La bioética se encuentra en estado de asedio. La investigación avanza con rapidez, abre fronteras, promete conquistas. La bioética va “detrás”, con buena voluntad y con no pocos obstáculos.
¿Cómo valorar los descubrimientos que se suceden con rapidez vertiginosa? ¿Cómo estar al día ante las novedades de los laboratorios y las prisas de los periodistas?
Esta situación de asedio no debería apartar a la bioética de su vocación original: tratar argumentos y problemas que quizá a algunos parecen “viejos”, pero que tocan la vida de millones y millones de personas. Anticoncepción, aborto, comportamientos peligrosos, alcohol, droga, epidemias, desnutrición, uso de medicinas, esterilidad, son temas que conservan una actualidad rabiosa y en los que la bioética tiene que hacer oír su voz, sin quedar atrapada en los problemas de última hora.
Necesitamos, por lo tanto, una bioética de amplio respiro, capacitada para estudiar los temas más novedosos, sin dejar por ello de ofrecer la justa atención a los temas “clásicos” que afectan a la mayoría de la población. El ambiente y la ecología, el sistema sanitario y la relación entre el médico y el enfermo, la diferencia entre tratamientos proporcionados y desproporcionados, han de ser afrontados y discutidos al mismo tiempo que se ofrece un juicio de valor sobre la clonación, sobre la transferencia nuclear de material genético humano a óvulos de animales, sobre la ingeniería genética aplicada a los cereales, etc.
Queremos ahora reflexionar sobre algunos importantes retos de la bioética, de hoy y de siempre, porque la bioética no puede quedar encerrada en los temas de última hora, en la noticia que acaba de salir en la prensa mundial. Tiene que afrontar, como algo prioritario, los problemas que más tocan a la vida de la gente, esos de cada día, de cada hora, en la familia y en el trabajo, en el hospital y en la calle.
Consideraremos primero los retos más generales, comunes, “clásicos”, en el contexto del mundo actual. En segundo lugar, veremos algunos nuevos retos de la bioética, “de frontera”, según los avances científicos que son objeto de atención en el mundo periodístico y que tienen gran interés para muchos laboratorios y para los gobiernos, pero que tardarán años, quizá muchos años, antes de llegar a ofrecer aplicaciones concretas para la gente.
Fuente: Fernando Pascual
Categoría:Bioética
Etiquetas: Bioética, Bioética para todos, Ética, Familia, Personas, Retos de la bioética, Vida
Cuando una mujer aborta lo hace por miedo, o por defender proyectos personales, o por un extraño rechazo hacia las responsabilidades ante la vida del hijo, o por otros motivos más o menos conscientes.
La opción por el aborto se convierte en una marcha desesperada hacia una meta, acabar con la vida del bebé no nacido, porque la madre piensa que tal vez así solucionaría tantos problemas…
Ese es uno de los más grandes engaños del aborto. Porque el corazón de cada hombre, de cada mujer, sabe que nunca un acto malo puede convertirse en la verdadera “solución” para algo. A lo sumo, “parece” terminar con un “problema”, ofrecer alguna ganancia (si “ganancia” puede ser llamado el acto con el que se elimina una vida humana).
En realidad, el aborto no es nunca solución, sino sólo el inicio de un drama profundo que puede durar años y años en lo más íntimo de las conciencias.
Las únicas “soluciones” que embellecen la vida humana son las que nacen del amor. Un amor que siempre acoge, defiende, cuida, da lo mejor de uno mismo al más débil, al más necesitado, al más frágil. Un amor que dice “sí” al hijo y a su existencia maravillosa. Un amor que encuentra energías para decir “no” a presiones miserables o a miedos profundos. Un amor que sabe asumir la propia responsabilidad y hacer todo lo humanamente posible en favor de la creatura que ha empezado a existir entre los hombres.
La mejor alternativa al aborto está en una sociedad más madura y más buena. Una sociedad que eduque a los adolescentes y a los jóvenes en la hermosa virtud de la pureza. Una sociedad que nunca permita el desprecio hacia los enfermos o los débiles. Una sociedad que sepa garantizar la igual dignidad del hombre y de la mujer, del niño o del anciano, del no nacido y del que nace con graves defectos físicos, del rico o del pobre.
Todos podemos hacer mucho para ayudar a la mujer embarazada a no dar un paso hacia ese aborto que produce tristezas tan profundas. Existen muchos medios para que su corazón materno se ensanche y viva en plenitud ese deseo que no puede ahogar: hacer el bien al más cercano, al más íntimo, al más inocente de entre los humanos: ese hijo que crece en sus entrañas gracias a la vida y a la esperanza de su madre.
Fuents: Fernando Pascual
Para un racista convencido, quizá ser llamado “racista” no sea un insulto, sino una alabanza.
Para un abortista, ser llamado abortista no será un insulto, sino un motivo de orgullo.
Seguramente, para un abortista ser llamado o comparado con un racista es un insulto gravemente ofensivo. Esto ocurriría en la mayoría de los casos, aunque conviene recordar que ha habido y hay racistas que defienden también el aborto, especialmente de aquellos embriones y fetos de las razas que ellos odian.
Esta reflexión inicial, que recoge algunos datos de tipo sociológico, puede servir para comprender en parte una discusión que aparece de vez en cuando en lo que se refiere al tema del aborto. Para la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro planeta, ser un racista es sinónimo de defender ideas injustas y dignas de condena social y política. Por eso la palabra “racista” es un insulto que denota condena hacia quien pueda merecerlo por sus ideas o su conducta.
¿Por qué consideramos al defensor de las ideas racistas como un ser injusto, un intolerante, quizá incluso un posible criminal? Porque promueve una serie de discriminaciones injustas, condenables desde una perspectiva auténticamente humanista.
Sabemos por la historia que un racista puede llegar al extremo de negar la condición de seres humanos dignos de respeto a otros seres humanos por pertenecer a aquellas razas que el racista desprecia; lo cual puede llevarle al deseo (o a la acción) de marginarlos o incluso de aniquilarlos con técnicas y métodos que degradan más a los verdugos que a las víctimas.
Establecer una analogía entre quienes defienden el aborto y quienes defienden ideas racistas plantea, sin embargo, algunos problemas. La crueldad y el salvajismo alcanzado por algunos racistas (por ejemplo, los nazis) toca niveles de degradación que rayan en lo diabólico, cosa que no ocurre, según algunos, en quienes defienden el aborto.
Pero si reconocemos que en el aborto se suprime, se asesina, a un ser humano al que se niega su humanidad, entonces es posible encontrar puntos de semejanza entre abortistas y racistas.
Alguno dirá que entre un embrión o feto y un adulto la diferencia es enorme: de tamaño, de edad, de autonomía. Pero el punto de la discusión no es este. Para un racista, la diferencia que se establece entre pertenecer a una raza o a otra es suficiente para discriminar, marginar o incluso asesinar a algunos: los de la raza despreciada por el racista.
Para un abortista lo que «cuenta» es el tamaño del no nacido; o, simplemente, el deseo de algunos adultos (dotados de derechos jurídicos) frente a la condición indefensa y desvalida de su hijo, que no ha conseguido todavía el reconocimiento de sus derechos desde un punto de vista jurídico por no haber llegado al día de su nacimiento.
Sólo será posible evitar injusticias como las del racismo o del abortismo si reconocemos que todo ser humano, desde el momento de su concepción, merece ser respetado en cuanto ser humano.
Nadie tiene derecho a decidir arbitrariamente sobre la vida o la muerte de los demás. Nadie pueda ampararse en su ideología para establecer diferencias entre unos seres humanos con derechos y otros sin los mismos. Nadie, desde su posición, su fuerza, su técnica o sus planes personales, debería ser capaz de determinar quiénes pueden vivir y quiénes están condenados a morir en el silencio y la “higiene” (si se da) de clínicas que deberían defender la vida y no destruirla.
Vencer ideologías como el racismo y como el abortismo nos permitirá vivir en un mundo mejor, donde todos, sin ninguna discriminación, podamos ser amados simplemente como lo que somos: seres humanos merecedores de respeto y de cariño.
Para defender la legalización del aborto se usan diversos argumentos. Nos fijamos ahora en uno: la legalización del aborto quirúrgico permitiría proteger la salud de la mujer.
¿Cómo elaboran este argumento los defensores del aborto legal? El aborto quirúrgico implica una intervención acompañada de peligros importantes y con posibles consecuencias inmediatas o a largo plazo para la mujer. Si las leyes prohíben el aborto, las mujeres que deseen abortar, especialmente las que viven en situaciones de pobreza, tenderían a buscar la ayuda de algún centro clandestino. De este modo, correrían riesgos mayores, incluso la posibilidad de morir en la operación o después de la misma.
El argumento “atrae” porque se fija en algunos graves peligros del aborto clandestino. Por eso algunos consideran que sería no sólo necesario, sino incluso obligatorio evitar tales peligros, en función del derecho a la salud que toda mujer tiene.
Pero el argumento cae en un doble error. El primero: considerar el aborto desde un punto de vista unilateral. Porque el aborto no es un asunto privado de la mujer, algo entre ella y ella. En cada aborto una madre busca (o ha sido obligada a buscar) la muerte de su hijo. Es decir, estamos ante el caso en el que un ser humano desea provocar la muerte de otro ser humano.
El derecho a la salud de la mujer no puede ir contra el derecho a la salud del hijo. Mucho menos puede ser usado contra el derecho a la vida del hijo. Por eso hay que denunciar que en todo aborto se viola gravemente uno de los derechos fundamentales de todo ser humano: el derecho a la vida. Nunca será justo usar un derecho humano para pisotear otro derecho humano.
El segundo error es pensar en el aborto clandestino como si fuese algo inevitable. “Si una mujer quiere abortar, tarde o temprano lo hará, y lo mejor sería ayudarla a hacerlo bien”, repiten los defensores del aborto. Pero el fatalismo no existe: nadie hará lo que “está escrito” en las estrellas. Los actos humanos nacen de la libertad: ningún ser humano está obligado a optar en favor de la injusticia.
El punto central no es, por lo tanto, cómo ayudar a las mujeres a realizar abortos seguros, sino cómo disuadirlas (y librarlas) de un acto tan injusto. La pregunta necesita orientarse en ese sentido: ¿cómo ayudar a las mujeres, a los médicos, a la sociedad, para que ninguna mujer se siente impulsada, presionada o instigada a terminar con la vida de su hijo?
La respuesta implica toda una revolución cultural. Porque grupos de poder bien financiados han presionado durante años y siguen presionando para presentar el aborto como solución, cuando en realidad es uno de los crímenes más radicales de las sociedades mal llamadas “modernas”.
Sólo cuando reconozcamos que todo aborto es siempre una violación de los derechos humanos empezaremos a construir una sociedad realmente justa. De este modo pondremos los presupuestos necesarios para trabajar en favor del respeto de la vida de cualquier ser humano, sin discriminaciones.
Será posible, entonces, ayudar, acompañar y ofrecer tratamientos y consejos a todas las mujeres que tengan problemas durante el embarazo. Será posible responsabilizar a los hombres para que no se desentiendan nunca de sus hijos (detrás de cada nueva vida hay también un padre) y apoyen en todo a las mujeres embarazadas. Será posible combatir la pobreza y la falta de higiene que tantos riesgos implican para la vida de la madre y del hijo. Será posible, en definitiva, trabajar en serio por la salud de dos seres humanos muy necesitados: una madre y un hijo.
Hay lugares del planeta donde todo parece ir al revés. Si un referéndum popular o un parlamento aprueba una ley a favor del aborto o del mal llamado “matrimonio entre personas del mismo sexo”, casi nadie está dispuesto a parar esas leyes, como si fuera suficiente el voto “democrático” para justificarlas.
En cambio, si un referéndum o un parlamento aprueba una ley que dice que sólo existe matrimonio entre un hombre y una mujer, la elección democrática es puesta en discusión, la voluntad popular es rechazada por algunos grupos de presión como injusta y como inválida, y se recurre a los tribunales para neutralizarla.
La realidad es que una votación popular no puede decir que lo blanco es negro y que lo justo es injusto. A veces, como ocurrió en California al votar sobre el matrimonio, y como ha ocurrido varias veces en Irlanda al votar contra el aborto, la mayoría de los votantes defienden lo justo, lo correcto, lo bueno. Otras veces, los votantes dicen que es bueno lo malo (por ejemplo, que el aborto “está bien”), o que es malo lo bueno…
Frente a estas paradojas, las autoridades, los líderes de opinión, los jueces, los médicos, y todas las personas de buena voluntad, han de saber alzar su voz para que nunca sea reconocido como legal un crimen (el aborto); y para que nunca la palabra “matrimonio” se aplique a lo que matrimonio no puede ser (como en las uniones entre personas del mismo sexo).
La voluntad popular no vincula a nadie cuando los votos van contra la ley natural. Y la voluntad popular es indiscutible cuando defiende la ley natural, no porque lo digan los votos, sino porque lo que avalan es correcto.
Los votos nunca deciden ni lo justo ni lo injusto. Pero una votación que defiende la justicia merece el máximo respeto. Y una votación que promueve el crimen sobre inocentes merece ser condenada y, si existen jueces sensatos y honestos, debe ser invalidada.
No podemos vivir en un mundo que vaya al revés. Las sociedades se autodestruyen cuando atentan contra los derechos humanos fundamentales. Las sociedades se regeneran cuando saben defender los derechos básicos de todos, especialmente de los más débiles y vulnerables, los hijos antes de nacer; y cuando tutelan el valor del matrimonio y de la familia como unidad básica de toda la vida social.
Fuente: Fernando Pascual.
Categoría:Bioética
Etiquetas: Aborto, Bioética, Bioética para todos, Derechos Humanos, Ética, referéndum
Resulta difícil definir qué sea la salud. Porque muchas veces comprendemos la salud como ausencia de enfermedad, y porque la enfermedad es como algo negativo, doloroso, un obstáculo a los propios deseos personales.
Existen, sin embargo, enfermedades que ayudan a crecer en dimensiones importantes de la vida humana. Porque permiten dejar el egoísmo y abrirse a los demás, porque llevar a descubrir un cariño grande en muchos profesionales de la salud, familiares, amigos, porque nos recuerdan que esta vida no lo es todo.
Otras veces la enfermedad se vive como un drama, un fracaso, una ruptura. Los proyectos quedan, por un tiempo o definitivamente, en el cajón. Las atenciones y las energías se concentran en la búsqueda de la deseada salud. Cuando la derrota es inevitable, sólo queda la posibilidad de atender y acompañar al enfermo en su proceso lento, continuo, hacia el desenlace final, hacia la muerte.
Es legítimo trabajar por la salud, cuidarla, promoverla, recuperarla. Es justo crear estructuras y sistemas sanitarios que lleguen a todos, niños, adultos o ancianos. Es urgente mantener e incrementar la capacitación del personal sanitario en todas sus dimensiones (científica, médica, humana, social) para una mejor atención a los enfermos.
Todo ello es parte de un correcto esfuerzo por la salud. Pero no podemos mirar con indiferencia cómo algunos usan la palabra salud para promover leyes o comportamientos que van contra el respeto a valores fundamentales del ser humano, o que se convierten en motivo para vivir de modo incorrecto.
Por eso causa sorpresa ver cómo el uso de fórmulas como las de “salud sexual” y “salud reproductiva” se convierte en excusa para promover la promiscuidad sexual, o el libertinaje, o la falta de verdadera educación entre los adolescentes respecto de los principios básicos para una buena vida. Causa, sobre todo, pena, ver el uso de esas fórmulas como puerta de acceso para la difusión de anticonceptivos y para la legalización del aborto, un acto que acaba con la vida de un ser humano inocente, como si tales medidas fuesen medios legítimos para lograr la “salud”.
Nunca será correcto eliminar a un hijo bajo la excusa de trabajar por el bien y la “salud” de la madre. Lo correcto, lo que todo pueblo civilizado necesita, es una atención completa y justa a todas las mujeres que han empezado a ser madres, para que a lo largo del embarazo y después del parto puedan conservar su salud y la de sus hijos, hijos que merecen nacer en un clima de respeto y de amor sincero.
Fuente: Fernando Pascual
Muy queridos lectores, este será el primer artículo de varios en los que hemos de hablar del matrimonio.
Ustedes se preguntarán porque en un espacio de Bioética hablaremos de este tema. En este primer artículo, trataremos de explicarlo.
Cómo hemos dicho, la Bioética se ocupa de analizar y establecer aquello que es bueno para la vida, especialmente para la persona humana.
Para todos nosotros resulta evidente que la persona es un ser de relación. Esto significa que, por su propia naturaleza, el hombre necesita de otros iguales que él, no solo para ser mejores, sino inclusive para sobrevivir. Como ejemplo, mencionare un tema muy de moda: la comunicación. Su desarrollo está fundamentado en esta necesidad de relación. Aún y con todos los avances tecnológicos, ninguno de estos ha logrado superar al lenguaje, fenómeno peculiar y muy complejo, propio únicamente de la persona humana.
Pues bien, de las relaciones que el ser humano es capaz de desarrollar, la más rica y fructífera es la familia. Un grupo de personas con una vida común, que les permite satisfacer sus necesidades y crecer en un medio seguro que contribuya al bien de cada uno de sus miembros a través de un lazo, también peculiar, que es el amor.
El principio de la familia, es una pareja que decide unirse para convivir bajo un mismo techo, contribuyendo a un objetivo común: caminar por la vida, para lograr la plenitud.
¿Pero cómo es que el ser humano puede relacionarse: comunicarse, amar y ser amado?
El medio a través del cual esto es posible, es el cuerpo.
Nuevamente, volviendo a la evidencia (aquello que la realidad nos muestra) las personas, si bien iguales… (porque somos personas) somos distintas. Nuestro cuerpo es sexuado. Somos hombres o mujeres.
Unos y otras, de suyo, poseemos características particulares, en lo biológico, en lo psíquico, en lo físico, etc.., que nos diferencia, pero que bien visto, nos complementa.
De lo anteriormente expuesto, podemos concluir lo siguiente:
- Es a través del cuerpo que la persona humana se desempeña en el mundo.
- El cuerpo es sexuado, distinto desde su propia naturaleza: hombre y mujer.
- La plenitud de la persona está en la relación con los demás, para llegar a la plenitud.
- La relación primordial de la persona humana es la familia.
- La familia inicia en una relación de pareja.
- La pareja se complementa: hombre y mujer (equilibrio)
- El matrimonio formaliza en el compromiso el nexo fundamental: el amor.
Ya nos encontraremos queridos lectores en el próximo artículo, en el que seguiremos profundizando en el tema del matrimonio.
MBPP.
Categoría:Vida
Etiquetas: Amor, Bioética, Bioética para todos, Cuerpo, Ética, Matrimonio, Rincon de la Vida
La mujer necesita ser defendida de cualquier tipo de violencia. Nadie debe insultar, despreciar, marginar, perseguir, dañar físicamente a las mujeres. Nadie debe negar el acceso de la mujer al mundo de la cultura, del trabajo, de la política, de la ciencia. Nadie debe caer en actitudes de desprecio hacia ninguna mujer por ser mujer.
La mujer tiene un derecho básico a la vida, que sostiene y permite la existencia de los demás derechos. Por eso, nadie puede realizar ningún acto que implique herir, mutilar, asesinar a las mujeres.
Precisamente por eso, no existe derecho alguno al aborto. Porque en el aborto es eliminado, es asesinado, un hijo en el seno de su madre. Y porque de cada 100 abortos, el 50% (a veces más del 50%) son mujeres en la primera etapa de su existencia humana.
Sabemos que hay estados, como en La India o en China, en los que son eliminadas miles y miles de hijas antes de nacer, simplemente por el hecho de ser mujeres. Lo cual implica una discriminación enorme y una injusticia contra la que no puede dejar de protestar ningún movimiento que sea auténticamente “feminista”.
Pero también sabemos que en otros países, considerados “libres” y “democráticos”, se cometen millones de abortos en los que son asesinados embriones masculinos y femeninos, hijos e hijas.
Necesitamos recordar que ser mujer no es algo que inicia con el parto. Ser mujer inicia con la concepción. La defensa de la mujer y de sus derechos, por lo tanto, ha de aplicarse a la fase prenatal, debe llegar a la promoción y defensa del derecho a la vida de cada mujer en los meses en que se desarrolla hasta llegar al día del parto.
Estar a favor de las mujeres implica estar en contra del aborto. Cualquier grupo que defienda el mal llamado derecho al aborto promueve, simplemente, una discriminación y una injusticia contra la mujer (también contra el varón: no podemos callar ante los abortos que eliminan a millones de embriones y fetos masculinos).
Defender la vida de los embriones humanos, masculinos y femeninos, nos lleva a implementar políticas eficaces a favor de las millones de madres que no abortarían si hubieran sido ayudadas y acompañadas a lo largo de los meses de embarazo.
Es posible, es urgente, cambiar una tendencia mundial que ha presentado el aborto como “derecho” y ha olvidado que se trata de un “delito”.
Es posible, es urgente, promover una cultura de la solidaridad, de la justicia, del amor, donde cualquier mujer sea respetada y amada desde su concepción hasta la llegada de la hora de su muerte. Lo merece simplemente en cuanto ser humano, y ello es suficiente para que la miremos y la protejamos con eficaces instrumentos de asistencia jurídica, médica, social y, sobre todo, con mucho amor.
Fuente: Fernando Pascual
La mayoría de las leyes que permiten el aborto establecen una serie de trámites que deben ser realizados antes de acoger la petición de quien desea abortar.
Por ejemplo, a veces se debe realizar un análisis para conocer el tiempo de embarazo, el número de semanas de vida del embrión o feto; según el resultado, se permite o se prohíbe el aborto. En otras leyes, se exige recurrir a una especie de consultorio para la mujer, con el fin de dialogar con ella y ver cuáles son sus motivaciones o problemas y si existan alternativas al aborto. En algunos casos, se solicita un certificado psicológico que compruebe la situación de angustia o la existencia de traumas, certificado que permitiría realizar el aborto en pleno respeto de la “legalidad” vigente.
A pesar de estas leyes, la gente percibe, y a veces la prensa denuncia, que no se respetan las normas ni los trámites que han sido establecidos para que se dé un “aborto legal”.
En ocasiones, surge la protesta ante los abortos realizados “fuera de la ley”. ¿Qué pensar de una clínica en la que, sin consultar con ningún psicólogo, se usan certificados ya firmados previamente por algún titulado en psiquiatría? ¿Cómo juzgar lo que ocurre en otros lugares donde no se ofrece ninguna alternativa al aborto a pesar de que la ley lo exija?
Ante estos escándalos, algunos piden que se respeten las leyes, que se apliquen las medidas previstas para disuadir a la mujer, para ayudarla, para permitirle un parto más sereno. Si luego, después de todo, ella insiste en pedir el aborto, habría que respetar la normativa vigente para que todo sea “legal”.
El deseo, incluso la exigencia de que se respeten las normas ante el aborto nace, en ocasiones, de una intención buena: usar los instrumentos previstos por la ley para que el aborto no se convierta en algo trivial, y para que no se salten normativas que habían sido pensadas precisamente para disminuir el número de abortos.
Pero, en realidad, los engaños y trucos de algunas clínicas abortistas, los certificados preparados de antemano, la violación de las normas de garantía que salvarían (hipotéticamente) la vida de muchos hijos, son parte de la misma mentalidad a favor del aborto, son un instrumento “coherente” con el mismo hecho del aborto.
Porque si todo aborto es un crimen, en cuanto elimina la vida de un hijo antes de nacer, ¿cómo exigir a quien comete abortos que respete otras normas legales, cuando ya en su corazón y desde sus manos va contra un principio básico de la vida social, que consiste en el respeto de la vida de los inocentes?
En otras palabras, violar las normas que regulan el aborto es, simplemente, vivir en la mentalidad abortista, acoger y practicar la cultura en la que vence el deseo del mal por encima de la justicia, de la solidaridad, de la ayuda a los indefensos (a la madre y a su hijo).
No tiene sentido, por lo tanto, vigilar y exigir que se respeten las leyes que regulan el aborto, porque lo único que reflejan esas leyes es una mentalidad en la cual se prepara el gesto que permite la injusticia como si fuera un derecho.
Lo urgente, entonces, es suprimir esas leyes, erradicar la mentalidad que las ha promovido, y ofrecer, con un esfuerzo eficaz y bien coordinado, ayudas a todas aquellas madres que tienen dificultades en su embarazo.
De este modo, podremos salvar no sólo dos vidas (la de una madre y la de su hijo), sino, sobre todo, ese ideal de justicia que permite construir un mundo un poco mejor, más incluyente y realmente comprometido a favor de los más débiles e indefensos: los hijos antes de nacer.
Fuente: Fernando Pascual.
¿Resulta correcto hacer comparaciones entre la guerra y el aborto? Las diferencias entre ambos hechos son notables, pero también hay puntos de semejanza.
En la guerra luchan entre sí adultos. Dos ejércitos se afrontan directamente, hombres armados combaten entre sí. A veces mueren civiles (les llaman víctimas o daños “colaterales”), pero lo que más buscan los militares es eliminar a los hombres o mujeres armados del bando contrario.
En el aborto se “enfrentan” pocos seres humanos: un “médico”, una mujer y su hijo no nacido. El pequeño es indefenso, no tiene armas, no puede hacer nada frente al deseo de quienes han decidido eliminarlo.
Las guerras provocan muertos y heridos “visibles”, al menos teóricamente. La prensa, la televisión, internet, pueden ofrecer imágenes de los cadáveres, de las víctimas. Los heridos hablan en la radio o en los periódicos. Los familiares y los supervivientes cuentan la historia de lo que está pasando.
El aborto se mueve en un horizonte de pocas imágenes. Nadie parece interesado en ver el cuerpo de la víctima, en saber qué ocurrió con el embrión o el feto asesinado. Una sombra de misterio y de ocultamiento busca que desaparezcan restos y recuerdos de lo ocurrido.
En todas las guerras siempre hay culpables, pues no habría guerra si no hubiera injusticias ni prepotencia. A veces los dos bandos que pelean entre sí son responsables directos, y culpables, del conflicto. Otras veces unos son culpables y otros son inocentes que buscan cómo defenderse ante un agresor injusto. Por desgracia, nadie se autoreconoce como culpable y todos buscan encontrar “justificaciones” para decir por qué atacan a los otros, para decir que la culpa la tienen los enemigos.
En el aborto el hijo es siempre, siempre, siempre, sin condiciones, una víctima inocente. La culpa está en los adultos: en la madre, que no lo acepta. En el padre, que presiona a la madre para que lo elimine. En el médico, que usa la ciencia de la salud para cometer un acto arbitrario, injusto, asesino: para ir contra lo que es la esencia de su profesión.
Existe toda una industria orientada al mundo de la guerra. Produce y vende armas ligeras o pesadas, aviones y torpedos, submarinos y radares. A veces, muchas veces, esa industria es un auténtico negocio de miles de millones de dólares (o de euros), que se invierten para la destrucción, mientras millones de personas no encuentran ayuda para tener comida o agua potable.
El mundo del aborto se ha convertido, para algunas organizaciones nacionales o internacionales, en un negocio triste, con el que obtienen abundantes “beneficios” económicos a costa de eliminar, como en la guerra, la vida de miles de seres humanos.
Miles de personas, organizaciones no gubernativas, reuniones internacionales, trabajan por eliminar las guerras, por paliar los efectos de las mismas, por ayudar a las víctimas, a los refugiados, a los heridos.
También frente al aborto una multitud de hombres y mujeres de buena voluntad ofrece ayudas a las mujeres para que no aborten, para que puedan llevan adelante su embarazo. Cuando una madre ha abortado, la asisten para que supere el síndrome postaborto y para que pueda reorientar su vida hacia horizontes de amor y de justicia.
Son evidentes las diferencias entre las guerras y el aborto, así como también encontramos elementos semejantes.
En ambos casos, guerras y abortos, mueren miles, millones de seres humanos. Seres humanos que no morirían si en el mundo hubiese más justicia, más esperanza, más amor, más respeto, más corazones disponibles a la acogida, a la escucha, a la vida.
La guerra y el aborto son dos productos de la cultura de la muerte, de esa mentalidad que recurre a la fuerza para hacer triunfar los propios proyectos personales a costa de eliminar a los “adversarios”, a quienes pueden exigirnos justicia y respeto.
La guerra y el aborto serán derrotados, serán extirpados, cuando promovamos una cultura de la vida. Hacerlo es una urgencia para todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Para que hoy, y mañana, los más débiles, los más vulnerables, los más necesitados, puedan ser acogidos en nuestro mundo, puedan recorrer el camino de la vida en la justicia y en el auténtico respeto de los derechos humanos de todos, especialmente de los hijos más débiles y más pequeños.
Fuente: Fernando Pascual
Categoría:Bioética
Etiquetas: Aborto, Bioética, Bioética para todos, Derechos Humanos, Guerra