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Droga para uso personal: ¿despenalizarla?
Droga para uso personal: ¿despenalizarla?

¿Cómo afrontar el hecho de que muchas personas tengan consigo droga para uso personal? El Estado, ¿tiene la obligación de castigar a quienes poseen pequeñas cantidades de droga? ¿No debería más bien perseguir solo a los traficantes y dejar tranquilos a los consumidores particulares, muchos de ellos víctimas de la drogadicción?

La pregunta se repite en diversos contextos y exige una respuesta, pues según la misma los legisladores y los gobiernos, la policía y los jueces, podrán actuar de modo tempestivo y con la eficacia que se espera para el bien de las personas y de toda la sociedad.

Es oportuno evidenciar que la “droga en el bolsillo” no se reduce a la problemática que pueda tener el consumidor (ocasional o habitual, en sus momentos iniciales o ya sumergido en la dependencia), sino que involucra de modo más o menos directo a otras personas: al productor de droga, al traficante, a los que la venden como “mayoristas” o como minoristas, a los familiares del “consumidor”, a las estructuras sanitarias (que atienden a cientos, incluso miles, de adictos), a los educadores y amigos, a los compañeros de trabajo, etc.

Además, el tema “droga” toca muchas dimensiones, físicas, psíquicas, espirituales, familiares, escolares, sociales, culturales, económicas, políticas, etc. Por lo mismo, hablar sobre el consumo personal de drogas en su dimensión legal, dejando de lado los demás contextos, es siempre algo insuficiente y parcial, aunque resulta útil centrarse en el mismo para analizarlo en profundidad. En ocasiones será posible aludir a otras dimensiones del fenómeno, pero por motivos de brevedad concentraremos la atención en la relevancia jurídica que nace del hecho de tener droga para uso personal.

Partimos de una reflexión a la que se recurre al tocar esta temática. Sabemos que no todo lo éticamente incorrecto debería convertirse en algo punible por la ley. Al mismo tiempo, todo lo que sea o pueda llegar a ser peligroso para terceras personas, y en algunos casos también para uno mismo, es no solo éticamente incorrecto, sino también algo que va contra la justicia y el orden social, por lo que las autoridades tienen la obligación de intervenir para impedir daños y para castigar a quienes promueven o ejecutan actuaciones de ese tipo.

Expliquemos más a fondo esta idea. Existen miles de comportamientos erróneos e inmorales sobre los que el Estado no tiene que intervenir. Por ejemplo, si uno es egoísta y en casa escoge siempre la fruta más sabrosa y deja la peor a los demás, si no ayuda en las tareas familiares porque prefiere “navegar” en internet, si no hace los deberes universitarios, si grita al vecino porque tiene un perro que ladra mucho…

Esas y otras muchas situaciones parecidas tienen un peso social reducido, no dañan la justicia de modo relevante. Sería absurdo proponer intervenciones policiales y juicios en los tribunales (de por sí ya saturados, en muchos países, por todo tipo de querellas) para eliminar ese tipo de comportamientos. Nadie irá a un juzgado porque no visitó a un amigo enfermo, aunque éticamente es bueno no dejar solos a quienes necesitan más ayuda. Pedir que el Estado intervenga en comportamientos de este estilo llevaría, además, a una inflación del poder público que llegaría a asfixiar casi por completo la legítima libertad de las personas y de los grupos sociales.

Otros comportamientos, en cambio, implican daños sociales de importancia, hieren derechos de otras personas, promueven el desorden, alimentan la delincuencia, socavan los cimientos en los que se construye la sociedad. Ante los mismos el Estado tiene la obligación de intervenir con leyes concretas y con acciones “represivas”, en orden a impedir tales comportamientos y a castigar a quienes los ejecuten.

Apliquemos lo anterior a un tema concreto: la posesión de armas de fuego. ¿Es lícito adquirirlas libremente, conservarlas en el propio hogar, o incluso llevarlas consigo en la calle, en el trabajo, en lugares públicos?

En Estados Unidos, con ciertos límites, se ha dado una respuesta más bien afirmativa a algunas de estas preguntas. Los resultados, sin embargo, no son muy halagüeños. En otros lugares, la respuesta ha sido claramente negativa en la mayoría de los casos, para evitar situaciones de peligro. Los Estados “prohibicionistas” tienen que combatir, desde luego, la posibilidad de un tráfico ilegal de armas, que se concreta allí donde exista una mayor “demanda” de posesión de tales armas.

Añadimos, porque es algo que algunos olvidan y que aplicaremos al tema de la droga, que el simple hecho de legalizar la posesión de ciertas armas de fuego no elimina el tráfico y la venta ilegales de las mismas. Existen muchos productos legalizados (un caso clásico es el del tabaco) sobre los que existe todo un mundo sumamente rentable de ventas clandestinas.

El criterio de fondo en este tipo de intervenciones legislativas y jurídicas es el siguiente: el Estado no puede permitir que los individuos, amparados en presuntos derechos personales, tengan pertenencias o realicen comportamientos (inclusive a través del simple uso de la palabra: es delito en muchos lugares la apología del terrorismo o del racismo) que implican peligros potenciales o daños concretos a la salud, a la vida, a la fama y a otros derechos fundamentales de algunos seres humanos. Por lo mismo, allí donde un comportamiento o un objeto particular signifique un primer paso para el desorden social, para el daño (de relevancia) de otros (a veces, también, de un mismo), es plenamente lícito, incluso es un deber ineludible, intervenir de modo represivo, sea evitando las situaciones de peligro, sea castigando a quienes violan las leyes (en el caso de las armas, a través de la tenencia, producción y comercio de armas ilícitas).

Con la reflexión que acabamos de ofrecer podemos afrontar ahora el tema de la droga, y volvemos a las preguntas iniciales. ¿Es lícito que el Estado establezca leyes prohibitivas y penalice el hecho de poseer droga para uso personal? ¿No sería mejor que las leyes permitiesen a las personas particulares llevar consigo “cantidades mínimas” de drogas (estupefacientes, psicotrópicos, etc.) para uso y consumo personal?

Para agilizar el desarrollo de las reflexiones, hablaré de “droga personal” para referirme a cantidades de droga en posesión de una persona que se supone sirven solo para el propio uso y consumo.

El camino hacia la respuesta supone una reflexión atenta sobre la posible peligrosidad social del consumo de drogas. Ha quedado claro que el Estado no interviene (no debería intervenir) en aquellas situaciones éticamente reprobables que no tengan relevancia social. ¿Es tan peligrosa la “droga personal” como para justificar una intervención “represiva” contra la misma?

Es oportuno poner ante nuestros ojos los distintos niveles del problema droga. Uno de ellos sería el nivel fisiológico: analizar los componentes de las diversas drogas y sus efectos en el organismo humano. Otro sería el nivel psicológico: estudiar los efectos de las drogas en el desarrollo o “involución” de la personalidad de quienes las consumen, especialmente cuando provocan dependencia psicológica (que puede o no estar acompañada de dependencia fisiológica). Otro sería el nivel social: evidenciar en qué sentido el consumo de drogas modifica las relaciones con los demás, enrarece las relaciones familiares y de otro tipo, llevando a situaciones de enorme daño para las distintas personas que están más o menos cerca de quien vive esclavo del mundo de la droga.

El nivel social incluye también la actividad económica que permite la adquisición de la “droga personal”, actividad que, en cuanto demanda, despierta en algunas personas interesadas y hábiles el deseo de corresponder a esa demanda con la “oferta” de drogas, obtenidas por caminos, en muchos países, ilegales, con lo que implica de fomento de la criminalidad organizada (narcotraficantes, grupos terroristas financiados a través de la droga, mafias de diverso tipo, etc.). Además, el consumidor de drogas, sobre todo si se encuentra en una fase de dependencia aguda (estado de drogadicción) puede incurrir en delitos más o menos graves para conseguir el dinero que necesita para seguir comprando drogas.

Distinguir los niveles ayuda, ciertamente, a clarificar las reflexiones y a discutir de modo ordenado. Pero en el ser humano esos niveles se dan relacionados: lo que ocurre en la propia sangre o en las neuronas lleva consigo consecuencias psicológicas y comportamentales, que repercuten en la vida social, etc. Al revés, una situación de tensión familiar o de desazón psicológica puede preparar a una persona a introducirse en el mundo de la droga o del abuso de bebidas alcohólicas, provocando así reacciones en cadena que pueden agravar y empeorar la situación.

Fijémonos ahora en el nivel fisiológico. Sabemos que un alimento normal, tomado en cantidades excesivas o según la situación particular en la que se encuentre una persona concreta, puede convertirse en fuente de enfermedades o incluso provocar la muerte. El diabético, por ejemplo, es consciente de que no debe tomar azúcar u otros alimentos. ¿Son las drogas sustancias que pueden ser vistas como alimentos o sustancias “normales” para la gente en general, y solo peligrosas para algunas personas concretas?

No es fácil responder ante la gran variedad de drogas que existen y las que puedan aparecer en el futuro. Sintéticamente podemos dar una respuesta negativa: las drogas provocan importantes alteraciones en el organismo, daños a corto o a largo plazo en el cerebro, estados de alteración más o menos graves en el comportamiento. Conllevan, además, el peligro de inducir a una creciente dependencia o al paso de drogas “menos peligrosas” a drogas más peligrosas. Añadimos aquí que la distinción entre “drogas blandas” y “drogas duras” ha sido puesta en discusión y se prefiere más bien clasificar las drogas según los efectos farmacológicos y psicológicos que cada sustancia produce en el organismo humano.

Por lo que respecta a las alteraciones psicológicas y comportamentales que produce la droga, vemos cómo en muchos casos son asimilables a las que produce el exceso de alcohol. Si reconocemos que el abuso de bebidas alcohólicas ya está ampliamente penalizado en muchos lugares del mundo precisamente por la peligrosidad social que se genera a causa de las borracheras, entonces es fácil concluir que la “droga personal”, en cuanto sustancia peligrosa, exige una intervención penal en vistas a apartar a las personas de su consumo y a evitar los daños sociales que se siguen del mismo.

Desde luego, la penalización del consumo de droga implica automáticamente la prohibición de su venta, de su comercialización y de su producción, siempre que tales actividades estén orientadas a abastecer el mercado de la “droga personal”. No se excluye, lo cual toca decidir a las autoridades después de haber escuchado a los expertos en medicina, el que algunas drogas concretas puedan ser usadas (producidas, comercializadas) como sustancias farmacéuticas y con un estricto control médico y social, para evitar el que lleguen a ser vendidas con otros fines.

Por todo lo expuesto, creemos posible dar respuesta a la pregunta inicial: ¿el Estado tiene obligación de castigar a quienes poseen pequeñas cantidades de droga? Sí, porque la “droga personal” no solo provoca graves daños personales, a nivel fisiológico y comportamental, sino que lleva a graves daños sociales, en dos niveles. Un nivel de daños surge desde la misma alteración fisiológica y psíquica: quien consume drogas llega con facilidad a situaciones de semi-inconsciencia o de euforia que afectan, incluso gravemente, a otras personas.

Otro nivel nace del simple hecho de que consumir droga solo es posible después de haber comprado droga (una sustancia ilegal); es decir, la compra de drogas alimenta y sostiene el mundo de la delincuencia, una delincuencia sumamente peligrosa, como se está demostrando en la existencia de mafias y de grupos terroristas alimentados con el tráfico de drogas, y que han alcanzado un poder económico tan elevado que puede poner en peligro la vida y la estabilidad de algunos Estados del planeta.

Bastaría este segundo nivel (sin dejar de lado el primero) para prohibir la “droga personal”. Porque una persona llega a conseguir un producto ilegal si lo ha comprado (directamente o a través de otros) en el mundo de la delincuencia y la ilegalidad, en el reino del poder del narcotráfico. Este simple motivo, sin desconocer todos los daños personales y sociales que genera la drogadicción, y sin dejar de lado los enormes costos sanitarios que suponen para la administración pública tener que crear y mantener estructuras para atender a los drogadictos, bastaría para considerar necesario la intervención punitiva contra quienes colaboran con la criminalidad al adquirir “droga personal”.

En conclusión, ¿hay que despenalizar la droga para uso personal? No. Lo que sí es urgente es promover una sociedad con valores y principios claros, que permita a jóvenes y adultos vivir sanamente, y que les aparte de las redes de las dependencias (droga, alcohol, prostitución, etc.) que provocan enormes daños individuales y sociales, y que alimentan un mundo de delincuencia que no puede coexistir con un Estado sano.

Prohibir la “droga personal” es solo un aspecto, importante ciertamente, de la lucha contra la droga. Saber integrarlo con otras acciones, según una visión equilibrada sobre lo que significa la vida humana y sobre las virtudes que llevan a un desarrollo integral de la propia personalidad, es uno de los grandes retos que deben asumir todos los que, de cualquier forma, intervienen en la tarea educativa.

Fuente: Fernando Pascual.