Twitter response:

Etiqueta: Ética

A favor de la mujer, contra el aborto
A favor de la mujer, contra el aborto

La mujer necesita ser defendida de cualquier tipo de violencia. Nadie debe insultar, despreciar, marginar, perseguir, dañar físicamente a las mujeres. Nadie debe negar el acceso de la mujer al mundo de la cultura, del trabajo, de la política, de la ciencia. Nadie debe caer en actitudes de desprecio hacia ninguna mujer por ser mujer.

La mujer tiene un derecho básico a la vida, que sostiene y permite la existencia de los demás derechos. Por eso, nadie puede realizar ningún acto que implique herir, mutilar, asesinar a las mujeres.

Precisamente por eso, no existe derecho alguno al aborto. Porque en el aborto es eliminado, es asesinado, un hijo en el seno de su madre. Y porque de cada 100 abortos, el 50% (a veces más del 50%) son mujeres en la primera etapa de su existencia humana.

Sabemos que hay estados, como en La India o en China, en los que son eliminadas miles y miles de hijas antes de nacer, simplemente por el hecho de ser mujeres. Lo cual implica una discriminación enorme y una injusticia contra la que no puede dejar de protestar ningún movimiento que sea auténticamente “feminista”.

Pero también sabemos que en otros países, considerados “libres” y “democráticos”, se cometen millones de abortos en los que son asesinados embriones masculinos y femeninos, hijos e hijas.

Necesitamos recordar que ser mujer no es algo que inicia con el parto. Ser mujer inicia con la concepción. La defensa de la mujer y de sus derechos, por lo tanto, ha de aplicarse a la fase prenatal, debe llegar a la promoción y defensa del derecho a la vida de cada mujer en los meses en que se desarrolla hasta llegar al día del parto.

Estar a favor de las mujeres implica estar en contra del aborto. Cualquier grupo que defienda el mal llamado derecho al aborto promueve, simplemente, una discriminación y una injusticia contra la mujer (también contra el varón: no podemos callar ante los abortos que eliminan a millones de embriones y fetos masculinos).

Defender la vida de los embriones humanos, masculinos y femeninos, nos lleva a implementar políticas eficaces a favor de las millones de madres que no abortarían si hubieran sido ayudadas y acompañadas a lo largo de los meses de embarazo.

Es posible, es urgente, cambiar una tendencia mundial que ha presentado el aborto como “derecho” y ha olvidado que se trata de un “delito”.

Es posible, es urgente, promover una cultura de la solidaridad, de la justicia, del amor, donde cualquier mujer sea respetada y amada desde su concepción hasta la llegada de la hora de su muerte. Lo merece simplemente en cuanto ser humano, y ello es suficiente para que la miremos y la protejamos con eficaces instrumentos de asistencia jurídica, médica, social y, sobre todo, con mucho amor.

Fuente: Fernando Pascual

Contra todo aborto provocado
Contra todo aborto provocado

Necesitamos recordarlo una y otra vez. No existe ni puede existir ningún aborto inducido que sea legal.

Porque la ley, si es verdadera ley, no puede permitir un crimen. Porque la ley deja de ser ley cuando viola los derechos humanos fundamentales. Porque una injusticia nunca dejará de serlo por más que esté sostenida por normas, decretos, votaciones parlamentarias, plebiscitos populares.

El aborto provocado es siempre un crimen. Contra el más indefenso de los seres humanos, contra el hijo que vive en su primer hogar: el seno materno.

Hace falta tener valor para mirar al aborto de frente y declarar que un estado pisotea la justicia y los derechos humanos fundamentales cuando despenaliza o legaliza cualquier forma de aborto.

Por eso es injusto e incompleto arrestar y condenar sólo a los médicos o pseudomédicos que practican abortos contra los límites establecidos por la ley. Porque también los mal llamados «abortos legales» son siempre un grave delito contra el derecho básico que debe ser protegido en cualquier sociedad civilizada: el derecho a la vida.

En el pasado hubo hombres y mujeres valientes que supieron combatir y extirpar la enorme injusticia de la esclavitud. También hoy existen y trabajan hombres y mujeres dispuestos a que ninguna mujer sea obligada, presionada, engañada o abandonada en su maternidad, empujada a abortar, a terminar con la vida de su hijo.

El aborto existe allí donde las leyes o las costumbres permiten que los fuertes puedan eliminar a los más débiles. En cambio, el aborto disminuye drásticamente cuando nos comprometemos en la construcción de una sociedad en la que cualquier ser humano, sano o enfermo, microscópico o de más de 2 metros de altura, sea acogido, respetado, tutelado en sus derechos humanos fundamentales. Sobre todo (algo que va mucho más lejos que cualquier ley), cuando sea amado así, sencillamente, en su magnífica y misteriosa riqueza humana, por la que es tan digno y valioso como tú y como yo.

Fuente: Fernando Pascual

¿Existe el Síndrome Postaborto?
¿Existe el Síndrome Postaborto?

Insistiremos siempre en que la persona humana ha sido dotada con la posibilidad de optar, tomar decisiones, ser libre. Nadie, está “obligado” para asumir las decisiones de otros y nadie posee el “derecho” a imponer sus propias decisiones o modos de pensar a los demás.
No obstante y del mismo modo, la decisión supone consecuencias, inexorablemente, para bien y para mal.

Para aquellos que defienden el aborto, este constituye un “derecho” de la mujer, la que en consideración de sus circunstancias particulares puede decidir sobre si “lleva a término” un embarazo “no planeado” o “no conveniente”.
Si bien desde el punto de vista ético, esto no es válido ya que se atenta contra otra persona (el niño), a pesar de los rebuscados argumentos de la sociedad postmodernista, existen otras muchas evidencias de que el aborto (provocado) es el homicidio de un ser vivo de la especie humana en el estado más vulnerable de su existencia.

No tratamos aquí de “defender posiciones”, sino llamar la atención de que en el aborto provocado, hay más de una víctima.
El cuerpo de la mujer, se prepara desde el momento de la concepción (unión del espermatozoide y el ovulo) para cobijar, proteger, alimentar, para después dar a luz a su hijo. Desde ese momento sus procesos biológicos, cognoscitivos y psicológicos se “disparan” y la conviertes (más allá de su propia voluntad), en madre.
Tal pareciera que hemos hecho a un lado esto y que abortar es tal cuál “cortarse las uñas” y “si te vi, no me acuerdo”, pasar la página con los “pequeños inconvenientes” y volver a la “normalidad”.
Por la experiencia científica, hasta un 99% de las mujeres que han sufrido la experiencia de un aborto sufren del Síndrome Postaborto.

Algunos de los síntomas que pueden presentarse son: Depresión, tristeza, baja autoestima, pensamientos suicidas o atentados suicidas, trastornos de alimentación, entre otros.
Si aunamos esto a la imposibilidad de expresarlo, por un sentido de culpabilidad o bien porque la sociedad no lo reconoce, podemos imaginar el trance por el que pasan estas mujeres y quizás también sus familias.
Sea cuál sea nuestro modo de pensar, si es que tenemos un caso cercano, no deberíamos de hacer juicio, sino procurar el apoyo necesario para brindarle la oportunidad de superar (en todo su derecho), las consecuencias de una mala decisión.
Con esta reflexión les dejo esta semana, esperando encontrarlos la siguiente con un nuevo tema y una nueva posibilidad para valorar el privilegio de vivir.

MBPP

¿Hay abortos “peores” y abortos “mejores”?
¿Hay abortos “peores” y abortos “mejores”?

Ha ocurrido y ocurre con cierta frecuencia. Una pareja, o una mujer sola, llega a la clínica. Pide un test para conocer el sexo del embrión. Si es niña, solicita inmediatamente el aborto.

El aborto selectivo de niñas suscita en muchos una reacción profunda de repulsa. Querer eliminar a los embriones o fetos simplemente porque son femeninos supone una mentalidad discriminatoria injusta, en la que el deseo de tener un hijo varón lleva a rechazar y abortar a las hijas no deseadas.

No faltarán voces (deberían ser todas) entre los grupos feministas contra este tipo de abortos discriminatorios, orientados precisamente contra la mujer.

Pero aquí surge una pregunta: ¿por qué suscita desdeño y condena el aborto cuando busca eliminar embriones femeninos, y son menos las voces que condenan el aborto “ordinario”, que busca “simplemente” eliminar un embrión sin conocer cuál sea su identidad?

En otras palabras, resultaría sumamente paradójico que el aborto orientado a eliminar a niñas fuese visto como un aborto “peor”, incluso un aborto que debería ser prohibido por la ley y no realizado en los hospitales, y que el aborto “ordinario” fuese visto como “mejor”, porque simplemente elimina al hijo sin saber qué características tenía.

La realidad es que cualquier aborto elimina una vida humana, destruye la existencia de un hijo. Poco importa si el eliminado era varón o mujer, sano o enfermo, blanco o negro, deseado por el padre y rechazado por la madre o al revés.

Las circunstancias en las que se produzca su muerte provocada, ciertamente, muestran hasta qué punto puede llegar la mentalidad de los adultos que deciden acabar con la vida de los más indefensos, los hijos antes de nacer. Pero un aborto no es “peor” si el cirujano introduce sus instrumentos de muerte para matar a alguien de quien sabe que era “femenino”, y empieza a ser “mejor” si no sabe cómo era la víctima de su gesto asesino.

Todo aborto es siempre una injusticia grave, un atentado contra la vida de un hijo inocente. Si queremos defender de verdad los derechos humanos y promover un mundo donde nadie sea marginado o destruido en la etapa más débil y más necesitada de ayuda de la existencia humana, tenemos que trabajar con mucha decisión para que termine el aborto en todas sus formas y variantes.

Lo cual es lo mismo que trabajar para que cualquier mujer sea ayudada y asistida con una medicina de altura y con sociedades solidarias durante los meses magníficos del embarazo y durante los primeros años de vida de cada uno de sus hijos.

Fuente: Fernando Pascual

El embrión y la ley
El embrión y la ley

¿Qué es el embrión? Un jurista puede situarlo en dos categorías que se excluyen mutuamente: es una cosa (un objeto, un bien) o es una persona (un sujeto). Si es una cosa, su valor depende de parámetros establecidos por otros: el parlamento, el mercado, los padres, los científicos. Si es persona, tiene un valor intrínseco, sus derechos merecen ser respetados por encima de la prepotencia o de los abusos de cualquier otro sujeto.

Es cierto que tener derechos no garantiza su ejercicio. Muchos miles de seres humanos están privados del derecho a la salud, al trabajo, a la educación, a la casa. Pero el reconocer que cualquier ser humano tiene los mismos derechos que los demás seres humanos es el primer paso para el esfuerzo individual y colectivo en favor de la tutela y de la promoción de tales derechos.

Los embriones humanos, hoy por hoy, se encuentran sumamente desprotegidos, hasta el punto que en algunos lugares está penalizada la destrucción de huevos de ciertos animales mientras se puede practicar el aborto o destruir embriones sin incurrir en ningún delito.

¿Por qué ocurre esto? Porque algunos estados y modelos sociales han olvidado o negado el estatuto humano del embrión durante las primeras semanas (a veces durante los primeros meses) de su vida en el seno materno o en el laboratorio. Porque el embrión humano ha sido puesto en manos de científicos que pueden producirlos, seleccionarlos, congelarlos, transferirlos, usarlos o destruirlos según criterios que varían mucho entre estado y estado. Porque ha sido abandonado a su suerte en numerosas legislaciones que han legalizado o despenalizado el aborto provocado. Porque el embrión humano ha sido dejado de lado u olvidado en el horizonte de miles de hombres y mujeres de buena voluntad que luchan por los derechos civiles de otros seres humanos, pero que olvidan al más pequeño y más indefenso miembro de nuestra especie.

Frente a visiones insuficientes del derecho, frente a la ausencia de una sana antropología, hace falta una reflexión serena y seria sobre lo que inicia desde que se unen un óvulo y un espermatozoide. ¿Cuál es el resultado de este complejo y magnífico acontecimiento?: es una nueva realidad biológica, es un ser que se autoorganiza en vistas a seguir su desarrollo, es una vida que está en continuo diálogo con el ambiente que lo rodea, es un individuo que avanza poco a poco, si no hay enfermedades u obstáculos, hacia nuevas etapas. En cierto modo, y a su nivel, actúa como actuará apenas nazca, cuando cumpla 2 años, cuando vaya al kinder, cuando inicie las siguientes etapas: como alguien que modifica el ambiente y que es modificado por aquello que lo rodea.

El mundo jurídico necesita acoger los datos de la ciencia y la reflexión antropológica. Aunque es verdad que los datos científicos no pueden decir si algo/alguien sea “sujeto”, sea persona con derechos, también es verdad que la ciencia permite identificar cuándo inicia una nueva vida humana, cuáles son las condiciones para hablar de un ser que existe con una individualidad propia.

De este modo, el derecho podrá reconocer en cada embrión a un “alguien”, a un sujeto que merece ayuda en cuanto sujeto débil, en camino hacia nuevas etapas de desarrollo, con un proyecto orientado a la conquista de la plena realización.

En cierto modo, lo anterior vale para cualquier individuo humano, también para el adulto: tener 40 años no implica “detenerse”, dejar de buscar metas, interrumpir el camino de la vida. Resulta obvio que el modo de actuar de un adulto es distinto del de un embrión. El adulto (si no está afectado por ciertas enfermedades o por otras situaciones sumamente dramáticas) decide, desde el ejercicio de su inteligencia y su voluntad, qué hará para alcanzar su objetivos existenciales. El embrión, en cambio, no tiene la posibilidad actual de realizar actos libres ni de mostrar un pensamiento maduro. Pero ello no significa que su etapa de desarrollo pueda ser catalogada como menos digna de respeto.

Numerosos países del mundo han sabido erradicar, en los últimos dos siglos, la terrible injusticia de la esclavitud, en la que unos eran vistos como subhumanos o, en el mejor de los casos, como seres humanos subordinados y sometidos en casi todo a otros seres humanos, a los que se autodeclaraban “superiores”, “civilizados”, auténticamente hombres. Llega el momento de acometer una reflexión profunda sobre el embrión humano que permita reconocer que todo embrión humano, desde el momento de su concepción, es ya un sujeto tutelar de aquellos derechos básicos que corresponde a cualquier existencia humana, empezando por el derecho a la vida y a la integridad física.

Las Naciones Unidas, la Unión Europea, y cada uno de los estados, pueden dar un paso decisivo en este sentido. De este modo, el aborto, la producción de embriones en laboratorio, su destrucción en experimentos abusivos, serán vistas como tratamientos injustos y discriminatorios. Algo que será posible cuando no sólo se reconozca el estatuto de sujeto jurídico que merece el embrión humano sino, sobre todo, cuando toda la sociedad se comprometa a una acción positiva en favor de la tutela de su vida, de su salud, en el primer ambiente natural que le sabrá acoger de la mejor manera posible: el seno de la propia madre.

Fuente: Fernando Pascual

El “genetismo” discriminatorio
El “genetismo” discriminatorio

A veces tenemos la idea de que la historia humana avanza siempre hacia el progreso y el bien. La realidad, sin embargo, contradice esa apreciación, porque no son pocas las ocasiones en las que caminamos hacia la barbarie y el mal.

En el tema de la justicia, por ejemplo, ha habido importantes conquistas, se han superado discriminaciones infames. El esclavismo ha sido abolido en casi todo el mundo. El desprecio a la mujer cada vez es más rechazado. El racismo recibe una condena casi universal. El odio a quienes son de ideas o religiones distintas está siendo fuertemente perseguido.

Sin embargo, y junto a tantos progresos, hay muchos lugares en los que nace y se difunde el “genetismo”. ¿Qué es esto del “genetismo”? Es una tendencia social, muy extendida entre los “países desarrollados”, que permite la eliminación de los seres humanos genéticamente diferentes, defectuosos o “inferiores”.

Esto es posible gracias a que las técnicas de diagnóstico prenatal permiten descubrir cada vez más enfermedades. Por lo mismo, disminuyen los nacimientos de niños enfermos, precisamente porque la sociedad ve casi como normal el que sean eliminados antes de nacer. Como si fuese un triunfo médico el matar al enfermo para que haya menos enfermedades…

Al mismo tiempo, en los países donde se usa y se abusa de la fecundación in vitro, cada vez hay más voces que aplauden el uso del diagnóstico preimplantatorio (en los primeros 14 días posteriores a la fecundación) para prevenir enfermedades genéticas. De este modo, dicen, nacerán sólo hijos sanos. Olvidamos así que tal “éxito” es posible gracias a la eliminación de todos aquellos embriones descartados como “imperfectos”.

Los resultados del genetismo son cada día más alarmantes. En algunos países, por ejemplo, el 90 % de los embriones y fetos con síndrome de Down son abortados como en España, o en Finlandia que ya es el 100%., sin que tal eliminación discriminatoria produzca protestas, ni movilizaciones, ni escándalos.

En Gran Bretaña, el diagnóstico genético preimplantatorio se usa sobre todo para enfermedades genéticas muy graves, como la fibrosis quística. Pero algunos ya están pidiendo que se aplique a enfermedades más sencillas y no siempre transmitidas a través de los genes, como el cáncer de pecho o de colon.

El genetismo es la última y más reciente frontera del racismo. Ahora se aplica a los seres más indefensos, los embriones y fetos. No tardará en aplicarse a los adultos genéticamente defectuosos, sobre todo cuando intenten hacer seguros de vida o a la hora de pedir la aceptación en algunos puestos de trabajo.

La dignidad de una vida humana no está en sus genes. Está en su condición de persona, que va más allá de las razas, del sexo, de la genética. Hace falta proponer con energía esta verdad, para que el mundo moderno y la tecnología no sean instrumentos usados para destruir y para marginar, sino para defender, curar y proteger la vida de todos, sin discriminaciones.

Fuente: Fernando Pascual

¿Luchar contra el aborto legal?
¿Luchar contra el aborto legal?

Muchos hombres y mujeres de buena voluntad trabajan intensamente para prohibir el aborto o para impedir su legalización. Consideran que es un tremendo mal para la sociedad el que el aborto llegue a ser admitido, despenalizado-legalizado, incluso financiado con dinero público.

Pero no faltan personas que afirman que no vale la pena dedicar tantas energías a combatir las leyes abortistas, sino que habría que invertirlas de otra manera. ¿Por qué? Porque el aborto, ilegal o legal, existe por falta de amor, de apoyo, de principios éticos profundos. Según estas personas, que dicen defender el derecho a la vida de los hijos no nacidos, habría que dejar las batallas legales, que normalmente son perdidas ante una clase política cada vez más vacía de principios éticos, para concentrar los esfuerzos en crear una cultura de la vida y para la vida, de la paternidad y de la maternidad, del amor y del respeto.

El razonamiento es sugestivo, pero engañoso. Tiene elementos verdaderos, pero olvida aspectos importantes de la vida de los pueblos y del sentido de la ley.

Es verdad que una ley que permite el aborto no “obliga” a nadie a abortar. Es verdad que ante el aborto legalizado (o despenalizado) una mujer que empieza su embarazo jamás pensará en abortar si ama a su hijo, si cree que Dios es el origen de la vida, si tiene principios sanos, si considera que por encima del egoísmo están la justicia y el amor. Es verdad que las leyes en favor del aborto seguramente tendrán un efecto mínimo en las convicciones de quienes (y no son grandes números) pertenecen a los distintos grupos y movimientos pro-vida (pro-life).

Pero también es verdad que las leyes tienen un valor educativo o deseducativo enorme en la vida de los pueblos y en la formación de la conciencia de las personas. Una ley que permite una injusticia tan grave como la del aborto hiere en lo más profundo de su ser a un pueblo y a miles de personas que se dejan desorientar fácilmente, porque pensarán: si algo es legal no debe ser tan malo, o incluso tal vez sea algo bueno.

No podemos olvidar nunca que la ley, para ser justa, debe señalar y perseguir los delitos más graves con penas adecuadas a los mismos. Despenalizar el delito es, simplemente, legalizarlo.

Como bien saben los especialistas del derecho, un delito no castigado se convierte en “no delito”, empieza a ser algo aceptado como correcto en la vida social. Legalizar un delito despenalizándolo (o incluso a través de una ley plenamente legalizadora) daña enormemente las relaciones humanas y destruye en lo más profundo el tejido social.

¿Podríamos imaginar un estado que despenalice los robos de pequeñas cantidades de dinero? Tal despenalización no hará que las personas honestas roben, es verdad. Pero herirá enormemente a víctimas de pequeños robos que verán cómo son robados algunos de sus bienes ante la indiferencia de un estado que acepta como algo “no punible” un delito contra la propiedad. El robo es siempre robo, es un delito, aunque lo robado sea simplemente una caja de caramelos, un bolígrafo o unas pocas monedas del bolsillo.

Por eso vale la pena luchar contra el aborto a todos los niveles: individual, familiar, local, regional, estatal, internacional. Vale la pena combatir las ideas y los comportamientos que llevan a miles de mujeres, cada año, a destruir la vida de sus hijos no nacidos. Vale la pena promover una cultura de la vida en la que la sexualidad sea vista en toda su riqueza y protegida de cualquier tipo de abuso, en la que el matrimonio y la familia sean el lugar de acogida de la vida, en la que cada hijo sea visto como un tesoro de valor infinito.

Por lo anterior, también vale la pena, precisamente para fomentar la cultura de la vida, luchar firmemente contra cualquier ley que trivialice el aborto como si fuese algo plenamente normal, incluso como si fuese un “derecho”, cuando en el fondo se trata de uno de los delitos más graves que puedan darse en el mundo. Porque destruye la vida de un hijo completamente indefenso. Porque va contra la conciencia de una madre que está llamada, como todo ser humano, a amar y darse a los demás, pero de un modo mucho más intenso a cada uno de sus hijos. Porque aniquila la ética profesional de cientos de médicos y profesionales de la salud que deben servir la vida, no destruirla. Porque adormece a la sociedad al reducir el sexo y la procreación a caprichos en los que siempre se pueden evitar “consecuencias indeseadas”, al haber dado permiso de asesinar con una facilidad fría y despiadada a los hijos que no sean acogidos con amor.

Defender y promover la cultura de la vida implica, por lo tanto, combatir con todas nuestras energías el aborto: el ilegal (siempre será ilegal por ser injusto), y el mal llamado “legal”, que no dejará de ser un crimen aunque esté apoyado por leyes inicuas.

Luchar contra las leyes abortistas es mucho más que una buena estrategia contra el aborto: es un deber de todo ciudadano que quiera construir un estado justo y un mundo capaz de respetar y tutelar el derecho básico de la convivencia social, el derecho a la vida.

Fuente: Fernando Pascual

La ética del cuidado, ¿ética de la mujer?
La ética del cuidado, ¿ética de la mujer?

Algunos autores se han preguntado si existe un “pensamiento masculino” y un “pensamiento femenino”. Otros han lanzado una pregunta parecida en el campo de las acciones: ¿existe una ética del hombre y otra ética de la mujer?

Son preguntas que han cobrado fuerza en las últimas décadas, pero que habían sido formuladas ya en la Antigüedad. Platón, por ejemplo, no reconocía ninguna diferencia entre el hombre y la mujer en lo que se refiere a la vida del alma, es decir, en lo que se refiere al pensamiento y al actuar moral. Para Platón, tanto los hombres como las mujeres eran capaces de resultados muy similares en estos campos de la acción humana.

Conviene recordar el presupuesto desde el cual Platón llegó a esta idea “revolucionaria” en su tiempo: establecer una fuerte distinción entre el alma y el cuerpo. La sexualidad quedó situada en el ámbito de lo corporal, de lo contingente, de lo inferior. El actuar, en cambio, nacía desde el alma, que tenía un valor muy superior respecto del cuerpo, y no existía diferencia alguna entre el alma del hombre y el alma de la mujer.

En la actualidad también hay pensadores que ven el sexo como algo marginal o inferior, en parte debido a las contingencias corporales, en parte promovido por formas de educación de tipo discriminatorio. Entre estos autores es fácil intuir, en un modo más o menos escondido, una cierta concepción dualista del ser humano, en la que la vida intelectual y la vida moral puede superar las contingencias corporales para llegar a una uniformidad tal que no sea posible encontrar, en ese ámbito, diferencia alguna entre hombres y mujeres.

Pero las cosas no están tan claras. Según otros pensadores, existen diferencias intelectuales y diferencias morales que tienen su raíz en la constitución somática de cada uno, en lo genético, entre lo cual se encuentra también la propia sexualidad.

No es el momento de dirimir aquí un problema tan complejo, sino de considerar una teoría ética que se ha desarrollado en este contexto, y que subraya precisamente la dimensión afectiva de nuestras conductas por encima de visiones y de sistemas que miran, más bien, a normas universales más o menos abstractas. Nos estamos refiriendo a las éticas del cuidado (conocidas por su término en inglés como “ethics of care”).

En general, la ética del cuidado quiere recuperar la importancia de las dimensiones emotivas y los sentimientos, de las relaciones y del interés, en la vida moral.

Frente a éticas que buscan lo puramente formal (como el kantismo), lo meramente legal (como algunas interpretaciones de las éticas del derecho), o que deciden en función de los beneficios individuales o sociales (como el utilitarismo), la ética del cuidado quiere centrarse en el sujeto, en sus relaciones y afectos, en su manera de “imbuirse” en una situación o problemática ética, y en su deseo de decidir del modo que más favorezca el bienestar del otro, incluso por encima de reglas abstractas que no llegan a comprender las dimensiones emotivas de cada situación.

Es conocido que algunos autores han relacionado la ética del cuidado con el modo de pensar y actuar típicamente femenino. Podemos recordar aquí los nombres de Carol Gilligan (1982), y de Annette Baier (1985).

Para Gilligan, por ejemplo, los hombres (en general, no de modo exclusivo) tienden a subrayar la importancia de los derechos y la justicia, de los principios abstractos, mientras las mujeres (también en general) darían mayor importancia al sentido de responsabilidad que nace de las relaciones humanas, sentido que se hace especialmente fuerte en las relaciones entre padres e hijos.

No han faltado autores, también en las filas del feminismo, que han criticado esta posición por considerarla reductiva y promotora de injusticias. La mujer, dicen estos autores, no piensa sólo en clave de afectos y de responsabilidad, ni los hombres se reducen a hacer cálculos en función del derecho o de los principios universales. Igualmente, los críticos han notado que la diferencia de comportamientos éticos entre hombres y mujeres puede ser el resultado de la educación e, incluso, de una situación discriminatoria en la cual la mujer se ha visto siempre relegada a funciones de servicio y de atención de las necesidades domésticas.

Más allá de esta discusión, podríamos notar que el comportamiento ético de todo ser humano (hombre o mujer) implica la relación de muchos elementos. Por un lado, tenemos una inteligencia que recoge informaciones, que analiza una situación más o menos compleja, que entrevé diversas líneas de acción. Entre las posibilidades operativas, algunas se presentan como más fáciles, otras más difíciles; unas pueden ser legales y otras no; unas pueden producir un resultado en breve tiempo y otras a más largo plazo.

La visión religiosa influye también a la hora de decidir, lo mismo que la visión sobre lo que significa ser individuo de la especie humana. Un materialista cierra el horizonte de la acción a lo intramundano, mientras que un espiritualista se abre a lo transcendente y a la vida después de la muerte. En cada perspectiva el modo de juzgar la misma situación puede ser muy distinta.

Luego llega el momento de la decisión, en la que la voluntad se pone en juego. La complejidad del ser humano nos hace reconocer que no actuamos según lo que la inteligencia haya considerado como lo mejor, pues hay situaciones en las que tenemos claro que algo debe hacerse y no lo hacemos, y otras en las que consideramos injusta una estrategia operativa, y luego la llevamos a cabo. Elementos como el miedo, algún interés más o menos honesto, presiones familiares, sociales o de trabajo, llevan a poner en práctica comportamientos que habían sido inicialmente considerados como inmorales.

Un encargado de contratar personal, por ejemplo, cree (a nivel intelectual) que el sexo no debe establecer discriminaciones a la hora de asumir a un nuevo empleado. Sin embargo, puede encontrarse con una directiva de la empresa según la cual no hay que contratar a mujeres en edad fértil para determinados puestos de trabajo. Su actuación puede seguir su conciencia (a riesgo de ser despedido) o someterse al miedo y actuar, así, de forma discriminatoria.

En este complejo cuadro de las opciones morales, la ética del cuidado ofrece elementos interesantes, pero no suficientes, para determinar un comportamiento ético.

Son importantes, reconoce esta ética, las dimensiones emotiva y la responsabilidad, pero los sentimientos y el grado de implicación afectiva que pueden nacer en nosotros frente a otra persona no son suficientes para determinar una línea de acción éticamente correcta. Si el afecto familiar puede llevar a proporcionar dinero al hijo drogadicto que pide ayuda a sus padres, ese mismo afecto debería descubrir la importancia de otros principios éticos (también el de justicia) por el cual el modo de tratar al hijo puede ser radicalmente distinto.

Desde luego, los principios de justicia, respeto de la ley, fidelidad a la conciencia, no deberían contraponerse al afecto que une y que relaciona entre sí a los seres humanos, no sólo en el ámbito de la familia, sino también en las múltiples situaciones sociales que pueden crearse en la vida (encuentros casuales, relaciones de trabajo o de estudio, amistades, etc.). El verdadero afecto implica la integración de los deberes éticos en el ámbito de las relaciones, y esto vale tanto para el hombre como para la mujer.

En este sentido, la ética del cuidado no puede ser una ética sólo “para las mujeres” (algunas feministas defienden con firmeza esta idea), sino que corresponde a las exigencias más profundas de todo ser humano, llamado a existir desde los demás y para los demás. Un actuar ético que no tenga en cuenta al otro en su valor y dignidad como ser humano no corresponde al verdadero bien, que podemos descubrir todos, hombres o mujeres, desde el corazón que ama a los demás por lo que son y por lo que significan para nosotros.

Si ésta puede ser una contribución importante de la ética del cuidado, conviene subrayar que no es un signo discriminatorio el reconocer que las mujeres tienen una mayor capacidad de vivir de esta manera. Todo lo contrario: es una cualidad y una invitación a todos, también a los varones, a elevar el estándar moral, a pensar y a actuar “con una voz diferente” (parafraseando el título de la obra de Gilligan), con una voz capaz de acoger al otro en cuanto ser valioso en sí mismo.

Fuente: Fernando Pascual

Investigación científica y ética
Investigación científica y ética

Noticias recientes sobre engaños y actuaciones incorrectas de algunos científicos nos permiten lanzar la pregunta: ¿existen límites éticos que el científico no puede traspasar?

Hay quienes piensan que hablar de “límites éticos” de la ciencia es algo así como caer en formas de censura que no permitan al científico desarrollar todas sus intuiciones. Pero si la ciencia es una actividad humana, que toca a los demás, que beneficia (o perjudica) a otros, que conlleva grandes cantidades de dinero y que puede servir para detener enfermedades o para provocarlas, está claro que debemos poner muros firmes y seguros para que no se dañen a seres inocentes o “culpables” (no nos parece justo que se realicen experimentos sobre criminales o prisioneros, cosa que por desgracia se ha hecho en algunos momentos de la historia).

¿Cuáles son los límites mínimos que podemos pedir al científico en su trabajo de investigación? Podemos aplicar un esquema sencillo: límites en los fines u objetivos, en los medios, en los resultados y en los costos económicos y sociales.

Límites en los fines: está claro que una investigación que tenga como objetivo destruir vidas humanas debe quedar totalmente fuera de nuestro horizonte. Por desgracia es algo que se hizo en la Alemania nazi, donde se veían qué gases y qué métodos eran más adecuados para los asesinatos de masa. Y es algo que se sigue realizando cuando se buscan maneras más o menos refinadas para el aborto, el infanticidio, la eliminación de ancianos o de personas enfermas, la construcción de “eficaces” armas de exterminio, etc.

Límites en los medios: una vieja sentencia ética afirma que un fin bueno no puede justificar un medio malo. Curar a una persona que tiene graves problemas de riñones no puede permitir el que se elimine a un enfermo más o menos grave que puede convertirse, así, en donante anónimo de un riñón que hará feliz a otro… Descubrir una vacuna contra el SIDA a costa de recurrir a voluntarios “forzados” que se verán seguramente contagiados por el terrible virus no puede ser lícito, aunque se pueda curar, luego, a miles de enfermos necesitados. Nunca la muerte de un inocente quedará justificada con el posible beneficio de otras personas (aunque sean miles o millones los beneficiados).

Límites en los resultados y en los costos económicos y sociales: cada acto que realizamos implica un pequeño cambio en el planeta. Si existe un riesgo alto por difundir en la especie humana un virus peligroso, el científico sabe que no puede poner en marcha procesos experimentales que podrían escapársele de las manos. Si la búsqueda de una nueva vacuna para pocos implica gastos enormes del presupuesto de un estado que no ha garantizado todavía el acceso al agua potable de miles o millones de sus ciudadanos, es obvio que tal investigación quedará aplazada hasta que se cubran antes necesidades más urgentes. Esto no significa, desde luego, que haya que cerrar los grifos de la financiación a los científicos y dejarles sin ayuda. Lo que sí está claro es que antes que mejorar las técnicas de cirugía estética habría que seguir invirtiendo más y más fondos en la eliminación del cáncer o en asegurar a las mujeres un embarazo sin peligros para la salud del niño y de la madre.

Pero todos estos límites no deben quitar nunca al científico su libertad más profunda: la del buscador de la verdad y del bien. Todo científico tiene, por esencia, vocación a abrir nuevas fronteras para el bien de la humanidad. A pesar de las críticas que todavía se alzan en muchas partes, hay que reconocer que gracias a importantes mejoras en la producción agrícola hoy comen millones de personas que, quizás, se encontrarían sumergidas en el hambre o la desesperación. Y esas mejoras las lograron científicos que, con responsabilidad y con amor, supieron dedicar sus vidas y su mente a descubrimientos que hoy son patrimonio de la humanidad.

A la ciencia hay que darle su lugar, sin que se vea pisoteada por políticos que sólo quieren el aplauso inmediato ni por ideólogos que tal vez se asustan ante la posibilidad de que alguien ayude al trigo a dar más granos con menos desgaste de la tierra. Pero esto no significa permitirle al científico que se considere a sí mismo como si fuese una especie de divinidad que dicte lo que sea bueno y lo que sea malo, que decida quién debe vivir y quién debe morir… En esto, como en todo, hay que seguir dando a la ciencia lo que es de la ciencia, y a la sociedad y a cada conciencia ética lo que les pertenece, especialmente a la hora de juzgar lo que es el bien y lo que es el mal en el mundo de los laboratorios.

Fuente: Fernando Pascual

El placer y la ética
El placer y la ética

Según grandes pensadores del mundo antiguo y del mundo moderno, el placer sería el fin de la vida ética. Es decir, vivir bien consistiría en disfrutar lo más posible, en evitar dolores inútiles, en sacarle a la existencia todo su jugo de gustos y de satisfacciones, de éxitos y de alegrías.

La doctrina filosófica que defiende estas tesis recibe el nombre de hedonismo. Ya en el mundo griego hubo hedonistas famosos. Entre ellos destaca Epicuro (siglos IV-III a.C.). Para Epicuro, la filosofía tiene que ayudarnos a ser felices, es decir, a disfrutar al máximo y con una buena dosis de buen gusto.

Es interesante notar que para Epicuro y su escuela no todo placer es “bueno”, pues hay placeres que nos producen grandes dolores. Pensemos, por ejemplo, en un festín que nos ha costado mucho dinero y que luego nos causa dolores de estómago y discusiones en la familia. Por eso Epicuro decía que lo mejor sería buscar placeres “tranquilos” y “naturales”, que no causen problemas ni provoquen enfermedades. Es mejor un placer sencillo y asequible, como un vaso de agua fría en una tarde de verano, que no una botella de tequila costosa y no siempre saludable.

Pero la teoría de Epicuro se ha encontrado siempre con un gran problema: ¿qué hacer cuando el deseo nos pide placeres intensos y peligrosos? Epicuro diría que hay que aguantarse para orientar nuestro deseo hacia placeres futuros y más sencillos. Pero si uno no sabe si vivirá mañana… Por eso el epicureísmo fue muy criticado, especialmente porque el dinamismo del placer lleva consigo el ir más allá del orden, incluso más allá del respeto a los demás y a uno mismo.

Platón (siglos V-IV a.C.) ya se había dado cuenta de este problema antes de Epicuro, e hizo un análisis muy interesante del dinamismo del placer. En uno de sus diálogos, el Gorgias, Platón explicaba cómo hay quienes buscan el placer como si fuesen toneles agujereados. Quien vive de este modo piensa que la felicidad consiste en llenar y satisfacer continuamente su deseo, y si el deseo es insaciable porque el alma o el “tonel” se vacía, habría que buscar nuevas experiencias, gustos y caprichos de modo indefinido. ¿Puede ser feliz alguien así, se preguntaba Platón? ¿Y qué pasa cuando se acaba el dinero o llega una enfermedad?

El hedonismo antiguo tuvo un cierto éxito, pero sufrió un duro golpe con las ideas de Platón y de Aristóteles. En el mundo moderno, sin embargo, el hedonismo ha resurgido con fuerza. En especial a partir del siglo XVII y del movimiento de los libertinos en Europa.

Uno de los filósofos que más ha promovido el hedonismo fue el inglés Jeremy Bentham (1748-1832). Para Bentham, el hombre está determinado por el principio de utilidad, que nos dice que todo lo que hacemos es para conseguir un placer o para evitar un dolor. Esta teoría ha recibido el nombre de utilitarismo, y fue defendida por John Stuart Mill (1806-1873) y, en la actualidad, por el filósofo australiano Peter Singer (nacido en 1946).

Algunas teorías del siglo XX han llevado a la difusión del hedonismo. Por un lado, la propuesta psicológica de Sigmund Freud (1856-1939) dio una enorme importancia al instinto sexual o libido como fuente de las principales actividades del hombre, en una búsqueda continua por satisfacerse al máximo. Por otra, una serie de intelectuales promovieron la “revolución sexual”, es decir, una cultura en la que el placer sexual fuese visto como un fin en sí mismo, sin tener que depender de la familia o de la procreación. Entre los principales promotores ideológicos de la revolución sexual podemos mencionar a Wilhelm Reich (1897-1957) y a Herbert Marcuse (1898-1979).

Al mismo tiempo, durante la segunda mitad del siglo XX se alcanzó un alto nivel de bienestar en los países más desarrollados. Esto ha facilitado un estilo de vida más lleno de objetos, de facilidades, incluso de caprichos. La difusión de las técnicas anticonceptivas permitieron que el sexo fuese cada vez menos “peligroso”, es decir, más liberado de las responsabilidades ante la concepción de futuros hijos. El aborto, por su parte, se difundió como solución a embarazos no deseados y como medio para que ningún hijo “estropease” los deseos y proyectos de los adultos.

El resultado de estos fenómenos son manifiestos: millones de adolescentes, jóvenes y adultos orientan todas sus opciones a la búsqueda de lo placentero y de lo fácil. Rehúyen, además, de aquellos compromisos o modos de vivir que impliquen sacrificios o renuncia. Muchos de ellos viven de un modo egocéntrico, con un deseo desenfrenado de satisfacer los propios caprichos. El uso de la sexualidad como fuente de placeres sin responsabilidades, de la droga, del alcohol, de los instrumentos y juegos tecnológicos, son sólo expresión de una cultura hedonista.

A pesar de que parece que el hedonismo sea una mentalidad en auge, hay algo en el interior de cada ser humano que nos deja inquietos y nos invita a otros horizontes. Si millones de personas viven obsesionadas por la conquista de sus gustos, otros millones de personas trabajan y luchan cada día para cuidar a sus hijos o a sus padres, para promover la justicia social y el respeto de los más débiles, para ayudar a las mujeres a no abortar, para sostener a las familias pobres en su esfuerzo por salir de la miseria y conquistar condiciones de vida más dignas.

Entonces, ¿cómo superar la mentalidad hedonista? ¿Qué hacer para no llegar a ser prisioneros del placer? El hedonismo pierde toda su fuerza cuando dejamos al amor triunfar dentro de nosotros mismos. Si el hedonismo nos hace egocéntricos y nos esclaviza a lo inmediato, el amor nos lleva a poner, como fulcro de nuestra atención, al otro, al bien de aquellos seres a los que queremos sinceramente, a los que deseamos una realización plena.

Sólo entonces nos daremos cuenta de que el no hedonista es realmente feliz. O, en otras palabras, que el renunciar a la búsqueda de placeres egoístas nos abre las puertas a dimensiones superiores y más profundas, que llegan a producir una felicidad que no dependen del simple juego de satisfacción/insatisfacción que es propio de una vida de sentidos Nos lleva a vivir según nuestra espiritualidad, que es lo más propio del hombre y, por lo mismo, lo que produce una felicidad más rica, más estable, más profunda, más plena. Cada “no” al placer inmediato será “satisfactorio” si está acompañado de un “sí” a valores altruistas.

Vivir según el hedonismo es avanzar hacia lo más fácil y lo más bajo que existe en el ser humano. Tenemos, sin embargo, un corazón y una razón que nos piden otro estilo de vida. Más generoso y menos egoísta, más solidario y menos injusto, más fiel y menos caprichoso. Un estilo de vida que, en el fondo, ha sido capaz de promover el mucho bien que nos rodea y que quisiéramos fuese asequible a todos. Un estilo de vida que exige sacrificios para conquistar metas nobles y buenas, y que produce una satisfacción mucho más honda de la que nos pueda dar el vivir sólo según el capricho del momento…

Fuente: Fernando Pascual