Las discusiones sobre el aborto no llevarán a ninguna parte si no tenemos ante nuestros ojos el motivo más profundo que lleva a una madre a abortar a su hijo.
¿Cuál es ese motivo? Ver al propio hijo como un obstáculo para los propios proyectos y planes personales, como alguien que no encaja en el momento en el que atraviesa la mujer.
A veces el hijo no es querido porque llega en un momento inesperado, o porque la familia tiene problemas económicos, o porque el matrimonio atraviesa una etapa de fuertes tensiones, o porque el hijo es el resultado de una infidelidad, o porque el embarazo puede llevar a un despido en el trabajo, o porque tiene “defectos” o características no deseadas.
La lista puede ser larga, pero en ella brilla siempre la misma idea de fondo: la madre no desea asumirlo, no desea amarlo, no desea que entre en la propia vida.
Otras veces, por desgracia muchas, una mujer aborta por presiones. En ese caso, son otros los que rechazan al hijo porque no les interesa, no les gusta, no lo aman, no quieren asumir sus propias responsabilidades, no creen que llegue en un “momento adecuado”. Pero si la mujer ama al hijo, si está abierta a la vida y al amor, sabrá buscar ayuda y fuerzas en Dios y en corazones buenos para que su hijo se salve de una muerte injusta.
La perspectiva opuesta, la que lleva a recibir la noticia de un embarazo con alegría y esperanza, tiene también un motivo muy sencillo. El hijo merece ser acogido, ayudado, defendido, amado, simplemente porque vale por sí mismo, y porque el mejor modo de vivir como madre (y como padre: todo embarazo involucra también a un padre) consiste en abrirse generosamente a la vida de los más indefensos, los más pobres, los más necesitados, los más pequeños: los hijos antes de nacer.
Ahí está el mejor antídoto contra el aborto: el amor verdadero, que es generoso, abierto, disponible, fecundo.
Causa una alegría muy honda conocer y tratar a familias abiertas a los hijos que llegan, sean sanos o enfermos, sean varones o mujeres, vengan muy seguidos o muy distanciados, sean pocos o muchos. En esas familias se percibe una actitud maravillosa, bella, de generosidad, de espíritu de sacrificio, de amor. El centro de la propia existencia no son los planes personales, sino lo que la marcha misma de la vida, llevada con responsabilidad, con cariño, y con alegría, va indicando.
Muchas veces esa marcha de la vida pide apretar los espacios del hogar, reducir las posibilidades económicas, incluso (en un mundo sumamente injusto) perder el puesto de trabajo. Pase lo que pase, ocurra lo que ocurra, digan lo que digan, la apertura del amor hace posible ese milagro maravilloso que consiste en el sí a la vida del hijo, en un gesto de amor que da sentido al mundo y que ha precedido y acompañado el nacimiento de millones de seres humanos.
El aborto será derrotado definitivamente cuando rompamos la mentalidad egoísta que sólo acoge al hijo cuando cumple unos requisitos y cuando llega según unos planes muy estrechos, fuera de los cuales la supresión de una vida se convierte en el naufragio completo de la vocación humana al amor. Lo cual es lo mismo que decir que el aborto será vencido cuando fomentemos una actitud íntima y radical de apertura y de entrega a los demás.
La falta de amor lleva a la muerte. La plenitud de amor ha permitido, permite y permitirá el nacimiento de millones de seres humanos de un modo maravilloso, fecundo y bueno: desde padres enamorados, generosos, con los brazos siempre abiertos a la llegada de todos y de cada uno de sus hijos.
Fuente: Fernando Pascual
Miles, quizá millones de familias, sufren al ver cómo el alcohol entra y destruye la vida de los seres queridos: del padre o de la madre, del esposo o de la esposa, de un hijo o de un amigo.
El hecho de que las bebidas alcohólicas sean legales, incluso sean aceptadas desde el punto de vista social, agrava la situación. Nuestros adolescentes encuentran con facilidad la cerveza en cualquier bar, en cualquier casa, en cualquier fiesta. Se acostumbran a tomar, sienten la presión del ambiente para hacer lo que resulta plenamente normal entre los coetáneos.
Los consejos de sus padres y educadores no sirven casi para nada. Se “goza” tanto con un poco más de vino, se disfruta tanto con algo que, si es legal, no debería ser tan malo…
Miles de familias saben que las drogas son algo mucho más serio que el alcohol. Por eso sufren cuando ven que alguno de sus hijos comienza a fumar las mal llamadas “drogas ligeras”, o cuando corren veloces tras las primeras dosis de drogas más peligrosas, sea inyectables, sea a través de pastillas no siempre “garantizadas” en cuanto a la “calidad” de las mezclas preparadas por traficantes sin escrúpulos.
Ahora esas familias, y muchas otras que hasta ahora no habían tenido grandes miedos ante este peligro, ven con pena que pronto será más fácil encontrar la droga. Porque hay quienes piden que sea legalizado el uso y consumo de drogas, porque hay quienes dicen que tomarlas no es algo ni malo ni peligroso.
El esfuerzo de miles de padres para que sus hijos estuviesen lejos de las drogas contaba, hasta ahora, con el apoyo de las leyes. Si la droga estaba prohibida, si era perseguido el traficante o el portador de drogas, se hacía más difícil su consumo. Pero si la ley dice que no está mal tener droga “para uso personal”, ¿cómo decirle al hijo que algo está mal cuando incluso la misma ley permite tener droga para consumirla?
Sabemos que el número de muertos al año, por culpa del alcoholismo, es sumamente elevado. En algunos países se trata de miles de muertes al año. En realidad, son muchas las víctimas de “doña cerveza” que no entran en las estadísticas, porque no siempre consta como muerto por alcoholismo el que fallece a consecuencia de enfermedades contraídas por el uso excesivo de cerveza, vino y otras bebidas más peligrosas.
Hasta ahora el número de muertos al año por droga era normalmente bastante inferior a las víctimas del alcohol. En 1995, por ejemplo, se hablaba de unos 3500 muertos por consumo de drogas ilegales en los Estados Unidos, mientras que el número de muertos por culpas del alcohol se calculaba en 200.000. Pero si la droga se convierte en algo legal, el número de muertes por droga se disparará, quizá incluso hasta llegar a niveles superiores a las muertes producidas por el abuso de bebidas alcohólicas.
Cualquier sociedad auténticamente progresista tiene que reaccionar ante la situación que se crea allí donde llega a permitirse tener droga “para uso personal”. Porque los traficantes gozarán de más libertad (aunque nos digan lo contrario), porque aumentará la demanda de droga, porque los consumidores verán más fácil la compra de algo que ya dejó de estar prohibido. Sobre todo, porque muchos adolescentes, nacidos en un mundo hedonista que no les ha enseñado a renunciar al capricho, quedarán “enganchados” mucho más fácilmente por falsos amigos que les llevarán a iniciarse en el macabro mundo de la droga.
La reacción debe ser un mayor cuidado en las escuelas, para que nadie pueda dar dosis a los más pequeños o a los adolescentes. En las casas, para ver si realmente damos a los hijos una educación que les permita ser fuertes ante la nueva marejada de vicio que se acerca. En las parroquias, para que los sacerdotes y catequistas enseñen a los niños y adolescentes a cuidar su salud, a decir no a placeres fáciles que destruyen neuronas y que provocan estados sumamente peligrosos de euforia o de falta de conciencia, en los que puede ocurrir prácticamente todo (violaciones, orgías, crímenes, suicidios, accidentes de tráfico).
La droga legal, digámoslo con franqueza, es droga mortal. Quizá, incluso, es una señal de alarma de que algo en la sociedad está sumamente enfermo.
Los jóvenes merecen mucho más de la clase política y de los educadores. La lucha contra la droga nos afecta a todos. Porque la droga mata, también cuando deja en vida a cadáveres ambulantes carentes de voluntad e incapaces de un trato sano con sus familiares y amigos. Porque la droga legal va contra el drogadicto y su familia. Porque hay que volver a modelos educativos “fuertes” y definidos en los que sepamos descubrir virtudes como la templanza y el autocontrol, para frenar un hedonismo que vacía de principios rectos y esclaviza a placeres asesinos.
Frente a la droga legal podemos dar nuestro sí a la vida sana y llena de las virtudes más genuinas del ser humano: el trabajo, el estudio, la solidaridad, la justicia, el amor. Estamos a tiempo. Quizá incluso para cambiar leyes asesinas, para difundir valores de esperanza, para enseñar que la vida vale tanto que por ella podemos sacrificar cualquier placer efímero: porque así podremos invertirla en amores verdaderos que duran en el tiempo y en lo eterno.
Fuente: Fernando Pascual
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