otros ofrecen ese algo. Lo vemos, por ejemplo, respecto de la comida y de la ropa, de la vivienda y de los electrodomésticos, de los libros y de los coches.
Lo vemos, en muchos lugares del mundo, también respecto de la droga: miles de jóvenes, y también de adultos, desean consumir droga. Y cientos de personas la producen, la comercializan, la venden. Demanda y oferta conviven y se apoyan mutuamente.
La prohibición de la droga puede ayudar, a veces mucho, a controlar gravísimos daños que nacen del hecho de consumirla. Pero no basta: necesita ser acompañada por un proyecto mucho más serio y más eficaz: reducir la demanda.
Para ello, hace falta promover todo un sistema social y educativo en el que el centro de la propia vida no sea el placer, ni lo novedoso, ni lo más excitante, sino principios y virtudes auténticas: la solidaridad, la justicia, el servicio, la abnegación, la austeridad, la firmeza de carácter.
Donde faltan sanos principios educativos, donde se vive bajo la tiranía de los placeres y de los caprichos, será inevitable que exista una demanda fuerte, constante, de droga. Esa demanda inicia cuando la carencia de principios éticos y de voluntades firmes lleva a los jóvenes o adultos a “probar” la droga. Esa demanda aumenta hasta límites insospechados por culpa de los efectos psicológicos y morales que las drogas dejan en quienes las consumen, en la esclavización radical con la que destruyen a miles y miles de personas.
Por eso, la lucha contra la droga debe contar no sólo con policías y jueces honestos, sino con padres de familia, educadores, maestros, líderes políticos, pensadores, periodistas, que emprendan una batalla decidida en favor de aquellos valores y principios que aparten a los jóvenes de ese ambiente de vacío espiritual que tanto ha ayudado a difundir la drogadicción.
El mundo necesita ese esfuerzo educativo. Porque queremos el bien de todos, porque buscamos eliminar los males de la droga, y porque sabemos que un hombre y una mujer bien formados, con principios honestos y una disciplina vivida desde convicciones interiores, pueden hacer cosas grandes. Sabrán despreciar la droga, pero sobre todo sabrán comprometer la propia existencia en buenos proyectos, esos que hacen al mundo un poco más justo.
Fuente: Fernando Pascual
Una manifestación de cientos o miles de personas no refleja la mentalidad de un pueblo. Pero puede ser una señal indicativa de los valores aceptados por algunos (o por muchos) miembros de la sociedad.
Ocurre, en algunos lugares del planeta, que se concentran centenares de personas para protestar contra las corridas de toros o contra el modo de tratar a los animales en algunas granjas.
En esos mismos lugares, y a veces cerca de donde pasa la manifestación antitaurina, hay edificios en los que se practica el aborto de embriones y fetos humanos. Frente a esos edificios son escasas, y a veces están prohibidas, las manifestaciones de los grupos pro vida que buscan salvar a seres humanos muy pequeños y desprotegidos.
Como quedó dicho al inicio, la presencia de gente en la calle no refleja la mentalidad de un pueblo. La vistosidad de una manifestación en favor de los animales no es sinónimo de que, para la mayoría, sea más importante la vida de un animal que la vida de los seres humanos.
Pero surge la pregunta: ¿no merecerían los embriones humanos un esfuerzo constante y eficaz por parte de todos los defensores de la justicia para que no se llegue nunca a la opción de abortar a un hijo? ¿No falta una auténtica movilización de las conciencias para contrarrestar la muerte de tantos miles y miles de seres humanos por culpa del aborto?
Para tranquilidad de quienes defienden de modo correcto lo que merecen los animales, el esfuerzo en favor de los embriones humanos no implica despreocuparnos de las palizas que puedan sufrir los perros callejeros, ni tampoco desinteresarnos ante algunos sistemas de explotación excesiva en los que viven animales en las “granjas industriales”.
Pero a la hora de actuar, hace falta descubrir, desde una simple reflexión sobre la dignidad humana, que primero están los seres humanos, y luego los animales. No sólo porque también los seres humanos son “animales” dignos de respeto (aunque, por desgracia, hay quien prefiere estar entre gatos que entre hombres), sino porque en cada hombre y en cada mujer se esconde un tesoro de riquezas y de posibilidades por su apertura al conocimiento y su capacidad de amar.
Una de las urgencias de nuestro mundo consiste en tutelar la vida de los embriones humanos. No es justo ningún pueblo que permite cercenar en sus inicios la existencia de miles de hijos. La vida de esos seres humanos en pequeño merece ser tutelada, acogida, ayudada. Así algún día también ellos podrán tender su mano a otros seres humanos, y aprenderán que el respeto a la vida implica un trato adecuado (aunque nunca igual al que se ofrece a los hombres y mujeres que conviven con nosotros) a los animales que embellecen nuestras ciudades y nuestros campos.
Fuente: Fernando Pascual.